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La tumba de la vestal. En Europa todos somos hijos de Roma

Por uno de esos azares de la civilización, el mejor sitio del mundo para evocar el origen de  Roma no es la propia ciudad imperial, con sus cariadas ruinas flanqueadas de palacios e iglesias, ni tampoco ningún otro lugar de la península itálica, sino una mansión lisboeta de la parroquia de la Misericordia, el palacio Quintela. Sus propietarios quisieron a principios del siglo XIX que un prometedor artista de entonces, el malogrado Antonio Manuel de Fonseca, recreara al fresco en una estancia de la segunda planta las primeras páginas de Ab urbe Condita, el libro que Tito Livio dedicó a la aurora de la civilización romana. El resultado del proyecto quizá no sea artísticamente perfecto, pero, gracias al acierto de la composición, la bravura del dibujo, el tamaño casi natural de las figuras y la intensidad ticianesca de los colores, consiguió sin duda su propósito. Basta, de hecho, con abrir bien los ojos y desplazarse a lo largo de los testeros en donde se desarrollan los acontecimientos para sentirse en medio de los episodios representados. Que todo ello forme hoy parte de la decoración de un glamuroso bar, y que el espectador sea un cliente con una copa en la mano, no aminora en absoluto el efecto, puede incluso que lo contrario.

En Europa todos somos hijos de Roma. No hace falta visitar museos y monumentos para comprenderlo. Su huella está por todas partes. También en lugares donde no se espera hallarla porque siglos de veneración por lo clásico nos ha acostumbrado a verla como algo especial, una especie de reliquia que hay que guardar como un tesoro, ajeno ya a la vida. Nada más lejos de la verdad. Basta con hacer un viaje por cualquiera de los territorios donde estuvieron los romanos para ver coliseos, puentes, calzadas, molinos, fortalezas o baños en uso. Y lo mismo ocurre con sus mitos y con los grandes personajes de su historia. Por eso, cualquiera que haya pasado por la escuela reconoce sin dificultad a los protagonistas del fresco de Antonio Manuel de Fonseca. ¿Quién no ha escuchado hablar de Rómulo y Remo? Acaso hallamos olvidado el nombre de sus padres, el dios Marte y Rea Silvia, una sacerdotisa de Vesta a la que el dios sedujo en un bosque mientras buscaba agua para los sacrificios, pero seguramente ninguno de nosotros necesita que se le recuerde cómo fueron amamantados por una loba cuando la madre tuvo que abandonarlos a orillas del Tíber. Centenares de restaurantes exhiben en sus cartas la loba capitolina con los gemelos bajo las ubres. Lo que ya no sabe todo el mundo es que, a pesar de que el abuelo de los niños y padre de Rea Silvia, Numitor, rey de Alba, hizo todo lo que pudo por salvarla y salvar a las criaturas, las cosas siguieron el curso establecido de antemano por el destino. El deber sagrado de las vestales era permanecer célibes durante treinta años y aquel embarazo constituyó una calamidad desde el punto de vista religioso. Los chiquillos debían morir y, por ello, se ordenó que fueran abandonados a orillas del Tíber. De no haber sido por los cuidados de una loba, animal que en la cultura romana se asociaba a la guerra, el negocio de Marte, y luego por la bondad de un pastor que decidió prohijarlos, los clientes del palacio Quintela no podrían hoy disfrutar de las peripecias que llenan y embellecen sus paredes.

Tito Livio, la fuente más fiable de la que disponemos para reconstruir los hechos, asegura que la agreste vida de los gemelos se desarrolló entre labores del campo, ante todo la ganadería, y actos de bandidaje, probablemente motivados más por el deseo de correr aventuras y divertirse que por codicia. Era lo que tenía vivir fuera de la ciudad, al margen de la ley, y ser hijos de quien eran. Curtidos en todo género de peripecias, se volvieron tan intrépidos que llegaron a capitanear una banda lo bastante poderosa como para atreverse a atacar un día Alba y reponer en el trono a su abuelo Numitor, depuesto por un hermano suyo, Amulio. No es necesario aclarar que ellos de estas relaciones familiares no sabían nada. Fueron meros instrumentos de la providencia. Sólo así se explica que decidieran más tarde fundar junto a sus seguidores, la mayoría de ellos proscritos y gente de mal vivir, su propia ciudad.

Las ciudades, lejos de lo que hoy se cree, no surgieron al azar, fruto de la mera agregación de casas. En el mundo antiguo, la fundación de una ciudad constituía un hecho de trascendencia suma que se programaba con antelación y se ejecutaba de acuerdo con rituales muy precisos. Pausanias, el gran viajero del siglo II, deja constancia en sus libros de que en todas las ciudades griegas por las que él había pasado existían monumentos que recordaban tanto el nombre de su fundador como sus hazañas personales. Los ciudadanos sentían así que no sólo formaban parte de un mismo lugar, sino que estaban hermanados entre sí por un mismo origen.

La creencia común durante el primer milenio antes de Cristo era que una ciudad erigida sin respetar los ritos prescritos probablemente no prosperaría. El oráculo del adivino, el fuego del sacerdote y el himno del poeta eran, por eso, elementos rituales imprescindibles en su fundación. Téngase en cuenta que nadie deja el solar de sus antepasados para compartir con otros el espacio, las leyes y los dioses sin tomar antes ciertas medidas profilácticas. Ahora las cosas ocurren de otra forma. No es sólo que la religión haya dejado de contar en el plano público, es que para formar parte de una ciudad basta simplemente con sumarse a ella.

Roma, la ciudad erigida por Rómulo y Remo, comenzó a existir el 23 de abril del año 753 antes de nuestra era. Eso aseguran los historiadores de la antigüedad. Todos coinciden además en señalar que la fundación se llevó a cabo siguiendo los ritos consignados en los libros litúrgicos de los etruscos. Mientras que en Grecia se escogía el emplazamiento de una nueva ciudad consultando a la Pitia del Oráculo de Delfos, en Etruria lo habitual era recurrir a los augures, quienes con ese propósito observaban cuidadosamente el vuelo de las aves. Fueron estas las que llevaron a los gemelos a escoger una de las siete colinas donde luego creció Roma, la colina del Palatino, el sitio marcado por el destino.

Una vez elegido el lugar, Rómulo ofreció un sacrificio a los dioses y para que la gente que lo acompañaba se purificara, prendió un fuego de zarza a través del cual pasaron todos, uno tras otro. Hecho esto, cavó un agujero en el suelo y arrojó allí un puñado de tierra traída de Alba, la ciudad de la que procedían la mayor parte de ellos, y lo mismo hicieron a continuación aquellos que venían de otros sitios con la tierra que con ese propósito habían portado desde sus solares. Esta ceremonia garantizaba la legitimidad religiosa del cambio de patria, pues junto con la tierra se creía que iba mezclado el espíritu de los antepasados sepultados en ella. Una vez cubierto, el agujero fue conocido como umbilicus urbis, el ombligo de la ciudady también como mundus, un nombre muy apropiado porque en él se hallaban juntas todas las tierras de procedencia de los fundadores. Añadamos, porque este será un detalle importante en la futura historia romana, que los albanos procedían de los lavinios y estos de los troyanos. Virgilio cuenta en la Eneida cómo Eneas trasladó los dioses troyanos a Lavino después de que los aqueos arrasaran la ciudad de Príamo y Héctor. Estas conexiones no eran insignificantes. De acuerdo con la lógica del hombre antiguo, Roma era la nueva Troya.

Finalizado el rito, se elevó en ese mismo lugar un altar y se encendió un fuego. Sobre ese fuego sagrado se construiría posteriormente el templo de Vesta, la diosa del hogar, símbolo de la fidelidad en la que descansa la unidad de la familia y de la propia comunidad. Las vestales, sus vírgenes sacerdotisas, patricias de origen aristocrático ante las cuales hasta los propios cónsules estaban obligados a ceder el paso, se encargaban de velar porque la llama sagrada ardiera día y noche. El templo de Vesta era, naturalmente, el hogar de la ciudad y, en consecuencia, su centro religioso.

Establecido el centro, ahora tocaba fijar los límites, que Rómulo trazó con un arado tirado por una vaca y un toro blancos, símbolo de las matronas que cuidan la ciudad mirando por sus hijos y de los guerreros que la defienden del enemigo. El perímetro trazado de esta manera sería considerado a partir de ese momento un espacio sagrado que nadie podía traspasar. Remo, sin embargo, desafió la decisión de Rómulo y entonces este lo mató. Es evidente que la audacia sin límites de Remo, buena sin duda para encabezar a una banda de malhechores, resulta perjudicial cuando se crea un nuevo orden político. Sus miembros deben tener claro desde el primer día que hay unos límites cuya violación torna imposible la vida en común. Espiritualmente hablando, esos límites son los de la ley. En términos materiales se trata de las murallas ciudadanas, las cuales se alzaron justo encima del surco dejado por el arado de Rómulo. Allí donde este levantó la reja, se construyeron las puertas, única vía de comunicación entre el recinto cerrado de la ciudad, ámbito en el que reina la libertad, y la naturaleza, el mundo indefinido en el que no hay ley y en el que habían vivido hasta entonces salvajemente aquellos proscritos. Parece obvio, desde luego, que el crimen de Rómulo no fue un hecho baladí. Encerró una enorme importancia simbólica.

Roma atrajo desde el primer día a toda clase de apátridas: criminales, forajidos, esclavos huidos, deudores insolventes, gente muy conflictiva que los historiadores futuros no dudaron en considerar lo peor en kilómetros a la redonda. Lo que no había allí eran mujeres y sin mujeres no hay porvenir que valga. A fin de remediar el problema, Rómulo envió emisarios a los pueblos de la comarca ofreciendo pactos militares y matrimoniales. Como era previsible, dada la pésima fama de los habitantes de Roma, la invitación fue rechazada. No les quedó entonces otra que recurrir al engaño. Para atraer a sus vecinos, los romanos organizaron una carrera de caballos en honor a Neptuno a la que acudieron los sabinos y sus esposas. En medio de la fiesta, cuando nadie se lo esperaba, Rómulo hizo una señal y atacaron a sus invitados. Mientras estos luchaban y huían con dificultad de la ciudad, unos cuantos romanos aprovecharon para secuestrar a sus mujeres. Ellas no se lo pusieron nada fácil –en el fresco de Fonseca se puede comprobar que se opusieron con todas sus fuerzas–, pero una vez que cayeron en su poder y comenzaron a vivir una nueva vida, las propuestas matrimoniales de sus captores dejaron de sonarles tan mal como al principio y, al fin, acabaron por aceptarlas. El lector apegado a la moralidad contemporánea no debe ofenderse ni escandalizarse con lo ocurrido porque nuestra historia tuvo lugar en un tiempo en el que nadie velaba por la libertad ajena, de modo que cuando uno la perdía solamente tenía dos opciones: adaptarse a la situación o quitarse la vida.

Ni que decir tiene que a los sabinos no les hizo ninguna gracia como quedaron las cosas. En cuanto les fue posible, y probablemente tardaron varios años, organizaron un potente ejército para recuperar a sus esposas y castigar a los secuestradores. Pero Roma era una ciudad fuerte, difícil de conquistar, y los romanos una gente aguerrida y diestra con las armas, así que tuvieron que esperar e ir pensando en una estratagema para rendir a sus enemigos. Claro que la astucia y el engaño no eran patrimonio exclusivo de los romanos. La ocasión surgió cuando descubrieron que la hija del comandante de la ciudadela de Roma, una ingenua virgen vestal, salía a menudo fuera de ella para buscar en un bosque próximo agua para las ceremonias. Tras observarla con atención, dos jóvenes sabinos se acercaron a ella para sobornarla. A cambio de que les facilitara acceso franco a la fortaleza estaban dispuestos a darle lo que pidiera. Tentada por el oro de los brazaletes y los anillos con que se adornaban, la muchacha accedió diciéndoles que tendrían que entregarle todo lo que llevaran en los brazos. Fue una equivocación formular la petición en esos términos, pues los sabinos eran hombres de palabra y, cuando se apoderaron de la fortaleza, la cumplieron a rajatabla. El problema es que como en ese momento no iban en son de paz, lo que llevaban encima no eran brazaletes de oro, sino espadas y escudos, escudos que arrojaron sobre ella.

¿Murió Tarpeya, que era como se llamaba la muchacha, a consecuencia de los golpes, tal y como asegura la tradición, o sobrevivió malherida y fue arrojada después desde la roca que lleva su nombre, luego convertida por los romanos en patíbulo para los traidores? Los sabios no se ponen de acuerdo. De lo que ninguno duda es de que murió y fue enterrada en el mismo lugar donde lo hizo. Aunque con el tiempo se perdería cualquier vestigio de ello, los antiguos conocían bien el sitio y, de hecho, se reunían allí periódicamente para realizar ciertas ceremonias. El pintor Francis Towne todavía pudo verlo en 1780, como demuestra la obra que dedicó a la roca Tarpeya (la caseta con forma cúbica situada a la izquierda se alzaba sobre la tumba). La hipótesis de que la vestal fue enterrada en el campus sceleratus, un terreno próximo a la Porta Collina donde eran sepultadas vivas las colegas que perdían la virginidad, es insostenible porque la práctica de llevar a la vestal culpable de romper sus votos a una celda subterránea para dejarla morir allí –la celda, contenía una cama y alimentos suficientes para varios días a fin de que el sufrimiento se alargara– es muy posterior a la historia que estamos contando.

 

 

“La roca Tarpeya”, Francis Towne, 1780.

 

 

En lo que no hay controversia es en que las sabinas mediaron entre sus nuevos y antiguos esposos evitando una carnicería. No sabemos en qué consistió el acuerdo, conocido luego como “la paz del Lacio”, pero lo cierto es que romanos y sabinos ya nunca volvieron a tener problemas. Para sellar el pacto, se eligió precisamente la roca Tarpeya. Se ve que la traición de la joven vestal resultó a la larga favorable. Puede que por eso su tumba fuera un lugar señalado. En los idus de febrero, las vestales se reunían allí y hacían libaciones y sacrificios en recuerdo de los parientes fallecidos. Se iniciaba de esta manera una serie de fiestas conocidas como Parentalia. Pero todo esto ha sido ya arrastrado en buena medida al mar del olvido por el rio de la historia. Fonseca, el pintor portugués, trató de impedirlo hermosamente en el palacio Quintela. Los clientes del bar de la segunda planta podemos dar fe de ello.

 

 

 

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