Laberintos: El Imperio de la corrupción
Un cable de la agencia EFE fechado en Brasilia nos informa que el procurador del Ministerio Público de Cuentas de Brasil, Julio Marcelo de Oliveira, sostiene que el gobierno de Dilma Rousseff presenta “una multiplicidad de conductas irregulares en el manejo de las cuentas públicas.”
Esta es, por ahora, la mejor explicación para entender la crisis que agobia a los brasileños y la última noticia de la crisis política y ética que estremece al país desde que se destapó el escándalo Petrobras. Según resume Verónica Goyzueta este fin de semana en el diario español ABC, la esencia de esta trama de corrupción ha sido esa gigantesca empresa estatal, que “sirvió a políticos de todos los partidos, a empleados de la empresa, a banqueros y a ejecutivos de las principales constructoras locales, que se beneficiaron con negocios en el país, en América Latina y África, donde tenían contratos de cerca de 23 mil millones de dólares con Petrobras. Las constructoras eran, a su vez, los mayores donantes a las campañas políticas.”
Nada de esto se presumía cuando Dilma Rousseff, estrecha colaboradora de Luiz Inácio Lula da Silva durante sus dos presidencias, con 56 por ciento de los votos, se alzó con la victoria en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2010. Rousseff continuó desarrollando la política contra la pobreza iniciada por su mentor y fue reelecta en la primera vuelta de las elecciones del pasado mes de marzo con 51 por ciento de los votos, tres puntos más que su principal contendor, el social demócrata de orientación liberal Aécio Neves.
A partir de las denuncias y el encarcelamiento de dirigentes importantes del Partido de los Trabajadores y empresarios de la talla de Marcelo Odebrecht, presidente de la constructora que lleva su nombre y amigo íntimo de Lula da Silva, quien aprovechó la oportunidad de acompañarlo en la mayoría de sus viajes por el mundo como presidente de Brasil para cerrar jugosos contratos internacionales, ese apoyo popular comenzó a volatizarse vertiginosamente. A mediados de mayo, por ejemplo, las encuestas ya registraban que sólo 35 por ciento de los brasileños aprobaban la gestión de Rousseff, bajísimo nivel sólo comparable con el del presidente Fernando Collor de Melo, en vísperas de que el Congreso lo destituyera por corrupto en 1992. Desde mayo, ese desalentador rechazo de 65 por ciento de los brasileños se ha agrandado aún más. Según las últimas encuestas, sólo entre 7 y 9 por ciento de los brasileños apoyan en este momento a la presidenta. Los gritos de “Fuera Dilma” la persiguen estos días adonde quiera que vaya.
Por esta penosa razón, Rousseff, quien vive prácticamente encerrada en su despacho, ha terminado por arrastrar en su caída al propio Lula da Silva. En estas últimas encuestas Lula ha visto reducirse su popularidad de antaño a un pobre 25 por ciento, por detrás de Aécio Neves, su posible rival en las próximas elecciones presidenciales si finalmente las circunstancias le permiten volver a presentar su candidatura. En torno a este rápido descrédito del oficialismo, el senador social demócrata José Serra declaró a la prensa hace pocos días que el gobierno de Rousseff “es un gobierno flaco”, que ha perdido la iniciativa frente a la crisis. Una opinión que ha compartido públicamente hasta Lula al solicitarle a Dilma dar la cara y tratar de solucionarla.
Por ahora, la Corte Suprema de Justicia impidió la semana pasada que el Congreso debatiera la posible condena de Rousseff, un proyecto de impeachment que ha venido promoviendo Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados, archienemigo de Rousseff, paradójicamente también acusado de recibir sobornos de Petrobras. Gracias a esta ayuda del máximo tribunal de Brasil, Rousseff puede respirar tranquila hasta el año que viene, cuando se reanuden las actividades parlamentarias después del receso habitual de diciembre, pero hoy por hoy, en Brasil, nadie se aventura a conjeturar hasta cuándo logrará Rousseff alargar su agonía.
Mientras tanto, en Guatemala, los ciudadanos se aprestan a elegir el próximo domingo 25 de octubre al sucesor del presidente saliente, Otto Pérez Molina, obligado a renunciar hace pocas semanas y luego encerrado en prisión, al igual que su vicepresidenta, Roxana Baldetti, ambos acusados de corrupción. Como se recordará, el pasado 16 de abril la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) ordenó la captura del Secretario Privado de la Vicepresidenta de la República y de otros 20 funcionarios, acusándolos de gestionar una trama de corrupción aduanera, cuyo objetivo era facilitar la importación de los más diversos productos sin pagar los correspondientes impuestos. Fue la gota que colmó la copa de la paciencia ciudadana, harta de las denuncias sobre numerosos actos de corrupción en el gobierno, desde el amaño de licitaciones de todo tipo, hasta la firma de contratos fraudulentos, como los que involucraron recientemente a los directores del Instituto Guatemalteco del Seguro Social.
Las protestas populares no tardaron en desbordar las calles de la capital y, el 8 de mayo, la Vicepresidenta de la República se vio obligada a renunciar. Pocos días después, con la esperanza de acallar a los miles de guatemaltecos que también pedían su renuncia frente al Palacio Presidencial, Pérez Morales anunció la destitución de tres de sus 13 ministros, los del Interior, Ambiente y Energía y Minas, pero reiteró que en Guatemala no había crisis institucional y que él permanecería en el cargo hasta el 14 de enero de 2016, fecha en que el nuevo presidente debe asumir la Presidencia de la República. Ya sabemos lo que ocurrió después. A Pérez Molina no le quedó más remedio que renunciar y terminó preso, una decisión política-judicial verdaderamente inaudita en América Latina.
La situación de Venezuela es parecida. El detonante de la crisis que agobia a todos los venezolanos es el colapso de la economía, sin precedentes en la historia del país y sin aparente solución a corto plazo, situación que ha colocado en el centro del escenario político grandes escándalos de corrupción que se suman al desabastecimiento de alimentos y medicinas, la hiperinflación y la acción desenfrenada del hampa que ha convertido a Venezuela en el segundo país más violento del planeta, transformándose lo anterior en una mezcla explosiva. Todo ello a escasas seis semanas de unas elecciones parlamentarias convertidas por las circunstancias agobiantes de la crisis en plebiscito a favor o en contra de la llamada revolución bolivariana.
Si tenemos en cuenta que hasta Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional y segundo hombre fuerte de Venezuela, con la evidente intención de diferenciarse de Nicolás Maduro, quien ha alcanzado en las encuestas un 80 por ciento de rechazo, la semana pasada ha advertido que él podría abandonar el Partido Socialista Unido de Venezuela, es decir, a Maduro y a su gobierno, pero que jamás abandonaría la revolución, nos damos cuenta de que la crisis general que ha postrado y humilla a Venezuela también afecta, y muy seriamente, la estructura política del oficialismo, señalada por la opinión pública como la más corrupta de la historia venezolana.
La situación de México, donde el narcotráfico le ha añadido a la corrupción un ingrediente de violencia que nos obliga a pensar en Colombia durante los años ochenta y comienzos de los noventa, cuando Pablo Escobar y el Cartel de Medellín le declararon la guerra al Estado colombiano y sumieron a esa nación en un baño de sangre. No es de extrañar, pues, que Andrés Manuel López Obrador, líder de la izquierda mexicana que en las encuestas más recientes ha recibido 42 por ciento de aprobación, la más alta calificación de principales dirigentes políticos mexicanos sometidos al escrutinio de la opinión pública, en conferencia pronunciada hace pocos días en la Casa de las Américas de la ciudad universitaria de París para referirse a la dramática situación que atraviesa su país, vaticinó que las elecciones presidenciales del año 2918 las ganara “la dignidad sobre el dinero”, frase que podría convertirse en la primera consigna electoral de su tercera candidatura presidencial.
La conclusión de este breve y parcial recorrido por los puntos más críticos de la realidad política regional nos permite identificar los principales ingredientes de una crisis que amenaza muy seriamente el porvenir de América Latina, el primero de los cuales, por supuesto, es el debilitamiento sostenido de las economías nacionales. En principio, por el impacto devastador de los problemas económicos de China, potencia que en los últimos años ha desembarcado con fuerza irresistible en todo el hemisferio, y por la brusca y profunda caída de los precios de las materias primas, incuso los del petróleo, en economías que precisamente dependen de la exportación de dichas materias primas.
El segundo factor desestabilizador es la corrupción que acompaña en toda la región el manejo de las cuentas públicas. Si bien puede que esta no sea la causa directa del generalizado desastre económico, sin duda influye perentoriamente en esos resultados al condicionar la gestión pública de la economía desde la torcida perspectiva de los intereses particulares de quien la tramita. Como hemos visto en los casos de Colombia y México, y como comienza a percibirse en Venezuela, cuando a esto se añade el factor del narcotráfico, las consecuencias se agravan exponencialmente. Ni más ni menos lo que le ha ocurrido al presidente Enrique Peña Nieto, quien a la debilidad de la economía y el peso mexicanos, a la corrupción generalizada y a la violencia generada por el narcotráfico, tiene ahora que soportar la vergüenza que significa la fuga de prisión del capo Chapo Guzmán hace tres meses y prófugo desde entonces en las zonas montañosas de los estados de Sinaloa y Durango.
En el marco de esta debacle, en artículo publicado el 25 de abril en El País de España, el agudo analista Héctor Schamis calificaba esta situación de endémica con una frase desoladora: “La corrupción describe a la mayoría de los gobiernos latinoamericanos.” Un juicio que nos lleva a preguntarnos si en medio de este desmoronamiento ético de la conducta pública es posible que la democracia, tal como se entiende en la tradición occidental, florezca en América Latina, o si quienes sufrimos estos tristes trópicos estamos condenados a resignarnos a vivir bajo el imperio implacable de la corrupción.