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La Vida de Nos: No saben que son desplazados internos

El sacerdote jesuita Alfredo Infante llegó a la parroquia La Vega de Caracas en 2014, luego de años de trabajar en zonas de conflicto. Allí comenzó a documentar casos de ejecuciones extrajudiciales y a atender a desplazados internos que lo abordaban en busca de ayuda. Tejió, con ayuda de la comunidad, una red de escuelas porque él, que también fue desplazado por la violencia alguna vez, entendió que la educación era clave para que los niños soñaran con otro mundo posible. 

—Padre Alfredo, ¿tendrá un momento? Me dijeron que viniera con usted. Quiero pedir ayuda, pero también que mantenga en secreto lo que le diré.

—Cuéntame, hija mía.

La mujer entró a la oficina del padre Alfredo, en La Vega, parroquia del suroeste de Caracas, ansiosa de conversar con él, un jesuita a quien no conocía. Cabizbaja, se sentó a su lado, y continuó.

—Me dijeron que usted podía contactar organizaciones para ayudarme: padre, mi hijo tiene hambre y mi sueldo no alcanza. No sé qué hacer.

—Hay varios comedores en las escuelas parroquiales. Solo debes darme tus datos para…

—…No quiero que la gente me vea ahora —lo interrumpió ella—. No puedo buscar trabajo.

Se le acercó al oído, como si fuera a confesar con susurros un pecado:

—Estoy escondiéndome de la policía, padre. Ellos me sacaron de mis tierras en los Valles del Tuy, mataron a mi esposo y me acosaron por un par de años… 

La mujer se alejó de nuevo, cruzándose de brazos y desviando la mirada.

—…Estoy acá en casa de una sobrina. Me quedaré allí por un tiempo y luego me iré a otro lado. No me importa que no pueda comer. Pero no quiero que mi hijo pase hambre, no quiero que falte a la escuela.

El padre Alfredo se quedó en silencio por unos segundos.

—Puedes utilizar los comedores sin problemas —dijo—. No hace falta explicar mucho. Como desplazada interna puedes y debes pedir…

—¿…Desplazada interna? ¿Qué es eso, padre?

Ese fue el primer caso de un desplazado interno forzado que el padre Alfredo Infante atendió en La Vega. Era noviembre de 2014 y las fuerzas policiales del Estado entraban a las veredas para perseguir a cualquiera que consideraran parte de una banda criminal o una amenaza. El padre Alfredo, que había llegado al barrio apenas un par de meses antes para documentar las ejecuciones extrajudiciales, comenzó a llevar el conteo de los muertos que dejaba el fuego cruzado constante entre la policía y las bandas (desde 2014 hasta 2021 serían más de 200 solo en la parte sur de La Vega).

Sensible, solidario y proactivo, antes de instalarse allí, ya daba misas en una de las parroquias de la comunidad. Por eso es que los vecinos se acercaban a él para contarle sus problemas: desde su dolor por la pérdida de un familiar a manos de la delincuencia o la policía, hasta la falta de comida para sus hijos.

 

Un día, ya viviendo en La Vega, el sacerdote, entonces de 51 años, invitó a los vecinos a ver la película La vida es bella para mostrarles que se podía cumplir sus metas en entornos conflictivos, que los niños podían buscar oportunidades, que era posible hacerse un buen camino en medio de la guerra.

Al terminar el largometraje ambientado en la Segunda Guerra Mundial, los vecinos lo abordaron con preguntas.

“¿Usted ha estado en una guerra?”.

Y él, con una leve sonrisa, dijo que sí.

Mucho se había movido el padre Alfredo antes de asentarse en La Vega.

Su papá, su mamá y sus cinco hermanos salieron de Barranquilla, de donde eran originarios todos, a otras ciudades de Colombia, porque los conflictos entre la guerrilla y las autoridades hacían muy complejo vivir allí. Más tarde, por eso mismo, migraron a Venezuela.

Cruzaron la frontera y se quedaron en Maracaibo. En 1975, cuando tenía 12 años, Alfredo lloraba bajo el cobijo de un limonero. No lloraba por estar lejos de casa, sino porque aún no contaba con cédula de identidad como extranjero, sin la cual no podía inscribirse para seguir sus estudios. Y él quería ir al liceo.

Su madre lo vio en el limonero y lo consoló con un abrazo.

—Yo misma voy a inscribirte —le dijo mientras salía de la casa, sin saber cómo iba a lograrlo—. Quédate acá rezando mientras tanto.

Un par de horas después, de vuelta a su casa, la mamá se acercó poco a poco a él, agitando un folio de papeles. El hijo corrió a abrazar a su madre. Esta vez lloraba de alegría mientras ella le decía que la subdirectora del colegio, que lo conocía y sabía que era buen estudiante, lo había inscrito de oyente para ese año escolar, y le había dicho: “Ningún niño debe perder su oportunidad”.

Desde ese día, Alfredo se convenció a sí mismo de la importancia de la educación. Nunca, ni siquiera en medio de balaceras, olvidaría aquella experiencia.

Alfredo Infante creció. Tempranamente sintió el llamado al sacerdocio y, apenas terminó el bachillerato, entró al seminario en Caracas: se ordenó en 1996. Por aquella época se enteró de que el Servicio Jesuita para Refugiados (SJR), que tenía poco tiempo de haberse formado, buscaba misioneros para atender zonas de conflicto en África.

El padre Alfredo se fue a Angola. Viajó de Caracas a Cazombo, en la provincia de Moxico, cerca de la frontera entre Angola y Zambia, donde se vivía una guerra civil de dos décadas. Cuando llegó, había cientos de angoleños reunidos en un asentamiento organizado por las Naciones Unidas: algunos escapaban para mantenerse a salvo (porque usaban a los civiles como contención y porque las guerrillas invadían sus tierras); otros regresaban a su país desde un campamento de refugiados de Zambia. Y otros no se habían movido por el terror.

 

 

A todos ellos el padre Alfredo les enseñó cómo construir una escuela desde cero.

Y allí, a lo largo de los años, junto a las comunidades, levantó 14 escuelas donde los propios refugiados daban clases. Mientras la guerra civil volvía y los militares buscaban a los niños para reclutarlos y mandarlos al conflicto, las escuelas eran un refugio para jóvenes.

Fue una red de apoyo reforzada por los sacerdotes hasta 1998, cuando las guerrillas invadieron la provincia de Moxico. El padre Alfredo movilizaba a los niños por la frontera entre Angola y Zambia, del campamento de Cazombo al de Megeba. Era su manera de asegurarse de que no los vistieran con botas militares y que pudieran seguir sus estudios.

 

 

Los años de servicio del padre Alfredo culminaron en 1999, cuando regresó a Venezuela. Pasó de las sabanas áridas a las tropicales para brindar ayuda humanitaria al movimiento de refugiados colombianos que cruzaban la frontera por el conflicto de su país natal. Con la experiencia que tuvo en África, cofundó el Servicio Jesuita a Refugiados de Venezuela para sistematizar la ayuda humanitaria a migrantes, desplazados y confinados por conflictos sociales o desastres ambientales. Sobre todo, a sus paisanos colombianos que se iban de su país y buscaban un refugio en Guasdualito, en el estado Apure, en los llanos venezolanos. El padre Alfredo vio una oportunidad de aplicar lo que aprendió en África: instaló alrededor de cuatro escuelas itinerantes en la frontera de Venezuela para atender a los niños colombianos. Era una época en la que el país tenía más personas entrando a sus fronteras que saliendo de ellas.

En 2012, el padre Alfredo se dedicó a atender exclusivamente Caracas. En ese año fue que empezó a frecuentar La Vega. Los sacerdotes de la zona lo llamaban para pedirle que diera misas allí y escuchara a la gente, porque sabían que él tenía experiencia atendiendo a feligreses en zonas de conflicto.

Los curas empezaban a ver un fenómeno que no habían registrado antes dentro de la ciudad: en uno de los barrios más grandes y densamente poblados de Caracas, en tanto aumentaban los enfrentamientos armados entre las bandas y los policías, los habitantes empezaban a irse del barrio para mantenerse a salvo (porque los policías usaban a la gente como contención y porque las bandas invadían sus tierras y reclutaban a los más jóvenes, algo parecido a lo que pasaba en Angola) y dejaban sus viviendas en alquiler o las vendían a precios bajos. Pero también había personas que llegaban de otras partes del país a vivir en el barrio, pese a su alto índice de violencia. ¿Por qué? Según le decían al padre, era porque en La Vega había disponibilidad de habitaciones o porque sus familiares y amistades, que estaban en el barrio, les ofrecían techo.

En 2013, cuando le dieron la oportunidad al padre Alfredo de atender la parte alta de La Vega, en la parroquia de Las Torres, una de las más afectadas por los enfrentamientos armados, no dudó en lo que tenía que hacer: quería tejer una red de escuelas.

 

 

El padre Alfredo fue directamente a una de las escuelas más antiguas de ese sector para hablar con los profesores de un colegio de Fe y Alegría. Le enseñó a cada profesor las características de una familia desplazada o con necesidades económicas, a cuáles instituciones debían ir en caso de que un niño interrumpiera su educación en medio del año escolar por conflictos armados, y cómo profesores y vecinos podían crear alianzas para mejorar su seguridad. Todo a través de actividades culturales y talleres de formación de derechos humanos.

De casa en casa, de parroquia en parroquia, el padre Alfredo fue hilvanando, durante dos años, a las comunidades de la parte sur del barrio con varias organizaciones no gubernamentales y a cinco escuelas católicas para consolidar la red educativa San Alberto Hurtado.

Poco a poco, el padre se volvió una referencia para la comunidad. Padres, niños y activistas se acercaban a él para compartir sus inquietudes o confesarse. Desde entonces, los atiende en su oficina o en el patio de algún colegio de Fe y Alegría de la zona.

 

 

Es un día de febrero de 2022 y el padre Alfredo está en su oficina.

—¿Me permite un momento? —le pregunta un profesor del Colegio Andy Aparicio que se asoma a la puerta—. Tengo a un chamo de 4to grado que tiene como dos semanas sin ir a clases.

El padre Alfredo invita al profesor a sentarse en los banquitos del patio.

—Hablando con los vecinos de los papás, me dijeron que la familia se fue porque hirieron al padre en un enfrentamiento en el sector de Las Torres. Se fueron a la Cota 905 sin aviso para no llamar la atención. ¿Qué hago, padre? No puedo raspar al muchacho. Los dos barrios son cercanos, pero no tanto para ir al colegio siempre.

—Si la familia regresa le decimos que el muchacho retoma las clases sin problemas. Si se acaba el año escolar y él no terminó en otro colegio, le diremos que tiene que empezar de nuevo el año. Lo importante es que no pierda la oportunidad.

El profesor, en silencio, agradeció al sacerdote y se dirigió a su salón de clases.

Una activista que esperaba a lo lejos se sentó entonces al lado del padre Alfredo y le comentó que una madre y su hijo llegaron al barrio pidiendo apoyo nutricional, psicológico y educativo para su hijo. Venían de Ocumare del Tuy escapando porque los guardias nacionales habían matado a todos los hombres de la familia paterna del chico. La familia vino a La Vega porque consiguieron un alquiler a bajo costo por lo alejado que es el barrio del centro de la ciudad; un lugar temporal por si acaso deben irse de nuevo, pero con la comodidad financiera de mantenerse a largo plazo.

Como si de un confesionario se tratara, la activista le pidió al padre que no revelara el nombre de la madre ni del niño. Ellos temían que los persiguieran. El niño lloraba apenas escuchaba una patrulla y la madre, de la angustia y el recelo, solo salía de la casa para buscar trabajo. 

Ambos consideraron un milagro que la madre hablara de su situación. El padre Alfredo le dijo a la activista que el chico podía empezar la escuela, que su madre debía traer sus documentos si los tenía. La activista le mencionó que le dieron el número de una ONG para que le brindaran apoyo psicológico y legal.

El sacerdote se alivió un poco al escuchar eso. Y la activista del SJR se despidió con un abrazo.

El padre Alfredo miró entonces hacia el patio del colegio y vio que otras personas estaban formando una fila para hablar con él. De la fila se le acercó rápidamente una mujer.

—Padre, veo que tiene mucha gente esperando. Mi prima me dijo que hablara con usted de mi situación. Iré al grano: me estoy quedando en casa de mi prima mientras busco dónde vivir acá, porque unos malandros invadieron mi hogar en Barlovento. Apenas traté de denunciar en la policía de Miranda, vi que alguno de ellos eran los mismos que me arrebataron mis tierras. Solo quiero que me diga dónde puedo llevar a mi hijo para que se adapte a la situación…

—Ya te paso los contactos de varias ONG. Les tienes que decir tu situación y que eres una desplazada interna. No te preocupes, ellos no le dirán a nadie por lo que estás pasando.

—Pero, padre, ¿qué es un desplazado interno? No entiendo.

Con paciencia, el padre Alfredo le explicó como si fuera una clase: que el término es un estatus que las Naciones Unidas creó hace años, pero que en Venezuela no se sabe casi nada; que no es la única acá, que en La Vega, desde hace unos cuatro años, la gente viene y se va a otros lados del país por la violencia armada, pero el Estado no les brinda atención; que puede buscar ayuda en las escuelas de La Vega. Y, sobre todo, que es valiente al hablar de su situación, y mientras más informada esté, mejor podrán ayudarla.

La mujer le dio las gracias y se fue. A los ojos del padre Alfredo se veía más tranquila, con un paso más lento que con el que vino. 

Texto: Joshua De Freitas

Fotografía: Jennifer Briceño y álbum familiar Padre Alfredo Infante

 

 

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