Laberintos: Colombia, la difícil paz
Guerrilleros colombianos en 1955
Estos días, al cumplirse 30 años de la toma y sangrienta recuperación del Palacio de Justicia tras un duro combate de 28 horas en el centro de Bogotá entre tropas del ejército colombiano y guerrilleros del movimiento M19, quizá el episodio más emblemático de la llamada Violencia en Colombia, y cuando aún no ha terminado de apagarse la esperanza de ponerle fin a un conflicto que se ha cobrado cientos de miles de víctimas a lo largo de sus 69 años de existencia, cabe preguntarse si Juan Manuel Santos y los jefes de las FARC están realmente a punto de hacer las paces que desde hace más de medio siglo desean agónicamente la inmensa mayoría de los colombianos.
A primera vista, parece que sí. Sobre todo desde el pasado 23 de septiembre, cuando en el Palacio de Convenciones de La Habana, Santos, y Rodrigo Londoño Echevarri, alias Timoleón Jímenez, alias Timochenko, Jefe del Estado Mayor Central de las FARC-Ejército del Pueblo desde la muerte en combate de Alfonso Cano en 2011, quien a su vez había sustituido a Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda, alias Tirofijo -fundador de las FARC en los años sesenta- tras su desaparición por muerte natural en el 2008, firmaron lo que puede ser un acuerdo de paz definitivo. El compromiso lo selló Raúl Castro, prácticamente obligando a Santos a estrechar la mano de Timochenko, gesto del presidente cubano sin duda acordado con el jefe guerrillero, y tomó por sorpresa a Santos, quien no pudo ocultar su malestar ante las cámaras de televisión que cubrían el histórico evento. Muy distinto al abrazo espontáneo que se dieron el entonces presidente Andrés Pastrana y Manuel Marulanda, el 2 de mayo de 1999, en San Vicente del Caguán, territorio bajo control de las FARC en el Caquetá, tras firmar un compromiso, que ninguno de los dos pudo honrar, de ponerle fin a la guerra.
Adentrarse de este modo inesperado en el reino de una paz tan difícil, y además concederle a Castro un invalorable papel como mediador en las negociaciones que se iniciaron hace tres años en la capital cubana y como garante de la paz futura, no es un hecho para nada intrascendente. Pero París siempre ha valido una misa, y en esta ocasión, poder anunciarle al mundo que las conversaciones del gobierno colombiano con las FARC-EP por fin están a punto de concluir exitosamente, bien merecía cualquier sacrificio. Incluso hacer concesiones mayores, como aceptar los términos de lo que en Colombia y en La Habana se conoce como “justicia transicional.” Es decir, la aceptación por ambas partes de lo que tendrá que hacer el Estado colombiano para restituirle sus derechos a las víctimas del conflicto sin que ello se convierta en un escollo insalvable.
Según lo convenido y firmado en La Habana, el Estado colombiano le otorgaría a los miembros de las FARC “la amnistía más amplia posible por delitos políticos y conexos”, excepto en los casos de “delitos de lesa humanidad, como el genocidio, crímenes de guerra, toma de rehenes, tortura, desplazamientos forzados y violencia sexual, entre otros.” Ahora bien, en el caso de que los acusados confiesen voluntariamente y de inmediato los delitos que pudieran haber cometido, recibirán penas de “restricción efectiva de su libertad por un período de entre 5 y 8 años, (pero) en condiciones especiales”, eufemismo que disimula el hecho de que esa pena no se cumplirá en prisión. Quienes en cambio reconozcan su culpa, pero tardíamente, también sufrirán penas máximas de 5 a 8 años, pero “en condiciones ordinarias”, o sea, en la cárcel. Por último, quienes no la admitan y prefieran ir a juicio, si resultaran culpables, serían condenados a penas de prisión de hasta por 20 años.
Este acuerdo no fue, sin embargo, el fin del debate sobre el punto más controversial de las negociaciones en La Habana. Son muchas las voces que se han alzado en su contra, muchas de las cuales exigen que los términos establecidos por los representantes del gobierno y la guerrilla sean sometidos a consulta popular. Y ahora, al recordar las FARC aquel lamentable episodio del Palacio de Justicia, sus portavoces han añadido nuevas condiciones para que la guerrilla abandone el camino de las armas y se transforme en un pacífico partido político. Según un despacho de la agencia de noticias EFE fechado en Bogotá el pasado 6 de noviembre, las FARC plantearon esa mañana que el Estado colombiano debe asignarle al autoproclamado Ejército del Pueblo, de manera directa, o sea, sin el requisito habitual de pasar por las urnas electorales, un número todavía indeterminado de curules en el Congreso Nacional, en las 32 asambleas legislativas departamentales y en los concejos municipales, “al menos por dos períodos.” Por otra parte, tal como hicieron Pablo Escobar y el cartel de Medellín en la década de los años ochenta al declararle al Gobierno colombiano una guerra sin cuartel para obligarlo a incluir en la constitución la prohibición de extraditar narcotraficantes colombianos a Estados Unidos, guerra que sembró el terror en Colombia y que incluyó financiar el asalto al Palacio de Justicia, las FARC también reclaman ahora “protección constitucional” para garantizar que ninguno de sus miembros pueda ser entregado jamás a la justicia estadounidense.
Mientras las FARC divulgaban sus nuevas pretensiones, en el restaurado Palacio de Justicia, para acatar la orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que dispuso a finales del año pasado que el Gobierno colombiano se disculpara públicamente por los excesos militares cometidos hace 30 años en el Palacio de Justicia, el presidente Santos pedía perdón a las víctimas de entonces, y añadía que lo hacía “de corazón.” Sin embargo, Belisario Betancur, el presidente que ordenó al ejército recuperar el Palacio de Justicia a sangre y fuego, no acompañó a Santos al acto en el Palacio de Justicia, como muchos esperaban, y se limitó a mandar una carta en la que asumía su responsabilidad. “Si errores cometí”, escribió, “pido perdón.” Nada más.
Ante esta realidad, de una complejidad mucho mayor de la que pretenden darle sus protagonistas, uno se pregunta si las disculpas, los perdones y los estrechones de manos más o menos protocolares de conveniencia bastan para sanar las heridas abiertas por una guerra que ha desangrado al país durante décadas. Todo permite suponer que no.
La violencia política en Colombia tiene sus muy viejas raíces sembradas en las zonas rurales de Colombia, cuando en 1946 liberales, conservadores, y en menor medida miembros del Partido Comunista, trataron de dilucidar a tiros sus diferencias, y de paso acorralar al gobierno con la creación de zonas autónomas, “repúblicas”, las llamaban, dentro de la geografía nacional. Muy poco después, a partir del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en abril de 1948, la violencia adquirió magnitudes inconmensurables. Para 1953, cuando el general Gustavo Rojas Pinilla derrocó al presidente conservador Laureano Gómez, la violencia ya había causado 135 mil muertes. Para ponerle fin a este conflicto desmesurado, nada más instalarse en el Palacio de Nariño, Rojas Pinilla decretó una amnistía general, pero a ella sólo se acogieron la mayoría de los guerrilleros liberales y conservadores. Los grupos comunistas, en cambio, rechazaron la oferta, y ante la feroz ofensiva militar desatada contra ellos por Rojas Pinilla, se replegaron hacia el sur del país bajo el mando de algunos comandantes guerrilleros, entre los cuales ya se destacaba Manuel Marulanda, quien en 1964 logró reunir a diversos y dispersos grupos guerrilleros en el llamado Bloque del Sur, cuyo fruto, dos años más tarde, fue la creación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Para esa fecha, el ejemplo de la revolución cubana ya había cautivado la imaginación de la juventud colombiana, sobre todo de los estudiantes, y al calor de esta ilusión se formó el Ejército de Liberación Nacional (ELN), al cual se incorporaría un cura carismático, Camilo Torres, sociólogo y profesor universitario, expulsado de la Iglesia Católica por sus muy radicales posiciones políticas. De este modo, tras el repliegue liberal y conservador de la lucha armada, el PCV quedó como único promotor de los grupos irregulares que se hacían fuerte en los departamentos del sur del país y conservaban su carácter de movimiento rural. El ELN, por su parte, se sumaría a la lucha armada organizando sus propias guerrillas, pero al mismo tiempo, y de acuerdo con el modelo del 26 de Julio de Fidel Castro en Cuba, también se ocupó de movilizar políticamente a la población de las zonas urbanas del país. Una convivencia difícil, a la que debemos añadir que si las FARC eran leales al Partido Comunista de Colombia y a Moscú, el ELN buscaba en Cuba su orientación ideológica y su apoyo material.
Un segundo y decisivo hecho que le permitió a las guerrillas campesinas de las FARC llegar a convertirse en una poderosa fuerza militar, con miles de soldados perfectamente entrenados y equipados para la guerra de guerrillas y para la guerra de posiciones, fue su asociación con los carteles de la droga desde finales de los años ochenta, cuando comenzaron a cobrar, a cambio de darle protección militar a sus laboratorios, un impuesto llamado el “gramaje”, de tantos dólares por gramo de cocaína o heroína producida y transportada en territorios controlados por las FARC.
A muy grandes rasgos, este es el problema que tuvo que asumir Juan Manuel Santos como prioridad en su agenda de gobierno. ¿Logrará de veras superar el desafío? ¿Conquistará finalmente la paz en la mesa de negociaciones, o correrá la misma suerte de Andrés Pastrana con sus diálogos de paz en San Vicente del Caguán? Al referirse a las dudas sobre si las disculpas y los perdones bastan para sepultar la vergüenza que aún marca al país desde 1946, y al recordar aquellos sucesos del 6 y 7 de noviembre de 1985, Diana Calderón, jefe de los informativos de Caracol Radio, nos advierte de que nada de eso sirve para cicatrizar esas heridas, y que ante esa realidad no le quedará a los colombianos más remedio que preguntarse si en verdad son capaces de no ser tan frágiles como lo han sido hasta ahora, y se pregunta “si la mafia, los corruptos, los excesos militares, la degradación de los que se levantan en nombre del pueblo son (realmente) fantasmas del pasado.” De esta duda se desprende el temor de que a pesar de los diálogos de La Habana y de la aplicación de una supuesta justicia que en definitiva no satisface la necesidad de hacer justicia y conocer la verdad, seguirán tan vivos y perturbadores como siempre.