Una cita con… Ricardo Bada: «La venganza del idioma»
Para América 2.1 es un honor y un placer invitarles a leer, en esta nueva sección de los miércoles titulada «Una cita con…» , dedicada a los ricos laberintos de la literatura, al maestro Ricardo Bada. Ricardo es de esas personas que enriquecen la vida de quienes tenemos el inmenso privilegio de llamarlo amigo. Un español universal, con tintes germánicos (ha vivido más de medio siglo en Alemania, especialmente en una ciudad de recuerdos muy gratos, como Colonia.) Escritor, traductor y periodista, nacido en Huelva, autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, 1981, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]). Columnista de El Espectador y de 1983 a 2003 corresponsal en Colonia/Alemania de HJCK/El Mundo en Bogotá. Ha sido (y en media docena de los casos sigue siéndolo) colaborador regular en Revista de Libros, Revista de Occidente, ABC, Cuadernos Hispanoamericanos y Vasos Comunicantes (España), Nexos y La Jornada (México), solo por citar algunos medios.
Ricardo Bada
Ricardo aborda un tema muy polémico, que afecta a todos y a todo: La traducción. ¿O es que acaso no hemos sufrido más de una vez los accidentes derivados de intentar montar un aparato, armar un equipo, o simplemente llenar un cuestionario burocrático, siguiendo un manual o documento escrito en una lengua que no es la nuestra, y ver que la traducción (algunas veces probablemente del chino) no tiene ni pies ni cabeza? Y quienes crecimos con la radio como instrumento fundamental para estar en contacto con la maravillosa música de los sesenta, con su alto componente en inglés, recordamos insensateces como estas dos traducciones del título de canciones de Los Beatles de parte de famosos locutores radiofónicos: «We can work it out» : podemos trabajarlo fuera. (Puede considerarse un ejemplo de traducción «literal»). O esta otra: «Paperback Writer»: El remitente. (En cambio, aquí nos encontramos un traductor que suple su ignorancia del inglés con una imaginación desaforada: el hombre dedujo que el «escritor de la parte de atrás de un papel» (!!!), de una carta digamos, es, sencillamente, quien la remite. Hubo una época en que uno escribía cartas y el correo funcionaba, ¿recuerdan?)
Por no decir de una generación de estudiantes de cualquier cosa que, puestos por un profesor a leer a Marx, (ya de por sí una escritura bastante ladrillesca y soporífera), eran corderos inocentes trasladados al sacrificio de una lectura incomprensible, ejecutados por unos traductores-verdugos sencillamente de pata de palo y loro en el hombro.
Cada vez que uno viaja al exterior, mientras mayor la distancia recorrida, mejores y mayores las posibilidades de encontrarse con instrucciones como se ofrecen en estos siguientes ejemplos:
Reconozcamos que en terrenos complejos, como el literario, las cosas se pueden poner muy salerosas. Leí alguna vez esta anécdota de Edith Grossman, conocida traductora de García Márquez y Vargas Llosa al inglés: preguntada por una traducción difícil, comentó que con la novela de Vargas Llosa “Lituma en los Andes” se había atascado en una palabra: “llamita”. Después de darse por vencida llamó a Vargas Llosa por teléfono y le confesó: “Mario, little flame makes no sense to me in this paragraph”. Vargas Llosa le aclaró: “Por supuesto Edith, se trata de un animal, una llama pequeña…”. Grossman desconocía la existencia de dicho mamífero del altiplano andino.
También vale la pena leer a Umberto Eco y sus experiencias con las traducciones de sus novelas (en especial «El Nombre de la Rosa,«) o recordar una divertida anécdota de Julio Cortázar (creo que solo Cortázar mostraba tanta paciencia y comprensión con sus traductores, al menos en este caso): su traductor al inglés cometió un error de tipeo, y tradujo “huevo frito” como “fired egg” en vez de “fried egg”. Cortázar notó el error, pero lo prefirió al original. De tal manera que en la versión en inglés del cuento el huevo quedó como “fired”.
Y es que, como Ricardo demuestra en su nota, el siempre diligente ejército de los malos traductores, destinados a penar por siempre en los infiernos, va muchas veces más allá del viejo dicho italiano: «traduttore, traditore.» Y luego de esta primera entrega, prometemos regresar pronto a tocar este escabroso e interesante tema de las traducciones.
Marcos Villasmil / América 2.1
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Ricardo Bada: «La venganza del idioma»
De la traducción no ya como traición sino como engaño, autoengaño,
distracción y hasta, puede decirse, ilusión perceptual
Cuando el calendario señala el mes de junio, uno puede tener la seguridad de que el día 26 Berlín festejará el aniversario de una de sus fechas míticas: la visita de John F. Kennedy en 1963, justo cinco meses antes de su muerte, y su discurso ante el ayuntamiento de Schöneberg, cerrado con una frase dicha en alemán, “Ich bin ein Berliner” (Soy un berlinés): frase que por un olvido freudiano de la gramática, es –desde entonces– una seña de identidad de la ciudad. Y si postulo el olvido freudiano de la gramática es porque al referirnos a nosotros mismos no decimos, por ejemplo: “soy un poblano”, sino lisa y llanamente: “soy poblano”. Sólo cuando predicamos algún añadido a la condición gentilicia es cuando solemos emplear el artículo, por ejemplo: “Soy un regiomontano que no se apellida De la Garza [y/o] exiliado en el Defe.”
Esto puede parecer una precisión bizantina, más bien propia del debate acerca del sexo de los ángeles, pero no lo es en el caso de la frase de Kennedy. Porque “ein Berliner” [=un berlinés] si no es dicho en tercera persona y refiriéndose de modo expreso a un individuo, designa muy otra cosa que una persona natural y/o vecina de la ciudad de Berlín. “Ein Berliner” es el nombre propio y archidefinitorio de un buñuelo dulce, casi esférico y azucarado, en cuyo interior el confitero insufla un grumo de mermelada. Y desde luego, en una pastelería, en un puesto de venta callejero, para pedirlo se hace preciso y obligatorio el empleo del artículo: “un” berlinés. La moraleja es que Kennedy, queriendo dejar a la posteridad una frase histórica, se autodefinió como un buñuelo de masa blanca y azucarada con relleno de mermelada. Nada más y nada menos. Porque los idiomas se vengan de quienes no los conocen. Y el alemán, en particular, es muy vengativo.
Pensando en ello no tengo más remedio que recordar aquel lejano día que leí un poema de Paul Celan fechado el 23 de diciembre de 1967, uno de cuyos versos dice, sencillamente: “Anhalter Trumm”.
Un verso conmovedor, luego sabrán por qué. Años después lo vi traducido al castellano de la siguiente manera: “autostopista ramal de cable”. Me quedé estupefacto, boquiabierto y patidifuso, como decían los cómics de mi infancia, mucho más al ver que el traductor añadía una larga nota a pie de página que reproduzco literalmente: “El término Anhalter significa autostopista, pero Celan juega con el significado del verbo anhalten (parar). El término Trumm pertenece al lenguaje de la minería. El ramal de cable es una parte de un transportador.” Así aclara (¿?) la nota a pie de página. Santo y bueno… si no fuese porque el verso original de Celan significa algo muy distinto; para decirlo más brutalmente, significa algo, lo que no es el caso con ese “autostopista ramal de cable”.
Al terminar la segunda guerra mundial, en Berlín, cerca de lo que era el Checkpoint Charlie, quedó una ruina [Trumm] conservada con mucho cariño por los berlineses, casi como un exvoto monumental: es una parte de la fachada principal de una estación de ferrocarriles, la Anhalter Bahnhof, la terminal de los trenes provenientes de Sajonia Anhalt, uno de los Estados alemanes. Y esa había sido la estación donde llegó a Berlín, la primera vez que Celan estuvo en la ciudad. Pero gracias al arte de birlibirloque del traductor, “Anhalter Trumm” [=la ruina de la estación de Anhalt] había pasado a convertirse en un “autostopista ramal de cable” (sea ello lo que fuere), y todos tan contentos…, con la posible excepción del pobre Celan, que aún deberá estar removiéndose en su tumba del cementerio de Thiais, en las afueras de París, en compañía de Severo Sarduy y Joseph Roth.
Otro trujamán, sin la más mínima noción de la historia reciente de Alemania, tradujo como “Magnanimidad” el título de un poema de Heinrich Böll, “Mutlangen”, titulado así por el nombre del pueblito cercano a Stuttgart donde se celebraron unas famosas sentadas contra el estacionamiento en el país de misiles con ojivas atómicas. Claro: de “Mut” [=valor, coraje] y “langen” [=largo, dilatado]. Y se debió quedar tan orgulloso el hombre. Exactamente igual que el gringo que tradujese San Luis Potosí como St. Louis Assyes.
Heinrich Böll, por cierto, es uno de los autores peor traducidos a nuestro idioma. En la primera versión que hubo al español de su bella y triste narración “Al terminar la guerra”, cuando el tren que trae de vuelta a los prisioneros entra en Alemania, se leía lo siguiente: “Octubre en el bajo [sic] Rin, las comitivas de la fiesta de san Martín, los hombres de Wech [sic], el carnaval de Brueghel, y, por todas partes, un olor intenso que, a veces, desaparecía”, siendo así que lo que Böll escribió es esto: “Oktober am Niederrhein, Martinszüge, Weckmänner, Breughelscher Karneval, und über-all roch es, auch wenn es nicht danach roch, nach Printen.”
La primera pregunta que un lector debe hacerse es quiénes serán esos “hombres de Wech” que le imprimen carácter al ambiente otoñal bajorrenano. La respuesta es que no hay tales, porque los Weckmänner son unos muñecos de pan dulce que se encuentran en todas las panaderías de la zona cuando llega la época: sus ojos suelen ser dos pasas, y algunos de ellos hacen como si fumasen de unas pipas no comestibles, la gran preocupación de las mamás que les compran Weckmänner a sus críos. Y la segunda pregunta tiene que ver con el “olor intenso que, a veces, desaparecía”. ¿Un olor a qué?, querrá saber el lector. Y la respuesta es que el traductor no logró encontrar en ningún diccionario la palabra “Printen”, la golosina típica de la región bajorrenana en esos meses: la más famosa variedad se hace en Aquisgrán (Aachen en alemán), y decir “Aachener Printen” en este país es algo así como decir “turrón de Jijona” en España.
Así pues, y resumiendo, la frase hubiera debido traducirse como sigue: “Octubre en el Bajo Rhin, procesiones de San Martín, pancitos en forma de muñecos, carnaval de Brueghel, y por todas partes, aunque no se oliera, el olor a pan de especias.” ¡Mi reino por un cruasán!
¡Y para qué hablar de lo que han hecho con Heine en español, incluso escudándose tras el ciego aval de Borges! En verdad, Heine no ha tenido mucha fortuna en nuestro idioma, descontando su rastreable influencia en las Rimas, de Bécquer. Pero su propio vino, casi siempre, al ser vertido en nuestros odres, se convirtió en vinagre durante el trasvase, y en un caso concreto, para más INRI, con el aval de un dizque gran amante de su obra.
En el prólogo a Alemania, cuento de invierno, y otras poesías, y después de dedicarle a su autor todas las loas posibles, Borges perpetra estas palabras: “En este libro, que tengo la alegría de prologar, oímos en castellano la voz de Heine. La empresa es ardua, ya que el alemán y el castellano son tan distintos. A priori se diría que es imposible. Mi amigo Alfredo Bauer lo ha logrado. Su traducción es fiel al sentido y fiel a la forma. No pensamos, al recorrerla, en las equivalencias que proponen los diccionarios, pensamos que ha surgido en castellano, directamente.”
Ay… las dos palabras claves de este prólogo son “mi amigo”. Porque ese juicio sobre la traducción de Alfredo Bauer es casi un insulto a Heine. Basta leer unos versos famosos del primer capítulo del libro (“Ein neues Lied, ein besseres Lied,/ O Freunde, will ich euch dichten:/ Wir wollen hier auf Erden schon Das Himmelreich errichten”) y con-trastarlos con la versión panegirizada por Borges: “Un canto nuevo, un canto mejor,/ cantaré con vuestro permiso./ Queremos aquí en la Tierra ya/ construir el paraíso.”
Hasta a Borges debería habérsele atragantado ese “permiso”, que es un vergonzoso ripio para rimar con “paraíso”. ¿Es posible que Borges haya tenido tan mal oído y pensara seriamente que así sonaría en nuestro idioma la poesía de Heine? Si uno echa por la borda todos los prejuicios en materia métrica, dadas las diferencias entre los dos idiomas, que hasta Borges reconoce como handicap, entonces podemos acercarnos casi con zoom al original: “A una canción nueva, una canción mejor,/ ¡oh amigos! le dedico mis desvelos./ Queremos ya aquí en la Tierra/ edificar el reino de los cielos.”
Igual pasa con otra famosa cuarteta de la emotiva “Despedida de París” con que se inicia el libro (“Ich sehne mich nach Tabaksqualm,/ Hofräten und Nachtwächtern,/ Nach Plattdeutsch, Schwarzbrot, Grobheit sogar,/ Nach blonden Predigerstöchtern”), que en la traducción tan elogiada por Borges suena poco más o menos como un inventario contable (“Anhelo el humo tabacal,/ centinelas, profesores,/ pan negro, rudeza, dialecto hamburgués,/ rubias hijas de predicadores”); aparte de ¿qué habrá querido decir eso de “anhelo el humo tabacal”, y por qué el Plattdeutsch (“bajo alemán”, por contraste con el Hochdeutsch “alemán alto”, o culto) se convierte en dialecto hamburgués? Y pensar que esa cuarteta también podría sonar, en alejandrinos, bastante más a Heine: “Añoro el aire denso del humo de cigarros,/ a los guardias nocturnos y doctos profesores,/ el dialecto y el pan negro, la grosería incluso,/ y a las rubias hijas de los predicadores.”
Al disponerme a pasar en limpio muchos de los apuntes que llevo hechos sobre este tema de la venganza del idioma, se me ocurrió además pensar en cuál es la primera palabra alemana que conocemos y aprendemos los extranjeros.
Suele darse por sentado que esa palabra es Kindergarten (pronunciado siempre a la inglesa: kindergarden) y que a lo largo de la existencia nos vamos aprovisionando de algunas otras resueltamente bélicas (búnker, pánzer, Blitzkrieg) o macabras (Gestapo, Führer) o políticas (Ostpolitik) o aparentemente políticas pero sólo futbolísticas: káiser. Pues el káiser por antonomasia no es un aristocrático Guillermo de mostachos enhiestos haciéndole competencia al pincho de su casco prusiano, sino el plebeyo Beckenbauer, un futbolista verdaderamente excepcional y cuyo talento para el balompié corre parejo con su discapacidad para la funesta manía de pensar. Lamento ser un aguafiestas pero, en contra de lo que se ha venido aceptando al respecto, creo que la primera palabra alemana que todos aprendemos, al menos en España, de una manera visual e inolvidable, es la palabra Apotheke.
Desde el día en que sabemos leer nos llama la atención encontrar esa palabra en los letreros de las farmacias de nuestras ciudades: esa palabra que tanto se aparta de sus equivalentes castellana, inglesa y francesa. Y sin necesidad de que nadie nos lo explique sabemos desde el vamos que Apotheke es alemana y significa farmacia. Lo que no deja de ser curioso si pensamos que la apoteca es el nombre original de la españolísima botica, que el boticario fue bautizado como apotecario, y que la etimología común de ambas palabras españolas y de la alemana es una latina, la cual a su vez, Corominas dixit!, procede del griego bizantino.
Ahora bien, el idioma de Goethe es una tentación para los juegos de palabras, y un alemán que sea experto en ellos reduce a la categoría de meros crucigramistas a la Santísima Trinidad laica compuesta en nuestra lengua por el cubano Guillermo Cabrera Infante, el español Julian Ríos y el venezolano Darío Lancini, el autor de Oír a Darío, que es el único libro íntegramente escrito en palindromos en castellano. Así no es extraño que en los gloriosos tiempos de la Revolución de mayo, allá por el año ’68, hiciera su aparición en Alemania, en la occidental –ça va sans dire!–, un tipo de taberna alternativa, izquierdosa, ecologista… y que se llamaba APO-THEKE: de APO, las siglas alemanas de “Ausser-Parlamentarische Opposition”, es decir, “oposición extraparlamentaria”, y Theke, que no significa otra cosa más esotérica que “mostrador”.
Aún quedan algunas de esas tabernas en Alemania, país tan conservador que se apega incluso a las reliquias de sus revoluciones. Desconfíen, los turistas que las vean, de esas Apotheke nostalgiosas del tiempo pasado y no siempre perdido: nadie les resolverá allí un problema de cefalea o de sinusitis, a no ser por la vía báquica… lo que tampoco está nada mal.