La ‘zombificación’ de los partidos políticos
El expresidente Donald Trump ha convertido al Partido Republicano en una especie de culto a su personalidad
El expresidente estadounidense y candidato presidencial republicano, Donald Trump, durante un acto partidario el 2 de marzo de 2024. Foto: EFE/Erik S. Lesser
Uno de los últimos actos de Ronna McDaniel como presidenta del Comité Nacional Republicano fue pedir a sus colegas que avalaran a las dos personas elegidas a dedo por Donald Trump para reemplazarla. Tras una ovación, McDaniel anunció que ni siquiera se molestaría en preguntar si había algún voto negativo. Fue un momento elocuente: procedimientos pensados para garantizar el funcionamiento democrático intrapartidario, reemplazados por una mera aclamación.
Trump no es el único líder populista de ultraderecha que consiguió someter un partido político a sus dictados. El secuestro de la maquinaria de un partido es un elemento recurrente entre populistas y aspirantes a autócratas, y la historia muestra que sus consecuencias para un sistema político democrático pueden ser nefastas. Al fin y al cabo, convertir un partido en autocracia es el primer paso obvio en el proceso de hacer lo mismo con el país.
Es verdad que la defensa de la democracia y del pluralismo dentro de los partidos políticos puede sonar a idealismo. Es común que debates interminables, agotadores y pedantes terminen con la “victoria” del segundón más elocuente del partido (o tal vez, de quien no tenga niños que cuidar al día siguiente). Además, la democracia interna (por ejemplo, las elecciones primarias en los Estados Unidos) puede ser estructuralmente favorable a los puristas ideológicos que prefieren a candidatos extremistas, o permitir el ascenso de personas para las que la política es una especie de pasatiempo y que dan más importancia al proceso que a los resultados.
Pero a menudo, el debate interno genera propuestas mejoradas. Como mínimo, los ganadores comprenderán mejor los argumentos contrarios y las pruebas en su respaldo; y también es más probable que respeten la legitimidad de los perdedores del debate. Puesto que se da por sentado que los miembros del mismo partido comparten un conjunto de principios políticos básicos, lo habitual es que sus diferencias se reduzcan al modo de interpretar esos principios y de implementar políticas basadas en ellos. Si los perdedores consideran que tuvieron oportunidad de expresarse, es más difícil que abandonen el partido.
Un político que respeta la oposición intrapartidaria legítima demuestra al hacerlo su compromiso con las reglas básicas del juego democrático. Una competencia interna reñida implica que los ganadores tendrán que seguir discutiendo con otros pesos pesados del partido, que a su vez pueden hacerles de contrapeso si se alejan demasiado de los compromisos centrales de la fuerza (y en particular, del compromiso con la democracia misma). La credibilidad de esos pesos pesados para los miembros del partido obliga a tomarlos en serio.
Pero Trump ha convertido al Partido Republicano en una especie de culto a su personalidad. A sus críticos se los marginó y se los insultó (y a menudo, se los amenazó con la violencia). En vez de tratar a Nikki Haley como una adversaria valedera, en lo que la teórica de la política Nancy Rosenblum denomina “rivalidad regulada” democrática, Trump le ha negado su lugar en el partido, llegando a decir de ella: “En esencia es una demócrata. Creo que debería pasarse al otro partido”. Lo mismo da que durante su presidencia Trump la haya designado como embajadora de los Estados Unidos ante Naciones Unidas.
Igual de elocuente es el hecho de que el Partido Republicano ya ni se moleste en ofrecer algo parecido a una plataforma de campaña. Antes de la elección de 2020, se limitó a repetir la plataforma de 2016 y jurar lealtad total a Trump. Un partido provisto de un programa real puede soportar una derrota electoral y limitarse a redoblar esfuerzos para convencer a más votantes la próxima vez. Eso le da un horizonte temporal mucho más largo, en vez de la perspectiva cortoplacista de una sola persona, en la que cada derrota parece existencial.
La respuesta de algunos políticos a este desafío es designar como sucesores a sus parientes, con lo que convierten el partido en una semidinastía, o en un emprendimiento político familiar. Es lo que hizo la familia Gandhi con el Partido del Congreso Nacional Indio (para perjuicio del partido y de la democracia india por igual). En Francia, Marine Le Pen lidera el partido de ultraderecha fundado por su padre; y Trump, por supuesto, acaba de entronizar a su nuera Lara Trump como copresidenta del CNR, lo que convierte al partido en una especie de empresa familiar.
Los líderes de un culto tienen sobre sus seguidores un grado de control que ni el político más carismático posee. Un partido funcional hubiera hallado el modo de detener a Trump y a sus fanáticos antes de la insurrección del 6 de enero de 2021. E incluso después, los republicanos podían mostrar coraje y cierto compromiso con los principios que profesan, haciéndole juicio político a Trump en febrero de 2021. Pero sólo han hablado en contra de Trump a puertas cerradas o tras abandonar la política. El resultado es que ahora el partido está dominado por un líder con instintos profundamente autoritarios y una incapacidad manifiesta para desempeñar la presidencia. En un sistema bipartidario como el estadounidense, uno de los dos partidos se está volcando contra la democracia misma.
Pero Trump no está solo. En cierto momento de su mandato, el expresidente brasileño Jair Bolsonaro se encontró sin ningún partido político detrás, y por consiguiente, sin controles a su poder de parte de políticos con ideas más o menos similares. Otros populistas de ultraderecha tienen partidos, pero los dirigen en forma sumamente autocrática. Algunos ejemplos incluyen al primer ministro húngaro Viktor Orbán, al primer ministro indio Narendra Modi y a Jarosław Kaczyński, que tenía tal grado de control sobre el partido polaco Ley y Justicia mientras éste estuvo en el poder que para dirigir el país apenas se molestó en tomar para sí un puesto en el Gobierno.
Una respuesta útil a este problema puede ser fortalecer la regulación de partidos. En los Países Bajos, el partido del populista de ultraderecha Geert Wilders tiene sólo dos miembros: Wilders y una fundación con un único miembro, que vaya casualidad, es el mismo Wilders. Este grado de control unipersonal (literal) no sería legal en la vecina Alemania, cuya Ley Básica afirma que la “organización interna (de los partidos) debe seguir los principios democráticos”.
Es verdad que la democracia intrapartidaria no es perfecta: puede convertirse en faccionalismo (que aleja a los votantes) o provocar debates improductivos o esotéricos que hacen que los partidos se parezcan a sectas. Pero la transformación del Partido Republicano en una herramienta autoritaria muestra por qué vale la pena correr el riesgo.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.