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Laberintos: ¿Desaparece la clase media?

 

1322053090_extra_big    En vísperas de iniciarse el primero de febrero en Iowa el ciclo de los caucus y primarias demócratas y republicanas que conducirán en noviembre a la elección del sucesor de Barack Obama, el enviado del diario español El País, Marc Bassets, al referirse al clima espiritual dominante estos días en la sociedad estadounidense, advierte desde Des Moines que si bien Donald Trump y Bernie Sanders, aspirantes a ser los candidatos presidenciales de sus respectivos partidos, no se parecen para nada en términos de ideología y talante, “ambos recogen el enfado del electorado con el establishment, llámese Wall Street, Washington, medios de comunicación o  aparatchiks de los partidos, y la indignación con el statu quo de la recuperación económica que, en cifras, es excepcional (tasa de paro cercano al pleno empleo, crecimiento sostenido, déficit bajo control), pero que en la clase trabajadora no han notado.”

   Esta realidad se pone claramente de manifiesto en un reciente estudio de opinión realizado por la revista Esquire y la cadena de televisión NBC, según el cual “el número de hogares estadounidenses de altos y bajos ingresos supera ya al de ingresos medios, signos de una sociedad más desigual en la que la clase media se reduce.” Idéntica situación a la que señala otro estudio, en este caso del Pew Research Center, citado por Bassets en su análisis, que incluye la inquietante información de que los estadounidenses “nacidos después de 1980 se enfrentan al desafío de vivir peor que sus padres.”

   Estas circunstancias lo obligan a uno a preguntarse si acaso estamos presenciando el dramático fin del gran sueño americano. Un temor que agita y corroe las bases de la sociedad norteamericana y que también se adueña ahora del ánimo insatisfecho de Europa, donde nadie sabe a ciencia cierta cuál será el destino final de aquel empeño regional por construir un estado de bienestar social como puntal imprescindible de la casi mágica recuperación de las devastaciones ocasionadas por la II Guerra Mundial. Desde esta perspectiva, también cabe preguntarse si las sociedades más desarrolladas del planeta están llegando a un punto al parecer irreversible de fracasos políticos sin remedio aparente y descrédito general de sus dirigentes y de los gobiernos que ellos gestionan, con independencia de sus tendencias ideológicas y sus capacidades personales. Es decir, si en estos momentos en realidad se encuentran en un callejón sin salida. Lo que por el momento sí podría sostenerse es que el rechazo de vastos sectores de la población europea, como por ejemplo el rechazo radical a la presencia de inmigrantes pobres en sus regiones económicamente más desarrolladas, no se diferencia mucho de la postura frente a esa realidad de las migraciones que mayor popularidad le han proporcionado a Donald Trump y que a pesar de, o gracias a ella, hace que sea percibido como el hombre del momento por vastas mayorías de ciudadanos que lo ven, muy favorablemente, como la reencarnación de los peores sentimientos racistas y violentos de un pasado que se creía sepultado en el olvido para siempre.

   En América Latina, asolada a los largo del siglo XIX y buena parte del XX por anacrónicos caudillos militares, dictaduras impresentables y dirigentes políticos corruptos, el único sueño que alimentó la vida política en América Latina era la conquista de la democracia como materialización de una esperanza colectiva que no se hizo realidad sostenible hasta la década de los años ochenta, con el fin de las dictaduras de corte ideológico que dominaban el escenario político de Brasil, Chile, Argentina y Uruguay. El problema fue que para hacer realidad ese sueño tuvo que pagar la región el elevado precio que significaba la ciega adopción de medidas económicas neoliberales propiciadas al alimón por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Una decisión quizá inevitable de muchas naciones para no verse de nuevo arrojadas al infierno de implacables dictaduras, pero no por ello menos contraproducente. Y así, casi milagrosamente, la apertura política soñada pero sin contenido social, tuvo consecuencias tan indeseables como el triunfo electoral de Hugo Chávez en las elecciones venezolanas celebradas en diciembre de 1998, la súbita resurrección del proyecto cubano de expansión revolucionaria a lo largo y ancho de la geografía latinoamericana y la aparición de gobiernos populistas aliados del eje La Habana-Caracas, como Argentina, Brasil, Uruguay, Bolivia, Ecuador y Nicaragua.

   Salvando las diferencias estructurales que ocasionan las crisis políticas y culturales actuales en Estados Unidos y Europa, la indignación latinoamericana, más que una expresión de carácter ideológico, reflejaba el rechazo colectivo a sus gobernantes de turno. Reacción que en Brasil ha colocado a Dilma Rousseff a un paso de la defenestración, que ha determinado el fin del kirchnerismo en Argentina, que ha obligado a Rafael Correa a renunciar a una nueva reelección en Ecuador, que hace muy difícil que Evo Morales gane en febrero el referéndum que le permita ser candidato a reelegirse una vez más y que en Venezuela ha causado la derrota aplastante del chavismo en las elecciones del 6 de diciembre y la casi certeza de que Nicolás Maduro se verá forzado, democrática, constitucional y pacíficamente, a abandonar este año, de manera anticipada, la presidencia de la República.

   No es nada fácil ensayar una respuesta convincente a estas cuestiones. Eso sí, dos escenarios prometen ayudarnos a esclarecer el acertijo. Uno es Argentina, donde el triunfo electoral de Mauricio Macri ya está produciendo los cambios prometidos durante su campaña electoral y pronto los argentinos comenzarán a pronunciarse a favor y en contra. El otro es Venezuela, donde tras 17 años de gobierno chavista, todos los sectores de la oposición política, agrupados en la llamada Mesa de la Unidad Democrática, ganaron electoralmente una mayoría suficiente de escaños parlamentarios para desafiar desde la Asamblea Nacional el poder político, hasta ahora hegemónico, ejercido por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Un proceso cuyo desenlace depende del extremo a que esté dispuesto a llegar Nicolás Maduro para resistirse a aceptar las condiciones que le impone su derrota electoral de diciembre.

   Estos decisivos triunfos opositores, cimentados en la urgente necesidad de cambios que exigían y siguen exigiendo sus ciudadanos, contribuirán sin duda a dibujar el mapa del porvenir regional. De la misma manera que las elecciones primarias en Estados Unidos y la elección presidencial de noviembre fijarán el rumbo de los cambios que en una u otra dirección emprenderá el país a partir de enero. ¿Logrará esa nueva ruta darle a los norteamericanos jóvenes y de clase media alguna certeza sobre el futuro de la nación y de ellos mismos, o el pesimismo seguirá precipitándola hacia las profundidades de un oscuro abismo? Lo mismo podría decirse de Europa, sobre todo en España, donde la crisis también ha desmantelado las organizaciones políticas tradicionales, le ha arrebatado a los españoles puntos de apoyo conocidos y crea en el resto de Europa el temor de que esa peligrosa incertidumbre pueda extenderse y poner en peligro lo que la región ha conquistado a lo largo de los años. Como si el bienestar alcanzado fuera a su vez el germen de sus males presentes y por venir.

   Frente a las encrucijadas que retan la imaginación de norteamericanos y europeos, América Latina se enfrenta a su crisis con una ventaja. Poco, en algunos casos, muy poco tiene la región que perder. Todo lo nuestro es tan relativamente nuevo, nuestra situación colectiva e individual es tan mala y estamos tan cerca de tocar fondo, que los cambios que se avistan en el horizonte regional sólo pueden ser para mejorarlo todo. Aunque sólo sea temporalmente, y a pesar de que la provisionalidad de la vida latinoamericana sea una de nuestras peores debilidades. Una realidad que a pesar del pesimismo que genera, también nos permite creer que los efectos materiales de los cambios políticos que comienzan a producirse y percibirse en la región, a la fuerza, arrojarán efectos positivos. Precisamente, porque la especificidad de esta naturaleza variable de la realidad latinoamericana facilita cambios inimaginables en otros espacios culturales más viejos y los hace juvenilmente inevitables. A pesar de todos los vientos y todas las mareas.  

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