Cultura y Artes

Laberintos: Cuba ya es otra

 

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   La visita de Barack Obama a La Habana apenas duró dos días. Fue suficiente. Durante esas horas excepcionales cumplió tres agendas complementarias: la política, en busca de acuerdos que permitan levantar el bloqueo y hacer respetar en la isla los derechos civiles de los ciudadanos; la del acercamiento amistoso a Raúl Castro para facilitar esos acuerdos eliminando casi 60 años de hostilidad feroz y recíprocos recelos; y la revolucionaria, para implantar en la conciencia de los cubanos la esperanza irreversible de un futuro democrático.

   La impresión de que por fin Cuba emprende el camino de grandes cambios se acentuó notablemente el viernes por la noche, ante la presencia emocionada y feliz de centenares de miles de cubanos, cuando las cuatro majestades diabólicas de los Rolling Stones sepultaron, con energía envidiable, los residuos que aún quedaban del feroz estalinismo fidelista de los años sesenta y setenta. Una resurrección, también irreversible, del rock and roll y de la modernidad cultural.

   ¿Podrá el gobierno de Raúl Castro, después de estas dos experiencias inauditas, impedir que a partir de esta semana Cuba sea otra? Francamente, creo que no.

 

Un video del concierto en La Habana de The Rolling Stones, ante medio millón de asistentes (arrancaron y concluyeron con canciones clásicas: «Jumpin’ Jack Flash» y «Satisfaction»):

 

  

La normalización de las relaciones diplomáticas

   Sin la menor duda, la conversación telefónica de Obama y Castro del 17 de diciembre de 2014, marcó un punto de quiebre en las relaciones entre La Habana y Washington, cuyo segundo y sorprendente capítulo tuvo lugar cuatro meses más tarde, cuando ambos gobernantes, en el marco de la Cumbre de las Américas que se celebraba en Panamá, sellaron la suerte futura de sus gobiernos con un fuerte apretón de manos y un torrente de sonrisas. Este viaje de Obama a Cuba en las postrimería de su segundo y último mandato presidencial ha sido la consecuencia espectacular de aquellos vientos que desde hace menos de año y medio vienen sorprendiendo a la comunidad internacional.

   Nadie sabe, sin embargo, cuáles serán y cuándo se harán visibles los frutos concretos de esta decisión de Obama y Castro, obligados a hacer las paces por el agotamiento sin remedio de un interminable conflicto de estrategias erradas. Dos cosas sí parecen seguras. Una, que ponerle fin a la guerra que se inició formalmente el 17 de marzo de 1960, cuando el entonces presidente Dwight D. Eisenhower firmó el Acta Ejecutiva que sus asesores titularon “Programa de acciones encubiertas contra el régimen de Castro”, y cuya más significativa consecuencia fue la debacle de bahía de Cochinos 13 meses después, no tiene vuelta atrás. La otra, que aunque bajo la hegemonía que aún ejercen Fidel y Raúl Castro hacen imposible alcanzar a corto plazo cambios políticos y económicos significativos, una vez que sus sucesores burocráticos, sin pasado épico y sin liderazgo suficiente, asuman a partir de 2018 el control del país, los frenos ideológicos que aún asfixian a la sociedad cubana caerán estrepitosamente, como ocurrió con el desmoronamiento del muro de Berlín y de la Unión Soviética.

   Mientras llega ese día en que Raúl Castro abandone sus cargos, los negociadores cubanos y estadounidenses continuarán su ardua tarea en tres áreas esenciales: el levantamiento progresivo del embargo comercial, agravado por la ley Helms-Burton, el alivio también lamentablemente gradual de los cepos que limitan cualquier expresión de disidencia y la eventual devolución del territorio cubano que la Armada de Estados Unidos ocupa en Guantánamo desde el fin de la guerra hispano-americana en 1898. Ninguno de estos objetivos se alcanzarán hasta entonces, pero la visita de Obama a La Habana pone de manifiesto que él y su homólogo cubano están seriamente comprometidos en el empeño común de preparar el terreno para que los cambios que vengan se produzcan sin mayores turbulencias, en un clima de paz y entendimiento.

Air Force One carrying U.S. President Barack Obama and his family flies over a neighborhood of Havana as it approaches the runway to land at Havana's international airport, March 20, 2016. REUTERS/Alberto Reyes - RTSBHYK

   Para eso ha servido este viaje histórico. Con la llamativa ayuda de ingredientes asombrosos, como ver el Air Force 1 volar a muy baja altura sobre los techos de La Habana, seguir por televisión la presencia de Obama el lunes por la mañana en la Plaza de la Revolución con la inmensa imagen de Ernesto Che Guevara que cubre la fachada del Ministerio de la Defensa como telón de fondo, escuchar en el Palacio de la Revolución a una banda militar cubana interpretar por primera vez en todos estos años las notas del himno nacional de Estados Unidos, la cena de gala con que en ese mismo recinto Castro homenajeó al visitante y la cordialidad que ambos gobernantes exhibieron el martes por la tarde en el estadio Latinoamericano con motivo del juego de pelota que escenificaron el equipo de Tampa Bay y la selección nacional cubana. Un toque de camaradería imprevista que le imprimió a los habituales rigores del protocolo un aire de familia bien avenida que, si bien debe de haber molestado a los sectores más intransigentes de Cuba y Estados Unidos, transmiten un claro mensaje: Obama y Castro ya no deben ser vistos como enemigos irreconciliables, sino como compañeros de un equipo resuelto a enterrar el pasado y franquear todos los trámites, por difíciles y complejos que sean, para acelerar el proceso de normalización de la vida política y económica en Cuba y de las relaciones entre ambas naciones.

   Hacia la democratización de Cuba

   La otra agenda, la más importante para Obama y la más complicada para Castro, desconcertado y errático a la hora de enfrentar situaciones desconocidas para él hasta ese momento, como la rueda de prensa después de su reunión formal con Obama el mediodía del lunes, demuestra la intención del presidente de Estados Unidos de promover la democratización política de Cuba, pero sin insinuar siquiera que se trata de una imposición del “imperio.” En el desarrollo de esta estrategia, Obama sostuvo dos reuniones de gran trascendencia. Por una parte, su encuentro con un numeroso grupo de jóvenes “emprendedores” cubanos, trabajadores por cuenta propia y pequeños comerciantes, sin duda seleccionados por el régimen, pero a quienes de todos modos ofreció el apoyo de Estados Unidos para el desarrollo de sus iniciativas. Por otra parte, su reunión, absolutamente política, con las personalidades más visibles de la disidencia cubana, estos sí seleccionados por la Embajada de Estados Unidos, a quienes escuchó con atención y a quienes reconoció el valor de expresar sus desacuerdos con las políticas del gobierno a pesar de sus constantes y violentas acciones represivas.

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   Otro aspecto de esta agenda fue su decisión de romper el protocolo y acercarse, todas las veces que pudo, a los ciudadanos de a pie, en la plaza de la Catedral la noche del domingo, por ejemplo, y poco después en las calles de La Habana vieja, donde cenó en el paladar San Cristóbal y fue aclamado por los vecinos que ciertamente no podían creer que el presidente de Estados Unidos, el enemigo malo de la revolución cubana durante casi 60 años, se paseara por el vecindario como si tal cosa. En el marco de esta agenda debe incluirse su asistencia al juego de pelota entre los Tampa Bay de las Grandes Ligas y la selección nacional de Cuba.

   Pero el evento de mayor significación revolucionaria tuvo lugar en el antiguo Teatro Nacional, donde ante un público también seleccionado cuidadosamente por el gobierno, y ante ese gobierno en pleno, incluyendo a Castro, pronunció un discurso que fue transmitido por radio y televisión, cuyo tema central fue destacar, por primera vez desde el triunfo de la revolución en 1959, los valores de la democracia liberal y del respeto a los derechos humanos. Punto culminante de su discurso fue, tras reconocer el derecho de los cubanos a decidir por su cuenta el rumbo futuro de sus pasos, el impactante llamamiento que le hizo al propio Castro. “Señor Presidente”, le sugirió sonriente, “no debe temerle a las voces del pueblo cubano.”

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   Por supuesto, este discurso no le hizo la menor gracia a Castro ni a la cúpula gobernante cubana. En su edición del miércoles, el diario Granma publicó una extensa y detallada reseña de las palabras de Obama, pero excluyó por completo su mensaje sobre la democracia como sistema político ideal y su exhortación a respetar los derechos del hombre. Tampoco mencionó el llamado de Obama a Castro ni su afirmación de que es el pueblo cubano quien “debe realizar los cambios” por venir. Y se llegó a más. Como denunció Yoani Sánchez en un tuit publicado el miércoles, “la prensa oficial ha lanzado una campaña de críticas contra Obama tras su partida… debe haberle dolido mucho su discurso.”

   Y, en efecto, tanto le dolió, que en su edición del jueves, el diario Granma publicó un larguísimo artículo firmado por Darío Machado Rodríguez, titulado “¿Obama ‘el bueno’”, en el que, entre otras perlas, se lee lo siguiente:

   “Fue evidente que Obama no quiere colaborar con Cuba, sino con aquella parte de nuestra sociedad a la que supone mejores condiciones para los intereses estratégicos que representa… Quiso seducir a la juventud, estimular en ella el egoísmo y el afán de mejoramiento individual presentando el crecimiento capitalista como la panacea universal… Obama es un político a quien hay que reconocerle carisma, dominio escénico, sentido de la oportunidad mediática, habilidad comunicacional, probablemente el mejor y más capaz para enmascarar los objetivos estratégicos del imperialismo americano hacia Cuba y hacia América Latina y el Caribe.”

   Posición ideológica tan anacrónica, que en realidad revela el peligro cierto que representa para el sector más reaccionario de la nomenclatura cubana el contacto de la población con el mundo exterior. Sobre todo en estos momentos, cuando Cuba debe afrontar el desafío de una renovación generacional de su cúpula gobernante dentro de dos años. Y hacerlo cuando el acercamiento a Estados Unidos encuentra en el alma cubana, sometida a los suplicios de sobrevivir a la falta de libertades y a las dificultades de la vida cotidiana, un terreno más que propicio para que crezca rápida y vigorosamente la convicción de que renovar a fondo un sistema anclado en experiencias antiguas, crueles y desde todo punto de vista inútiles, es una necesidad que exige una solución urgente, perfectamente posible en las circunstancias actuales.  

   La resurrección oficial del rock

   En el marco de esta contradicción insalvable entre quienes sueñan con otra Cuba y la resistencia a ese cambio de unos pocos ancianos que aún se aferran desesperadamente al recuerdo heroico de la Sierra Maestra, referencia que ya nada les dice a la inmensa mayoría de los cubanos, la noche del viernes se produjo, con décadas de retraso, ante miles y miles de cubanos de todas las edades que al fin se sintieron libres de torpes ataduras, la resurrección del rock and roll. Un hecho sin duda inolvidable. Más inolvidable aún porque la responsabilidad de hacerlo realidad le correspondió, nada más y nada menos, que a las cuatro majestades diabólicas de los Rolling Stones, septuagenarios arrugados por los años y los excesos, con nietos y hasta con un biznieto, pero también y para siempre jóvenes eternos y revolucionarios de la libertad a carta cabal.

   Durante dos horas y media, desde el inmenso escenario instalado en los terrenos de la Ciudad Deportiva, en la confluencia de la avenida de Rancho Boyeros y la Vía Blanca, el mítico grupo británico le hizo ver al país lo que se habían perdido desde que Fidel Castro, desde la escalinata de la Universidad de La Habana, el 13 de marzo de 1963, sexto aniversario del asalto al Palacio Presidencial, condenó la modernidad musical del momento, es decir, al rock and roll, a Elvis Presley, a los Beatles y por supuesto a estos irreverentes Rolling Stones, al fuego eterno del infierno estalinista. El despliegue tecnológico, desconocido hasta este instante en Cuba, intensificó la sensación de que a partir de ahora, tal como en agosto de 1969 hizo el Woodstock Musical and Art Fair, auténtico estallido de la revolución contracultural norteamericana y de firme rechazo a la guerra de Vietnam, le será imposible al régimen conservar la asfixiante estructura del sistema político y social cubano. Después de Woodstock, Estados Unidos dejó de ser lo que era y uno tiene razones y emociones para pensar que después de la visita de Obama -cuyo final perfecto ha sido este concierto de los Rolling Stones, símbolo imborrable del cambio por venir en Cuba que nada ni nadie está en condiciones de impedir- la revolución, lo que se dice la revolución según Fidel Castro, ya ha comenzado a dejar de ser.

   Como señalaba Wendy Guerra en un hermoso texto publicado el sábado en el diario español El País, la presencia de los Rolling Stones en La Habana “nos dejaron ser y estar, llorar, desmallarnos, bailar y gritar hasta la saciedad, sobre todo responderle a Mick Jagger cuando nos preguntó si realmente esto estaba cambiando… No lo sé, mañana será otro día. Hoy bailé libremente, y aunque no soy roquera, le presté mi cuerpo a mi madre, la dejé entrar en mí para que bailara conmigo, reencarnara y gozara en nombre de todos los que no resistieron, en nombre de los mártires cubanos de la música.”

Y también, podría haber añadido, de los mártires cubanos de casi 60 años de revolución absolutista y unidimensional.

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