Los restos del Golem, la criatura de arcilla con forma humana fabricada por el rabino Judah Löw ben Bezabel en el siglo XVI combinando las letras del nombre de Dios, reposan bajo la techumbre gótica de la sinagoga Staronova de Praga, la más vieja en uso de Europa. Él mismo los depositó allí y luego selló a cal y canto la cámara para evitar males mayores. Se desconoce qué tipo de horribles temores le asaltaron para ser tan precavido, pero si alguien, tras romper criminalmente los sellos, accediera al interior de la cámara, es improbable que encuentre algo más que un montón de polvo. El misterio del Golem es místico, no físico, y guarda más relación con los ritos llevados a cabo para conferirle la vida que con los materiales empleados en su fabricación. De dichos ritos apenas se sabe otra cosa salvo que, en algún momento, debió proferirse e inscribirse sobre la frente de la criatura uno de los inefables nombres de Dios: emet, o sea, verdad.
Aunque a los judíos de Praga les gusta pensar que el Golem fue creado para defender el gueto de ataques antisemitas, Löw simplemente aspiraba a disponer de un sirviente que hiciera por él las tareas domésticas que le impedían consagrar todo su tiempo al estudio de la Torá y el Talmud. Tosco, desmañado, con aspecto de efigie antropomórfica esculpida por un artista inepto, la criatura estaba dotada de la capacidad de oír y comprender órdenes, pero no de hablar, una función que teóricamente no necesitaba pues bajo ningún pretexto podía salir de la residencia del amo. En su condición de siervo sin conciencia, carente de deseos corporales y, por tanto, desprovisto de iniciativa, su destino era trabajar incansablemente sin rechistar, igual que un robot.
Para no violar el sabbat, día de reposo de los judíos, el piadoso Löw tenía la precaución de borrar cada viernes al atardecer la primera letra de la palabra que había inscrito en la frente del Golem para darle vida. El resultado de la sustracción era el vocablo met, que significa en hebreo “muerte”. Con esta operación, similar al encendido y apagado de un aparato, la criatura quedaba inerte. Al concluir la jornada de fiesta, el rabino volvía a inscribir la letra y el Golem recobraba su febril actividad. Un viernes, sin embargo, olvidó hacerlo y, a la mañana siguiente, en el momento en que se disponía a iniciar la ceremonia del sabbat, varias personas se precipitaron espantadas en la sinagoga para comunicarle que su criado se había vuelto loco y estaba destruyendo todo lo que hallaba a su alrededor. Löw corrió a casa y, no sin esfuerzo, logró borrar la letra que daba vida al sirviente. El miedo le indujo a no volver a repetir la operación y a depositar el cuerpo de la criatura en la cámara alta de la sinagoga exhortando a las generaciones futuras a no volver a tocarlo.
Jakob Grimm afirma que el Golem –el que hizo Löw o cualquier otro creado mediante procedimientos equivalentes– tiene la particularidad, pese a no ingerir alimento, de engordar cada día y hacerse más grande y fuerte. Por ese motivo, sus dueños se ven obligados en algún momento a terminar con él de acuerdo con el método que ya conocemos. Un judío polaco que olvidó hacerlo lo dejó crecer tanto que cuando quiso reaccionar ya no estuvo en condiciones de encaramarse a su frente. La criatura fue convirtiéndose en una masa enorme que apenas cabía en el cuarto sin ventanas donde vivía. Entonces se le ocurrió pedirle que le desatara los cordones de las botas y cuando el Golem se agachó, borró la letra de la vida, con tan mala fortuna que la masa de arcilla cayó sobre él y lo sepultó causándole la muerte.
Gustav Meyrink y otros escritores han jugado a imaginar lo que sucedería si el Golem escapara al control de su creador, pero teóricamente se trata de un ser carente de iniciativa, cuyas funciones dependen completamente de la voluntad de aquel. El descuido del judío que murió aplastado no desató una voluntad previa y tampoco lo hizo el rabino Löw, a quien podemos acusar de haber olvidado dar las órdenes pertinentes al sirviente provocando su colapso. La catástrofe es siempre responsabilidad humana. El Golem no es una máquina que debido a un error de concepción o un desarrollo inesperado de sus propias facultades se rebela contra su artífice, sino un ser manso y estúpido. Se trata simplemente de un criado mudo que a nosotros nos recuerda, por su boba docilidad, a una máquina, pero que no fue concebido como tal, pues cuando fue ideado no había máquinas capaces de operar de esa forma, ni tampoco artífices que, emulando al Creador, asumieran el riesgo de hacerle la competencia.
A quien si se asemeja el engendro cabalista es al criado de Páncrates, un mago del que habla Luciano de Samosata en El amigo de las mentiras. Al parecer, cada vez que Páncrates necesitaba ayuda, cogía el palo de una escoba, lo vestía con alguna ropa corriente, una túnica, por ejemplo, y pronunciaba a continuación cierto conjuro que lo transformaba en un sirviente hacendoso. Luego, al concluir la labor para la que había sido concebido, repetía el conjuro y el palo tornaba a su aburrida condición original. Un discípulo del taumaturgo que escuchó las palabras mágicas aprovechó un día su ausencia para activar a la criatura y ordenarle que fuera a por agua a la fuente. Todo salió bien hasta que quiso romper el hechizo. No recordaba bien las palabras, o no las pronunciaba adecuadamente, y el palo, lejos de detenerse, continuó yendo y viniendo de la fuente a la casa derramando por el suelo el agua que portaba en el ánfora. Desesperado, el aprendiz de brujo cogió entonces un hacha y cortó el palo en dos, pero lo único que consiguió con esto fue duplicar su actividad. Al cabo de un rato llegó Páncrates y resolvió fácilmente el desaguisado. Luciano, precursor de la ciencia ficción (en su Historia verdadera imagina un viaje a la Luna), y gran fustigador de la mentira (también llamada ahora postverdad), no pretendía que nadie se tomara en serio esta historia. Su propósito era criticar la credulidad de la gente, pasto fácil de charlatanes y embaucadores, entre los que incluyó, en La muerte de Peregrino (filósofo amigo que se quemó a lo bonzo en las Olimpiadas del año 167 tras declamar su propia oración fúnebre), a Jesús de Nazaret.
Pero volvamos al Golem, de quien debe quedar ya muy claro que no es una máquina, sino un ser vivo, forjado con barro. En la antigüedad, este fue siempre la materia original de los organismos. Con barro y sangre de dioses hizo Marduk a la humanidad. Con barro y fuego, forjó Prometeo a los primeros hombres. Con barro y aliento creó Yahvéh a Adán. Análogamente, la muerte era concebida como una suerte de desmoronamiento provocado por el abandono del ingrediente celestial: sangre, calor, espíritu. Lo último que hace la persona que agoniza es, justamente, exhalar el aliento, que los judíos, pueblo del libro, identificaban con el espíritu y la palabra, materializada en la letra. “En el principio era el verbo”, dice el Evangelio de San Juan. Aliento, espíritu, palabra, aquello que falta al Golem, tan similar al hombre que antes de que nadie soñara con emular a Yahveh, el Talmud ya usaba la voz “golem” para designar la masa de tierra informe con la que fue hecho Adán. A esa masa insufló el Creador su espíritu y, con él, la palabra, dos cosas ajenas al poder técnico de los hombres que explica porqué las criaturas que este crea con su ingenio resultan tan mediocres comparados con él mismo.
Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Los productos humanos son, en cambio, simulacros. El Golem parece humano, pero sólo tiene de él su aspecto. Dotado de movimiento físico, carece de movimiento espiritual. Esta carencia se ve en todos los órdenes, incluido el sexual. Un rabino de Praga tranquilizaba a sus lectores explicándoles que el Golem no puede poseer poder generativo, ni instinto sexual, y que si lo tuviera ya habríamos oído hablar de ello, pues ninguna mujer podría renunciar a las amabilidades de una criatura tan servicial. La incapacidad de infundir alma a un cuerpo ha evitado tal cosa, aunque no ha impedido, todo lo contrario, el intento de producirla. El procedimiento, en la tradición judía, consistió siempre en buscar las letras que Dios usó como elementos constructivos de la creación y tratar de ordenarlas y pronunciarlas adecuadamente. Igual que Galileo creía que la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos y los llamados transhumanistas reducen la multiplicidad de los seres a algoritmos, los seguidores de la Cábala, la mística judía, pensaban que el mundo es un texto compuesto a partir de las veintidós letras del alfabeto. Cuanto existe, existe dentro del círculo del lenguaje, el verbo de Dios.
Que la lectura no ha alcanzado a descifrar el misterio de la creación se ve en que los artífices del Golem no han conseguido descubrir nunca las fórmulas que permitirían infundirle, además de la vida, el espíritu. Algunos, desesperados con su impotencia, no han dudado en dejar atrás la vía religiosa y ensayar otras opciones condenadas por los sacerdotes: magia, taumaturgia, técnica. Estas modalidades de la creación son variantes del poder que los descendientes de Adán tuvieron que ir desplegando al perder en el paraíso la capacidad de percibir el brillo divino que confiere sentido a todas las cosas. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, maldice Yahvéh. La historia de la Torre de Babel, que en el Génesis obra como un aviso contra quienes sueñan con recuperar por la fuerza la gloria divina, no sólo pone de relieve la desconfianza original del pueblo judío en la cooperación entre razas y pueblos, sino que previene del error de suponer que es posible suplir humanamente lo que falta cuando falta Dios. La labor colectiva acaso eleve a la especie humana y la acerque un poco al cielo, mas nunca lo bastante como para alcanzarlo.
El contraste entre el trabajo y la oración, entre la actividad dirigida a volver habitable la Tierra, y la esperanza en el Mesías, el mensajero que Dios envía para enseñar al hombre el camino de vuelta al paraíso, fue siempre fuente de tensión dentro del judaísmo. Detrás de cualquier iniciativa humana por mejorar su vida en el mundo se siente la inquietante presencia de Satán, personificación de la grieta que separa al ser humano del Creador. Desde el momento en que tentó a Eva para que tomara el fruto prohibido del árbol de la sabiduría, su voz nunca ha dejado de oírse. “Seréis como dioses”, susurra en el oído de la primera mujer. Satán anima al hombre a escapar del estado de inocencia. El problema es que lo que este halla luego no es la sabiduría, sino un sucedáneo suyo: la técnica. El paraíso, lleno de sentido bajo la esplendente luz de Dios, deviene mundo cuando Dios lo abandona. El mundo, sin embargo, no es algo cuyo sentido esté dado de antemano, sino que depende, para tenerlo, de la acción humana. Desempeñando el papel que antes desempeñaba Dios, los hombres se vieron así obligados a sostener en su recién aparecida conciencia una realidad que, precisamente por eso, tiende siempre a la fragmentación y al desmoronamiento.
Para los profetas del pueblo elegido, el problema no es que el hombre cree como Dios, sino que se olvide de él. Esto puede ocurrir de muchos modos. Uno es la idolatría. Otro la fe en la ciencia y la industria humanas. Un texto judío del siglo XIII compara la fe en las labores técnicas frente al estudio contemplativo de la naturaleza con la preferencia por las imitaciones en vez de los originales. La figura del Golem sería un ejemplo. Recuérdese que se trata de una imitación de Adán sobre cuya frente imprime el cabalista el nombre de Dios, YHVH, es decir, emet, o más precisamente, Elohim Emet,Dios es verdad. La supresión de la letra que mata a la criatura no implica solamente su muerte, también en cierto sentido la de Dios. Metafóricamente al menos, el poder del ser humano para crear desde la nada de su ingenio representa la muerte del Creador.
Lo peligroso del Golem, aquello que probablemente impulsó a Löw a ocultar sus restos en la sinagoga Staronova de Praga no es, pues, su naturaleza, sino su significado simbólico como traición y desafío. El Golem no es como Frankenstein, el monstruo imperfecto y resentido que escapa al control de su artífice; ni como un robot que transgrede los límites y se rebela contra quienes lo han concebido, al estilo de HAL 9000, la malvada computadora algorítmica de 2001: Una odisea en el espacio; mucho menos se trata de un ser venido a menos, una suerte de ángel caído a la estela de Lucifer, quien impugnó la Creación y al Creador mismo cuando se vio desplazado por la existencia otras criaturas inferiores. El Golem simplemente es un pedazo de materia al que se ha insuflado vida gracias al conocimiento del lenguaje secreto de la obra divina. El único verdadero peligro al que apunta su existencia es la posibilidad de que su fabricante, satisfecho con su hazaña, llegue a endiosarse y creer que no necesita a Dios, que puede suplantarlo. La historia del Golem que aplastó al amo resulta, en este sentido, ilustrativa y recuerda el caso, frecuente en la tradición romana, de la estatua de un personaje asesinado que se desploma casualmente sobre su asesino quitándole la vida.