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La tragedia de ‘Macbeth’, lo nuevo de Apple TV+, es lo más parecido a una película de cartón piedra

La propuesta estilística de Joel Coen en su adaptación de ‘Macbeth’, la tragedia de William Shakespeare, es bastante osada pero fallida.

Volver a adaptar al cine una obra del célebre William Shakespeare, el buque insignia de la literatura británica, es cumplir con una de esas costumbres que no desaparecen nunca. Hablamos del escritor con mayor número de traslaciones al séptimo arte desde el corto Rey Juan (Walter Pfeffer Dando, William Kennedy y Laurie Dickson, 1899), por delante de Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes (1887-1927) y de Bram Stoker y su Drácula (1897). No en vano, la producción cinematográfica dominante es anglófona. Y allá van con Macbeth de nuevo.

En esta ocasión, Apple TV+ distribuye la cuadragésima quinta película sobre la tragedia del rey escocés, que ha dirigido Joel Coen en solitario, sin su habitual hermano Ethan ni tan siquiera al guion. Juntos son responsables de filmes tan estupendos como Muerte entre las flores (1990), Barton Fink (1991), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, o Un tipo serio (2009); si bien otros críticos y multitud de espectadores mencionarían además Fargo (1996), El gran Lebowski (1998) o la oscarizada No es país para viejos (2007).

Debemos decir que la mayor parte de los analistas especializados ha visto con gusto la reciente Macbeth, colocándola entre las que se consideran las mejores adaptaciones de la obra de William Shakespeare, como la de Orson Welles (1948) o la de Akira Kurosawa, que se titula Trono de sangre (1957); pero no la de Roman Polanski (1971), la cual solamente les encantó a los del National Board of Review. No nos encontramos entre ellos, en verdad, por mucho que podamos reconocer el propósito de Joel Coen de ofrecernos cierto experimento estilístico.

Se ha comentado que el realizador aprovecha muy bien tanto sus rasgos teatrales como su naturaleza fílmica. Pero el problemón es precisamente que no debería tener atributos propios de las tablas y su puesta en escena se ha concebido así en gran parte. Pero se trata de una película, y el británico Kenneth Branagh (Mucho ruido y pocas nueces) lo comprendió de fábula en su Hamlet (1996), que resulta vivísima y apasionante, dura cuatro horas y nunca se siente larga. Y, cuando esta Macbeth quiere ser cine, con la fantasía sobre todo, no compensa lo demás.

Parece de otros tiempos en el mal sentido. Sus aspectos visuales y su propuesta narrativa, en conjunto, la convierten en un producto envejecido de entrada. La opción de la fotografía en blanco y negro, a la que de por sí no le faltan motivos, y ese set de rodaje, con decorados clásicos a lo Hamlet de Laurence Olivier (1948) pero a la vez casi expresionistas a lo Metrópolis de Fritz Lang (1927), contribuye a ello. Tanto como recurrir al texto original de William Shakespeare, anticuado en su lenguaje por razones obvias, con la teatralidad serena a la que nos referíamos.

Esto último es osado, pero Kenneth Branagh lo hizo en Hamlet y le salió de maravilla porque su puesta en escena, y la energía fenomenal que supo insuflarle a su forma de rodarla y a su misma interpretación, llenan de vitalidad a los parlamentos del príncipe de Dinamarca y compañía. Sin embargo, por todo lo anterior, no ocurre eso con la Macbeth de Joel Coen ni con las encarnaciones de Denzel Washington (Philadelphia) y Frances McDormand (Moonrise Kingdom), que se defienden como el matrimonio protagonista.

No mejor que Michael Fassbender y Marion Cotillard en la versión previa de Justin Kurzel (2015) por influjo. Y hay que entender que, si uno desea adaptar una obra de teatro, lo mejor que se le puede ocurrir es aprovechar los recursos cinematográficos y olvidarse de los de origen, como en la inalcanzable Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957) y el Hamlet de Kenneth Branagh; pero no regresar a ciertos modales de la de Laurence Olivier seis décadas después. En definitiva, que los Hermanos Coen vuelvan a trabajar juntos otra vez, por favor.

 

 

 

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