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La última diva de la danza clásica

El autor reflexiona sobre la figura y la carrera artística de Alicia Alonso, que desde joven sufrió una ceguera que no tenía tratamiento.

Alicia, la eterna Alonso, nos ha engañado. Estoy seguro que se ha escondido detrás de la tumba de Giselle para reírse de todos nosotros cual cisne negro. Luego nos dirá: “…viviré 200 años”, se pondrá las zapatillas y bailará la suite de Carmen. Pero la realidad es otra, Alicia, la eterna Alonso, ha fallecido y no la veremos saludar en cada función del Ballet Nacional de Cuba (BNC) en sus giras por Europa. Tampoco llegará tarde a las ruedas de prensa improvisando un chiste caribeño para compensar la espera. No habrá otro trueno de aplausos… no está, se ha ido.

La Alonso fue la última diva de la danza clásica, lo hizo todo y nos dejó más. Nació veinte años después que emergiera el siglo pasado y con nueve, dicen que tarde, comenzó a tomar clases de ballet. Bebió toda la sapiencia de cuanto maestro tuvo a su lado. Hasta Broadway tuvo a sus pies, pero fue el entonces incipiente American Ballet Theatre quien la consagrara, allá por las décadas de los 40 y 50. Como no podía ser de otra manera, su gran éxito llegó con Giselle y por una sustitución de última hora. Cuentan que la gran Markova, otra Alicia, enfermó repentinamente y nadie quiso sustituirla. Pero allí estaba Alicia, la Alonso cubana, y un 2 de noviembre de 1943 se convirtió en Giselle. Mas no todo fue un rosal, o sí, pero con espinas. Alicia sufrió desde joven de una ceguera que no tenía tratamiento. Varias veces fue intervenida y la indicación médica estaba clara: debía dejar el ballet si quería conservar algo de visión… se negó y yo la pude ver bailar.

Una noche húmeda y caliente, como todas las noches en La Habana, el Gran Teatro García Lorca rebosaba de personalidades y balletómanos. Era su 50º cumpleaños como Giselle, la edad biológica poco importaba. El BNC bailaría algunas piezas románticas de poca relevancia y para el final, Alicia prometía una escena del segundo acto de Giselle. Todo transcurrió sin grandes aspavientos, llegó el momento esperado y la Alonso apareció en escena. La música se interpretó más lenta que de costumbre para sincronizarse con sus pasos de anciana. La escena terminó, el público aplaudió y se escucharon varios “bravos”, pero ella no se inmutó. Desde el foso continuaron los acordes que se identifican con los prolegómenos de lo que llamamos la batería o batterie que consiste en cruzar las piernas durante el periodo de suspensión de un salto. Los presentes contuvimos la respiración. “No es posible” pensé. Pero lo logró… aquella anciana, convertida en campesina danzarina, parecía desafiar a Newton y a todos los físicos que creemos en la gravedad. Fue entonces que el publicó se postró frente a un ser único, difícilmente repetible. Aquella noche, Alicia con siete décadas de vida flotó como si éter fuera.

Mucho se le ha criticado su aparente pasividad frente a la deriva del sistema comunista cubano, mil veces se le ha reprochado su mano dura con la compañía que formó y dirigió… otros artículos habría de escribir para especular lo que pudo hacer, pero no hizo. Hoy me quedo con lo logrado: una escuela de ballet clásico en el medio del desparpajo caribeño, un estilo reconocible, revisiones coreográficas con el centro en la mujer, pasos imposibles para el común de los mortales e interpretaciones que iban más allá de la simple danza. Alicia, la eterna Alonso, fue Carmen, Giselle, Odette y Odiluna vaquita y 32 fouettes.

En una ocasión, cuando bailaba con un famosísimo bailarín que protestaba por las constantes improvisaciones de Alicia durante el ensayo, ella le suplicó: “… déjeme bailar”. Y así se fue, bailando… siempre.

 

*** Eduardo López-Collazo es crítico de Danza

 

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