La traición de Pablo Iglesias
La temeridad, el oportunismo y el cálculo convierten al líder de Podemos en insólito aliado de Puigdemont
Podrá discutirse si la proclamación de la independencia de Cataluña es menos relevante que la decisión de suspenderla, pero resulta inconcebible la interpretación negacionista que ha aportado Pablo Iglesias en su papel de prestidigitador. Dice el líder de Podemos que no se ha producido la proclamación. Y que se ha abierto un fértil proceso de diálogo que él mismo espera ocupar con sus cualidades de infiltrado en la operación de sabotaje al Estado español.
Las coartadas que disimulan el plan obsceno son tan conocidas como el derecho a decidir y la abstracción del diálogo, pero también ha incorporado una especie de papel representativo porque Iglesias se atribuye como fuerza telúrica el mandato de sus cinco millones de votantes.
Votarle, le votaron. Otra cuestión es que la evidencia electoral pueda utilizarse a capricho para legitimar su comportamiento temerario. Iglesias no reconoce al Rey, aspira a desmontar el régimen del 78 y tiene en la cabeza una España desintegrada, aunque el aspecto más inquietante de su estrategia radica en la credibilidad que está concediendo al movimiento golpista de Puigdemont. Lo hizo el 1-O fomentando la mascarada del referéndum. Y volvió a hacerlo el 10-0, interpretando en nombre de «sus» cinco millones de votantes que Puigdemont, lejos de proclamar la independencia, extendía con candidez y ternura la mano de la negociación.
Es la misma lectura en la que ha incurrido Ada Colau, una colusión del nacionalismo con el populismo que tanto aspira a la meta de la república catalana como a la «coronación» de la república española. Iglesias ha observado que la resurrección de los mitos franquistas y la inercia de las calles predisponen el objetivo inconfesable de la caída del sistema.
La máscara del buenismo, del diálogo, de la cordialidad trasladan una impresión menos rotunda, del mismo modo que el antimarianismo desempeña un argumento embriagador para quienes utilizan el anatema de Rajoy como pretexto providencial para amordazar el Estado.
Iglesias recrea el esquema de la bilateralidad no ya para asear el atropello democrático de Puigdemont, sino para demostrar que el problema de España no consiste en la sedición de Cataluña sino en la negligencia de Rajoy. Es la manera de retratar la «incomprensible lealtad» del Partido Socialista. Y de encontrar el propio Iglesias su mejor espacio de ejecución: el liderazgo de la izquierda, el mensaje universal del derecho a decidir y la abolición del régimen del 78.
Una de las pocas lecturas positivas que arrojaba la traumática jornada del 10-0 consistió en la fractura de la familia indepe. La CUP y Junts pel Sí han expuesto sus evidentes diferencias, pero Iglesias y Colau han acudido solícitos a garantizar la viabilidad de la desconexión. Son ellos la argamasa del procés. Y era el plan que urdió Roures cuando hizo de anfitrión de Junqueras e Iglesias la última cena. Aislar a la CUP, maridar las izquierdas libertarias y balcanizar España.
Sabemos que cinco millones de personas votaron a Iglesias, pero no le extendieron un cheque en blanco ni depositaron en él el dogma de la infalibilidad. Es la razón por la que tendría mucho interés pasar a limpio su verdadera dimensión electoral. Y saber qué piensan de Iglesias sus votantes de Asturias, de Castilla, de Andalucía o de Madrid.