“Nadie defendería que la verdad o
la libertad de expresión pueden
florecer allí donde el dogma
aplasta todo pensamiento”.
Isaiah Berlin
La más reciente escalada de la dictadura contra la libertad de expresión tiene en sus formas un mensaje de fondo: en Nicaragua se vive bajo un régimen sin ley, un Estado de no-derecho que guía sus actuaciones por la voluntad y los caprichos de un grupo de personas sin frenos ni escrúpulos. Se vive bajo la más absoluta arbitrariedad, la última frontera antes de la barbarie.
El asalto al estudio de Esta Semana por parte de la Policía a plena luz del día es la mejor evidencia del uso de este poder arbitrario. Sin orden judicial ni más pretextos que la rabia ciega, los agentes uniformados llegaron a robar como cualquier banda organizada de ladrones que llevaba días vigilando su objetivo. Y como tal desvalijaron el local con el propósito de arrasar con todo lo encontrado tratando de impedir que hubiera testigos. Las únicas diferencias respecto a otros delincuentes fue el uso de la fuerza pública en contra de los periodistas que cubrían el atraco y la desfachatez de dejar un par de agentes armados resguardando el cajón saqueado.
Más aún. El hecho de entrar a robar a la vista de cualquiera significó un salto cualitativo en el descaro. Las veces anteriores habían cuidado un poco más las formas al cometer sus delitos con nocturnidad y sin más testigos que un guarda de seguridad. Pero esta vez no; querían dejar claro un mensaje más allá del gremio periodístico a toda a la sociedad: en Nicaragua manda la arbitrariedad; gobernantes que han cruzado todos los límites, los que alguna vez marcaron las leyes, la frontera entre la convivencia y la barbarie.
En este nivel de desgobierno nadie está a salvo porque todos están en la mira cuando los de arriba se rigen por el capricho y el estado de ánimo con que amaneció la tiranía. En este Estado de no-derecho no hay amigos ni enemigos, sólo cómplices (muchas veces temporales o circunstanciales) y traidores, una lógica que faculta a los primeros para arrebatar lo que se antoje a los segundos: bienes materiales (casas, empresas, fincas, carros, equipo de trabajo), valores (libertad, honra, respetabilidad) e incluso la vida con total impunidad, como se vio de manera clara en el asesinato de Jorge Rugama a manos de un fanático orteguista en La Trinidad, Estelí.
En la víspera de unas elecciones generales Nicaragua parece dar un paso más hacia el abismo. Justamente cuando el ejercicio de los derechos políticos debería estar en auge, la dictadura, al igual que los demás regímenes autoritarios electorales, ha recurrido a la coacción para restringir lo que se conoce como la libertad negativa, entendida como la ausencia de obstáculos que impiden la realización de los objetivos políticos de cualquier persona. Ello explica la aplicación de lo que Schedler denomina la jardinería institucional, un trabajo de poda para que las instituciones en vez de hacer florecer la libertad impidan el paso a otras opciones políticas que no sean de la conveniencia de los autócratas. Es lo que ha ocurrido con la aprobación de las leyes de la tiranía, con la cancelación de la personalidad jurídica del PRD, con la reclusión de algunos de los precandidatos a la presidencia y con el burdo montaje en contra de Cristiana Chamorro y demás periodistas.
La producción legislativa del último trimestre de 2020 fue a todas luces un intento de establecer un “Estado autoritario legal”, que mediante un conjunto de leyes concatenadas otorgara una fachada jurídica a las restricciones que vendrían en 2021, como si se tratara de legítimas reglas del juego adoptadas dentro de un Estado de derecho. Pero como las dictaduras nunca tienen suficiente poder, del intento legalista se pasó a las medidas arbitrarias para tratar de cerrar las brechas que todos los días abren las incertidumbres: la rapiña en CONFIDENCIAL a propósito de un complot en contra de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro y la persecución de otros periodistas.
Nada extraño en un país sin contrapesos estatales al poder absoluto del orteguismo, para quien el periodismo independiente es un actor molesto en los planes de consolidar la tiranía. Si la Asamblea Nacional cumpliera con su papel de controlar al Ejecutivo, si los tribunales fueran independientes y se apegaran a la ley, y si el organismo electoral fuese en realidad el cuarto poder y no el brazo ejecutor de las órdenes de El Carmen para excluir competidores, el periodismo quizás no fuese el único mecanismo de fiscalización con que cuenta la sociedad.
Esto es lo que nos estamos jugando como país. Si cae el periodismo independiente habrá muerto la posibilidad de expresar libremente las ideas aunque sigan existiendo -por un rato más- las redes sociales. Entonces se impondría el dogma que los déspotas difunden con pretensiones de verdad única.
Pero esto no ha ocurrido ni en los capítulos más oscuros de nuestros doscientos años de historia republicana. Aunque de momento la dictadura orteguista haga gala del “monopolio de la injusticia legítima” (Gellner), convirtiendo a las fuerzas del orden en una banda de ladrones, la población no parece dispuesta a concederle la obediencia que exige, ni el periodismo parece estar renunciando, a pesar de las arbitrariedades, al papel de último guardián en la frontera que separa la libertad de la barbarie.