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La tumba de Madame Bovary

A Emma Bovary seguramente le hubiera gustado ser enterrada en un promontorio rocoso frente al mar, o en un lujoso panteón de un cementerio lleno de majestuosas estatuas funerarias, o bajo las pesadas ramas de un gran árbol plantado en su honor, como se acostumbraba a hacer en el norte de Europa creyendo que las raíces se mezclarían con el cadáver y este renacería en forma de savia. El destino quiso, sin embargo, que fuera en un lugar parecido al que conoció en vida: el camposanto de un pueblo de provincias, rodeada de muertos que nunca estuvieron vivos del todo y a los que quizás tampoco atrajo demasiado la expectativa de la resurrección. ¿Dónde exactamente? Nadie sabe a ciencia cierta. Cuanto queda de su sepultura es una modesta lápida desubicada a la que los admiradores de la novela que la inmortalizó añadieron el siglo pasado una breve inscripción sin otro objetivo que recordar su verdadero nombre e impedir que el olvido, siempre tan diligente, se salga una vez más con la suya.

La lápida no se encuentra en el cementerio de Yonville, como suelen creer los lectores de Flaubert, sino en el de Ry, pueblo vecino a Rouen, donde fue sepultada. El novelista modificó este y otros datos para evitar problemas con la familia. Sabedor de que una historia verdadera puede seguir siéndolo aunque contenga algunas falsedades, introdujo en su libro indicaciones erróneas junto a otras correctas. A fin de cuentas, lo que se proponía como literato no era contar la verdad, sino ser convincente, algo fácilmente alcanzable para quien había forjado una prosa de precisión mientras veía de niño hacer al padre autopsias en el hospital. La pericia con que procede explica que haya aún investigadores empeñados en buscar la sepultura de Emma Bovary en Yonville. Sus descripciones son tan ricas en pequeños detalles que cuesta aceptar que mienten. El cementerio se encuentra, efectivamente, a las afueras del pueblo, tras una cuesta muy larga de la que sólo ha cambiado el nombre; sus dimensiones siguen siendo las mismas de entonces, cuando se añadió un terreno colindante, pese a lo cual hoy, igual que a mediados del XIX, sigue apreciándose una mayor aglomeración de enterramientos junto a la puerta de acceso que en el resto. Lo que no hay por ninguna parte es rastro de la tumba, y eso que las instalaciones no han sufrido cambios de relevancia. Flaubert se apartó obviamente de la verdad. No digo que inventara los hechos, pero sí que modificó las circunstancias en que tuvieron lugar. Esto es lo que algunos niegan con absurda obcecación. Olvidan que un novelista, cuando no se limita a contar una historia, sino que trata de volver inteligible alguna dimensión de la existencia humana, escribe como hombre libre, no como un periodista. Ser libre significa no obedecer a otro amo salvo la perfección y el sentido, alejarse tanto de los acontecimientos reales como sea necesario a fin de comprenderlos desde dentro. El propio Flaubert lo dejó muy claro en una de esas sentencias suyas que tuvieron que ocurrírsele mientras miraba al padre amputar piernas o trepanar cráneos: “el artista debe arreglárselas de manera que la posteridad acabe creyendo que jamás existió”, desaparecer de la obra “igual que Dios desapareció de la naturaleza”.

Para quienes toman al pie de la letra la versión de Flaubert, la ausencia de todo vestigio de la tumba en el cementerio de Yonville es tan problemática y desconcertante como la presencia en Ry de una lápida con el nombre de Emma Bovary. Recuérdese que Charles ordenó amortajar el cadáver de su esposa con el mismo vestido con que contrajo matrimonio, incluidos los zapatos blancos; introducirlo en un féretro de roble que debía embutirse en otro de caoba y luego en otro de plomo, y finalmente, adornar la sepultura con un mausoleo cuya figura principal era un genio portando una antorcha apagada. El hipotético descubrimiento del juego de muñecas rusas de los ataúdes y el más improbable de la mortaja nupcial confirmaría evidentemente que estamos ante la tumba de Emma, pero para que ese supuesto hallazgo se produjera sería menester abrir antes decenas de féretros, algo que no parece posible. En cambio, lo que sí debería estar a la vista de todos es el mausoleo con la metáfora de la vida que se apaga como una antorcha. ¿Por qué no lo localizamos? Las personas que hayan acudido allí recordarán haber visto varias construcciones similares, pero seguro que ninguna exhibía el nombre de Bovary, ni tampoco las desafortunadas palabras que, a sugerencia del pedante Homais, el farmaceútico de Yonville, se inscribieron como epitafio en el monumento funerario: Sta viator amabilem conjugem calcas, “detente viajero, pisas el polvo de una buena esposa”.

¿Acaso Charles Bovary eliminó de la sepultura toda referencia a su esposa cuando supo que ella, burlándose del destino reservado entonces a la mujer casada, había preferido hacerse feliz a sí misma a hacer feliz a su marido? Nadie puede responder con seguridad a esta pregunta. Es de suponer que, para eludir la maledicencia de los vecinos, suprimiera las muestras de afecto más comprometidas e incluso el mismo nombre de la difunta. Creo que no cometeríamos ningún anacronismo moral admitiendo que podemos entender las ansiedades del cónyuge traicionado. El destino había dejado a Charles en difícil posición. Su amor por Emma, un amor sincero y puro, tan puro que era incapaz de embriagarla con él, lo había cegado hasta el punto de no ver a donde estaba ella llevando su matrimonio. Cuando la venda se le cayó de los ojos cansados de llorar la muerte de la que creía leal esposa su primer impulso probablemente fue borrarla de la memoria. Aquellos deslices, descubiertos en medio del duelo, tuvieron que sumirlo en la desesperación. Su orgullo de hombre herido debió resentirse al comprender que mientras ella vivía no se olió nada. Ni siquiera fue capaz de prever el desastre económico que se avecinaba a causa de la pasión por el lujo de su mujer.

Pero no era tan fácil olvidar: Emma le había dejado una niña y un agujero en sus cuentas comparable solo al que le había hecho en el corazón. Aún así, me extraña que fuera más lejos de lo normal. De haber sido un tipo vengativo, cosa que no era, podría haber sustituido el epitafio de Homais por otro que aludiera a su deslealtad, aunque esto ciertamente lo hubiera desacreditado ante sus conocidos. Por desorbitado que sea el rencor de los deudos hacia el finado, ninguna sociedad consiente que en las lápidas sepulcrales figuren sus vicios o pecados (yo sólo conozco el caso de una tumba del cementerio de San Michele de Venecia en la que debajo del nombre del titular figuran estas palabras: “nos dejó en paz el veinticuatro de …”). Seguramente Charles se limitó a borrar las grabadas inicialmente, cuando aún creía en Emma. Aunque no podía imaginar la popularidad que alcanzarían los líos amorosos de esta por culpa de la literatura, nada podía temer más en aquel momento que las habladurías del vecindario. ¿Quién le iba a decir que lo que borraría de la memoria de los hombres los pecados de su mujer y hasta su propio nombre, sería el éxito de una novela protagonizada por una adúltera?

Y es que va ya siendo hora de decir que Charles Bovary no se llamaba en verdad Charles Bovary, sino Eugéne Delamare; y que Emma Bovary no era Gustav Flaubert, como dicen que este aseguró un día que le preguntaron por la persona de carne y hueso que inspiró a su heroína, sino Véronique Delphine Delamare, de soltera Couturier. La lápida del cementerio de Ry bajo la cual deberían reposar los restos mortales de Véronique si no llevara décadas colgada de una tapia atestigua que estuvo en el mundo veintiséis años, del 17 de febrero de 1822 al 8 de marzo de 1848, y los archivos de la localidad confirman que era hija de un acaudalado agricultor que la dio en matrimonio a Eugéne Delamare, una médico rural discípulo del padre de Flaubert. Casado en primeras nupcias con una señora mucho mayor que él, se enamoró al enviudar de la que sería su segunda y última esposa, una joven bella y soñadora, pero también casquivana y derrochadora que, al aburrirse de él, no dudó en entablar relaciones con otros hombres. La situación pronto se volvió insostenible –en vez de acoplarse románticamente con algún caballero se limitó a copular con ellos– y cuando las deudas, imitando a sus amantes, la pusieron contra la pared, se suicidó envenenándose con una dosis letal de ácido prúsico. El marido, humillado y arruinado, la siguió poco después, igual que sucede en el libro de Flaubert para disgusto de W. Somerset Maugham, quien le reprochaba haber sido en este punto más fiel a los hechos que a su sentido estético no haciendo, por ejemplo, que la madre de Charles, quiero decir, de Eugéne Delamare, le concertara un tercer matrimonio.

Los novelistas suelen alterar los nombres de sus personajes a fin de entorpecer la acción legal de quienes se identifican con ellos. Con Madame Bovary esta precaución no sirvió de nada. Aunque los implicados no protestaron, entre otros motivos porque llevaban muertos varios años, la obra fue considerada inmoral por las autoridades. ¿Qué clase de depravación puede llevar a un escritor a insinuar la posibilidad de que existan mujeres como aquella?, ¿acaso la sociedad, una sociedad sana, burguesa, profundamente imbuida de romanticismo, podía asumir que una madre y esposa se dejara arrastrar tan fácilmente por la concupiscencia? Señoras Bovary debía haber indudablemente muchas, muchísimas, pero la mayoría permanecían en su lugar marchitándose, pudriéndose en el florero de un orden rutinario e inquebrantable del que ellas mismas solían ser las mayores defensoras. “Mi pobre Madame Bovary sufre y llora probablemente en veinte pueblos de Francia al mismo tiempo y a esta misma hora”, escribió Flaubert a su amante Louise Colet. ¿Le perdió su vanidad de escritor para sacarla de la oscuridad?, ¿fue incapaz de entender que hay asuntos sobre lo que es preferible callarse?

No es cierto, sin embargo, que en el universo femenino de entonces todo fuera herbívora subordinación. La creencia en que las mujeres de la época se resignaban a pasar la vida herrando moscas o contando olas es completamente falsa. De las rebeldes, obviamente, se hablaba poco, o para ser más precisos, se hablaba en voz baja, pero esto no significa que no se hablara nunca. El suicidio de Véronique Delamare, por ejemplo, fue objeto de varios artículos en el Journal de Rouen. Cuando Flaubert publicó ocho años después la novela, olvidado ya aquel triste suceso, abundaron entre los críticos las especulaciones acerca de la identidad de la persona real en que se había inspirado. El número de candidatas fue escandalosamente alto. Contra lo que intentaban hacer creer los censores que denunciaron el texto, el adulterio estaba bastante extendido en la sociedad francesa, sobre todo entre las clases altas. Que el régimen de Napoleón III, entonces en el poder, fuera considerado una especie de pornocracia es un dato a tener en cuenta. Críticos y periodistas aludieron de hecho desde el primer día a dos conocidas mujeres del mundo de la cultura: la escritora Louise Colet, amante de Flaubert, y la legendariamente bella Louise d´Arcet, esposa de James Pradier, el escultor, quien antes de repudiarla por adúltera inmortalizó su cuerpo en la inolvidable Odalisca del Museo de Lyon. Y no fueron las únicas. Se barajaron otros muchos nombres de femmes perdues en el catálogo de posibles Bovary cuyas peripecias eróticas eran, al parecer, de dominio público. Curiosamente, no se habló de la verdadera, Veronique Delamare, cuyo cuerpo fue enterrado sin ceremonia en un extremo del cementerio de Ry reservado a las suicidas, detalle que Flaubert omitió y que quizá pudiera ayudarnos hoy a localizar su cadáver. De ella sólo se acordaban sus vecinos, los mismos que la denostaron en vida a causa de sus livianas costumbres. Sea como sea, y dado que el adulterio femenino se consideraba entonces un grave delito, en realidad la única causa admitida de divorcio en Francia, llama la atención la cantidad de enredos de este tipo de los que tenemos noticia.

Pero no hay que ser mojigatos, y menos retrospectivamente. La sociedad defiende unos valores y luego practica otros. Los mismos críticos que despellejaban a Gustav Klimt acusándolo de rebasar en sus cuadros los límites de la decencia eran también sus mejores clientes. Siempre ha sido así. Claro que tal vez sea inexacto decir la sociedad y no más bien quienes se arrogan el derecho a decidir cuál es el camino que esta debe seguir para alcanzar no se sabe qué ideales: predicadores, moralistas, revolucionarios. El monopolio de la bondad, el buenismo, que decimos ahora, igual de obtuso en todas las épocas, lleva una y otra vez a los mismos errores. Cambian los ídolos, no las actitudes. La beatería puede que se transforme, pero, como la materia, nunca desaparece del todo. Prueba de ello es que hoy, en una época que presume de poner a raya todo fanatismo, seguimos teniendo tantos tabúes como nuestros antepasados. Hay asuntos que no se pueden nombrar y mucho menos bromear con ellos. Homais soliviantaba a sus vecinos católicos recomendando en interés de las buenas costumbres que los sacerdotes fueran sangrados una vez al mes. ¿Imagina el lector la reacción de los adalides de la corrección política si, para limitar sus ansias de justicia universal, alguien les hiciera hoy una insinuación parecida? Por desgracia, la humanidad es como es y siempre habrá gente que, pese a menospreciar la vida, sueña con la inmortalidad.

Volviendo al tema de la denuncia, resulta curioso que el relato novelado de una historia ocurrida realmente y divulgada por los periódicos ocho años antes fuera objeto de investigación judicial. ¿Tan escandalosa resultaba en la Francia de mediados del siglo XIX la existencia de una mujer adúltera? Obviamente no. La sociedad francesa estaba habituada a este tipo de cosas y no era especialmente puritana, más bien lo contrario. Lo que escandalizó a las autoridades no fueron los hechos de la novela, sino la manera de contarlos. Si Flaubert decía que al leer las aventuras del Quijote le daban ganas de recorrer “un camino blanco de polvo y comer aceitunas y cebolla cruda”, ¿no experimentarían las damas francesas cautivadas por su seductora prosa la tentación de adentrarse en la senda abierta por Emma Bovary? Era una posibilidad, desde luego. El libro de Flaubert podía abrir los ojos de muchas esposas que se sentían en el matrimonio como dentro de un ataúd. Habituadas a hacer un desierto a su alrededor para evitar las perturbaciones de la vida –me refiero al deseo, al descontento, a la frustración, a la melancolía de los sueños incumplidos, a la amargura de la juventud que pasa sin pena ni gloria, a la soledad– el encuentro con la historia de la señora de aquel bobo médico de provincias podía ser como un relámpago que iluminara de pronto la tiniebla.

La denuncia se interpuso, pues, inmediatamente, aunque, como era previsible, el juicio fue la típica farsa que acostumbran a escenificar los tribunales de justicia cuando se mezcla lo legal con lo moral. Si el fiscal representó el papel de probo ciudadano horrorizado con las indecencias de la esposa adúltera y el abogado defensor esgrimió todo tipo de farisaicos argumentos en favor de la ilustración, la libertad y la cultura, poco después los periódicos se dieron el gusto de revelar que el primero era aficionado a escribir versos priápicos y el segundo un meapilas de cuidado. El folletín de verdad no era el que narraba Flaubert, sino el de una sociedad hipócrita que se revolvía en sus autoridades contra cualquiera que osara ponerla al desnudo. Baudelaire padeció similares dificultades al publicar por aquel entonces Las flores del mal. Años después todavía tenían lugar sonados escándalos relacionados con la literatura y la pintura. Manet provocó uno considerable cuando presentó su Olympia al público, aquella putita de mirada descarada que a tantos buenos padres de familia debió resultar azorantemente familiar, y lo mismo le ocurrió a Gervex cuando se vio obligado a retirar el cuadro que pensaba presentar en el Salón de 1878. ¿Cuántos en París no se identificaron con alguno de los personajes de esta pintura inspirada en un famoso poema de Alfred de Musset publicado en 1833, Rolla?

 

“Rolla”, Henri Gervex

 

Nosotros debemos evitar este punto de vista. Reducir la existencia de Emma Bovary a lo meramente sexual es una simplificación de predicador. Sólo desde lo alto de un púlpito, agitando la mano de forma amenazadora, puede decirse de ella que cayó de la montaña del romanticismo al abismo de la carne o que tuvo el corazón en el clítoris. Aunque, a diferencia de las vecinas de Yonville, leyera novelas románticas, y sus acciones, alentadas unas veces por el tedio, otras por el deseo, la convirtieran en una évaporée, nada autoriza a conectar causalmente ambas cosas y menos todavía a convertirlas en fundamento de una explicación de su vida. Lo que caracteriza a Emma Bovary y la convierte en modelo para cualquiera que sueñe con vivir plenamente no es que tuviera ilusiones y apetitos, sino que luchara por materializarlos.

Hemos hablado de tedio y deseo. El tedio, que Leopoldo Alas definió en La Regenta como nostalgia de lo infinito, fue en el caso de Emma añoranza de una vida imaginaria cuyos ideales no eran los de su círculo. La moral burguesa, austera y ascética, constituía para ella una limitación. Lo que alimentaba su imaginación haciéndola soñar con otra vida, una vida aristocrática, era el drama de las pasiones, la sensualidad desbordada, el placer de una elegancia despreciadora de lo convencional. Emma, o sea, Véronique, estaba personalmente tan lejos de todo esto como don Quijote de los torneos en los que se enfrentaban los caballeros andantes, pero, al igual que él, no podía pensar en otra cosa. ¿Quiso burlarse Flaubert de las novelas románticas del mismo modo que se burló Cervantes de las novelas de caballería? No este el lugar para plantear un asunto tan complejo, aunque vale la pena recordar una cosa: para comprender el siglo XIX y el modo en que evolucionó el espíritu entonces –evolución que Flaubert, enemigo del progresismo, no aplaudía– la novela es tan significativa como la Revolución Industrial, el nacimiento del movimiento obrero o los avances de la ciencia.

En cuanto al deseo y el amor ligado a él, ¿qué decir? Hay personas para las que apenas tiene importancia. Se casan, forman familias, incluso escapan a veces de ellas porque necesitan experiencias nuevas, pero, a pesar de todo, se trata para ellos de algo secundario. Son el dinero, el poder, las ideas, el trabajo, los que mueven sus vidas. No era el caso de Emma. Para ella el amor era el centro alrededor del cual se organizaba lo demás. Un amor loco, apasionado, capaz de imantarlo todo. Los sentimientos moderados de la vida normal le aburrían. Por eso no podía soportar la vida que llevaba con su marido. Si todavía es cierto lo que escribió Thomas Mann y “el hombre se embriaga a sí mismo con su deseo y la mujer pide y espera ser embriagada por el deseo del hombre”, se entiende que el hastío fuera tejiendo en los rincones de su corazón la tela en la que luego cayó atrapada. La felicidad, tal y como ella la veía, no era una mentira imaginada para desesperación de todo deseo, sino al contrario, algo realmente alcanzable, por lo que valía la pena arriesgarlo y perderlo todo. De hecho, si sus amantes le hubieran ayudado a cancelar sus deudas, probablemente hubiera continuado haciendo la misma vida. El suicidio fue, en su caso, una demostración de coherencia. Cuando los predicadores marxistas le reprochan haber sido una heroína egoísta que no supo canalizar socialmente su rebeldía al buscar únicamente su propia satisfacción personal, ponen de manifiesto hasta qué punto les es extraño el misterio de la vida. ¿Acaso el anhelo de plenitud que acompaña al descontento puede ser aplazado hasta el día en que surja una humanidad nueva?, ¿no es eso precisamente lo mismo lo que hacían los vecinos de Yonville en nombre de Dios?

Emma no se detuvo ante la puerta del pecado. La abrió sin dudarlo porque era la puerta que separaba la existencia gris que le había reservado el destino de la que soñaba al cerrar los ojos. Quien crea que hubiera sido distinto si hubiera sustituido el paraíso celestial por el paraíso terrenal de los revolucionarios, ignoran lo que significa deplorar cualquier forma de resignación, tener la resuelta voluntad de gozar aquí y ahora de una existencia plena. Probablemente Emma se equivocó al identificar la plenitud con los líricos desbordamientos de la pasión, pero: ¿quién sabe de verdad qué es la plenitud?, ¿acaso no va esta siempre acompañada de la sensación de vivir al límite de las posibilidades? Ella no soñaba con ser Virginia Woolf o Simone de Beauvoir. Sus modelos eran Juana de Arco, María Estuardo o la bella Ferronière, mujeres que cogieron la vida por los cuernos y no simplemente hablaron de ello. Las novelas románticas la habituaron a soñar. Como dice su biógrafo, le gustaba el mar por las tempestades y el verde sólo salpicado entre ruinas. Porque le interesaba experimentar fuertes emociones, no perorar sobre ellas, jamás se vio a sí misma como una víctima, ni justificó sus acciones mediante el resentimiento. En rigor, lo hizo tan bien que ni siquiera fue Emma, este fue su disfraz, el sudario literario con que Flaubert amortajó su cadáver vestido de novia y enterrado en algún sitio reservado a los suicidas del cementerio de Ry, un pueblo normando que tiene pequeño hasta el nombre.

 

 

France, the picturesque city of Ry in Normandie

 

 

 

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