Laberintos / Armando Durán: Oslo sí, Oslo no
La semana pasada, tan pronto como Michelle Bachelet, Alta Comisionada de Naciones Humanas para los Derechos Humanos, dio por terminada su fugaz y controvertida visita a Venezuela, comenzó a circular en el país el rumor de que esta semana, en Oslo, o quizá en Barbados, los representantes del régimen y de la “oposición” celebrarían la tercera ronda de negociaciones de acuerdo con la llamada mediación noruega, a pesar de que para nadie es un secreto que desde hace 16 años ese mecanismo, esencial para el funcionamiento de la democracia, en Venezuela está marcado indeleblemente por el colaboracionismo de un sector de la oposición con el régimen. De ahí que Nicolás Maduro y su canciller, Jorge Arreaza, estimulados por el respaldo expreso que durante su visita le dio Bachelet al diálogo en Oslo, pusieran a rodar el rumor de que en efecto las negociaciones con la oposición “van a continuar.” A fin de cuentas, a estas alturas del proceso, en ello le va la vida al régimen chavista.
Este pasado martes, sin embargo, bajo el impacto demoledor de la muerte del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo, víctima de brutales torturas que han provocado la indignación de la comunidad internacional, Juan Guaidó ha dado lo que parece ser un vuelco decisivo a ese falso dilema entre cohabitación y ruptura que ha frenado el cambio político en Venezuela desde que los ex presidentes Jimmy Carter y César Gaviria le sirvieron a Hugo Chávez aquella Mesa de Negociación y Acuerdos de 2003 con la perversa consigna de que “o nos entendemos o nos matamos.” En el curso de las últimas semanas, Guaidó, bajo la presión de una Asamblea Nacional dominada por el sector mucho más comprometido con la cohabitación que con la ruptura, había logrado apaciguar al joven Presidente interno de Venezuela. Sobre todo desde el desafortunado desenlace de su llamado a la sublevación cívico-militar del pasado 30 de abril.
Ahora, ante el impacto universal del vil asesinato del capitán Acosta, Guaidó parece haber sentido que había llegado el momento de dejar atrás el desfallecimiento de su liderazgo y retomar su original discurso de ruptura. “No habrá”, declaró de manera clara y terminante a la prensa, “una nueva ronda de conversaciones” con el régimen mientras el tema a tratar no sea el cese de la usurpación. “Nunca lo haremos”, agregó, “con una dictadura y aquí nadie se chupa el dedo: sabemos que nos enfrentamos a una dictadura asesina.”
Desde el año 2003, algunos escribidores nos impusimos la tarea de desenmascarar la complicidad del sector “dialogante” de la oposición con Chávez primero y con Maduro después. Precisamente por denunciar esta sistemática componenda hemos sido acosados y perseguidos, no por el régimen, como era de esperar, sino por los dirigentes de esa supuesta oposición y de los medios de comunicación a su servicio. Inaudita conducta que perseguía el canalla propósito de silenciar a quienes tratábamos de poner en evidencia la maniobra de quienes a partir de entonces han estado mucho más atentos a las oportunidades burocráticas y materiales que les ofrecía la colaboración con el régimen, que a la necesidad política y existencial de los venezolanos por restaurar en Venezuela los valores de la democracia y del Estado de Derecho.
Este asfixiante entendimiento de las cúpulas de esos partidos y el régimen logró neutralizar los ímpetus de la sociedad civil desde la gran marcha ciudadana del 11 de abril de 2002, ferozmente sofocada en las calles de Caracas a sangre y fuego, hasta la aparición en escena de Juan Guaidó el 6 de enero de este convulso 2019, cuando al asumir ese día la Presidencia de la Asamblea Nacional le presentó a Venezuela y al mundo una hoja de ruta clara y no negociable: cese de la usurpación que encarna Maduro, gobierno de transición para restaurar la salud institucional de la República y elecciones al fin libres y transparentes para cambiar el rumbo del proceso político venezolano.
Los venezolanos y la comunidad internacional escucharon entusiasmados este mensaje y Guaidó, de la noche a la mañana, se convirtió en un auténtico fenómeno político. De manera muy especial el 23 de enero, cuando ante una inmensa multitud que lo aclamaba con fervor, se apartó de los influyentes diputados que intentaban neutralizarlo, asumió la responsabilidad de invocar el artículo 233 de la Constitución y se juramentó como presidente interino de Venezuela. A partir de este punto, y durante las semanas siguientes, las multitudes acompañaron a Guaidó en sus recorridos por toda Venezuela. Hasta que poco a poco, la rutina y la inacción comenzaron a erosionar la solidez de su liderazgo. Quizá por esta razón se embarcó en la aventura del 30 de abril y tal vez por esa misma y triste razón aquella terminó por debilitarlo ostensiblemente. Fue un momento crucial del proceso político venezolano, porque aquel paso en falso obligó a gobiernos aliados de Guaidó a moderar ostensiblemente su respaldo a Guaidó, lo cual le permitió a Maduro y compañía, con el apoyo de la siempre muy prudente Unión Europea, retomar la iniciativa.
La mediación noruega y las dos rondas de negociación celebrados en Oslo han sido el fruto amargo de ese cambio en la correlación de las fuerzas políticas de Venezuela. Guaidó, sin duda consciente del gradual pero indiscutible debilitamiento de su Presidencia interina, buscó refugio en la Asamblea Nacional pero a cambio tuvo que respaldar, aunque sin mucho ardor por supuesto, la resurrección del diálogo y la modificación a fondo de su hoja de ruta: en lugar de exigir el “cese de la usurpación” para dar paso a un gobierno de transición y por último celebrar elecciones verdaderamente democráticas y transparentes, ahora, y eso es lo que comenzó a negociarse en Oslo, la primera etapa de la hoja de ruta opositora pasó sigilosamente a ser la celebración de elecciones sin sacar previamente a Maduro del Palacio de Miraflores.
Guaidó trató de disimular lo mejor posible su cambio de posición, respaldo a este inesperado giro de 180 grados en la ruta emprendida en enero, pero no lo consiguió y al iniciarse en mayo la segunda ronda de negociaciones asumió sin complejos la responsabilidad de dirigir el diálogo de Oslo rumbo a esas hipotéticas y negociadas elecciones, con Maduro y él como principales contrincantes. Una decisión que atenuó aún más la calidad de su liderazgo. De ahí el carácter simplemente protocolar de su reunión con Bachelet, el hecho de que ella y los medios de comunicación que cubrieron su encuentro se limitaran a llamarlo “presidente de la Asamblea Nacional” y la nada insignificante gratificación que representó para Maduro sentir que su régimen comenzaba a gozar de buena salud y de futuro.
Esta realidad, sin embargo, ha tenido una existencia brevísima. Mientras Bachelet se reunía con Maduro, Arreaza, además de con Guaidó y una numerosa representación de familiares de víctimas de la represión oficial, los servicios de inteligencia del régimen “detectaban” una nueva conspiración en el seno de la Fuerza Armada Nacional y detenían a varios oficiales supuestamente comprometidos en un proyecto para asesinar a Maduro. Uno de esos oficiales capturados era el capitán de corbeta Acosta Arévalo, cuya muerte, según la autopsia, fue causada por “un edema cerebral severo, debido a insuficiencia respiratoria aguda, debida a rabdomiólisis” (descomposición del tejido muscular por compresión), y en este caso, además, “por politraumatismo generalizado.” Es decir, como consecuencia de haber sido sometido a brutales torturas físicas durante varios días.
Ante este vuelco inesperado de la crisis venezolana, la comunidad internacional, escandalizada, ha denunciado el crimen de inmediato. En este sentido vale la pena destacar la reacción de Josep Borrell, no solo porque es el ministro de Relaciones Exteriores de España, sino que el 3 de julio fue designado por los gobiernos de la Unión Europea para ser el jefe de sus relaciones diplomáticas. Según informó Borrell, había convocado a su despacho al embajador de Maduro en Madrid “para transmitirle la repulsa del Gobierno de España por el trágico fallecimiento del capitán de corbeta Carlos Acosta Arévalo, presuntamente debido a los malos tratos que le habrían sido infringidos mientras se encontraba bajo custodia de los cuerpos de seguridad venezolanos.”
En el marco de esta nueva realidad, Guaidó ha convocado a los venezolanos a marchar este viernes 5 de julio, 207 aniversario de la declaración de independencia de Venezuela hasta la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin) para expresar al régimen, a la Fuerza Armada Nacional y a la comunidad internacional la urgente necesidad de propiciar el inmediato el cese de la usurpación. Difícil pronosticar si con esta manifestación Guaidó demostrará haber recuperado plenamente el favor de las multitudes. Mucho más difícil prever los efectos de la protesta. Dos cosas sí quedan clara. Una, que la opción de las negociaciones iniciadas en Oslo han muerto a manos de los torturadores del capitán Acosta Arvelo. Dos, que de la respuesta que le dé este viernes la sociedad civil a Guaidó depende su suerte como líder de la oposición y en gran medida el porvenir definitivo del régimen y de Venezuela a muy corto plazo.