Laberintos: Venezuela – El principio del fin
Nadie lo ponía en duda. Todas las encuestas, incluso las que trabajan desde hace años para el oficialismo, registraban que una verdadera avalancha de votos opositores le propinaría una derrota aplastante al chavismo reinante desde otro 6 de diciembre, 17 años atrás, cuando Hugo Chávez fue electo por primera vez presidente de Venezuela. Poco importó que las cuatro rectoras chavistas del CNE pospusieran ilegalmente el anuncio de la victoria a la espera de un milagro de última hora. Desde la media tarde del domingo las cifras en manos del comando de la Unidad confirmaban lo que Venezuela y el mundo esperaban con ansiedad.
Dos factores decidieron este resultado demoledor. El primero, la torpe gestión de Nicolás Maduro de la crisis del desabastecimiento de alimentos y medicinas, la hiperinflación galopante y la devaluación sin freno del bolívar, que han condenado a la miseria a la inmensa mayoría de los venezolanos. La “guerra económica” desatada por el imperio y la burguesía criolla fue el argumento retórico oficial para no asumir la culpa del desastre ni la responsabilidad de hacer un alto en la marcha hacia la nada y rectificar. Nadie en Venezuela se creyó este cuento y la popularidad de Maduro se desplomó a niveles abismales.
Al otro y decisivo factor de la victoria democrática del domingo le corresponde nombre, alias y apellido, Jesús “Chuo” Torrealba, quien tuvo la voluntad y la capacidad de cerrar la brecha entre los sectores más moderados de la alianza electoral de la MUD y los más radicales, que su antecesor, Ramón Guillermo Aveledo, había profundizado en febrero de 2014 y que terminó costándole el cargo. Restañada esa costosa herida, sumados al fin Leopoldo López, María Corina Machado y Antonio Ledezma al esfuerzo unitario, tuvo Torrealba la fuerza de convicción necesaria para lograr que los 18 partidos de la alianza acudieran a las urnas con una tarjeta única y tuvo capacidad organizativa suficiente para armar la maquinaria electoral que le permitió a la oposición superar todas las adversidades y vencer los esfuerzos del régimen para impedir “como sea” la catástrofe de una derrota política cuyo significado irreversible podría llegar a ser, como en verdad lo es, el principio del fin de la mal llamada “revolución bolivariana.”
La tarea ahora, sobre todo porque al momento de escribir estas líneas todo permite suponer que la victoria alcanzada en las urnas del domingo le dará a la oposición un control absoluto de la nueva Asamblea Nacional, una mayoría que le permitiría constitucionalmente desmontar la opresiva institucionalidad del régimen, paso imprescindible para restaurar la normalidad democrática y la racionalidad económica, le corresponderá al hombre que la alianza opositora decida instalar en la presidencia de la AN, como sustituto de Diosdado Cabello. Para esta tarea inmensa de administrar la victoria desde el poder legislativo, hasta ahora simple apéndice funcional del poder ejecutivo y escenario implacable de los desmanes más inauditos cometidos contra los derechos políticos de quienes no asumieran la teoría y la práctica del chavismo como esencia de la vida nacional, la oposición cuenta con Henry Ramos Allup, controvertido secretario general del partido Acción Democrática, antipático por naturaleza y sin arraigo popular, pero claramente el diputado de más sólida experiencia parlamentaria en el país.
En manos de Torrealba y Ramos Allup, si no se apartan del camino unitario que hizo posible que este año la MUD pudiera aprovechar el creciente malestar de la población para lograr el auténtico fin de la pesadilla, recaerá desde hoy mismo la complejísima tarea de volver a poner a Venezuela al derecho, comenzando por aprobar una ley de amnistía que le devuelva de inmediato la libertad a Leopoldo López y al resto de los venezolanos encarcelados y humillados sólo por pensar diferente.
Ante este verdadero terremoto político, a Maduro y a las fuerzas políticas del chavismo les corresponde tomar a muy corto plazo una decisión política de grandes consecuencias. Por una parte, la fragilidad extrema de su liderazgo, agudizada por el carácter aplastante de la derrota, coloca a Maduro, quien de manera imprudente convirtió esta elección parlamentaria en un plebiscito sobre el futuro de la “revolución”, en una posición insostenible. Inerme ante duras e inevitables hostilidades, acusado por todas las facciones del PSUV de ser el enterrador del proyecto puesto en marcha por Hugo Chávez y solo por completo frente a una comunidad internacional que ya lo ha descontado de las sumas y restas de sus cálculos políticos, tiene ante sí dos opciones dramáticas. Renunciar a tiempo para eludir daños mayores o someterse al escarnio de otra aplastante derrota popular en un ineludible referéndum revocatorio de su mandato. Por otra parte, fuera ya del juego Cabello y Jorge Rodríguez, ¿qué camino emprenderán las tendencias que tendrán que recoger los cristales rotos y estructurar una jefatura my diferente del PSUV? ¿Abrigarán con su respaldo al gigante con pies de barro en que se ha transformado la figura arrogante de Maduro hasta la cima del monte Calvario, o negociarán con la nueva mayoría parlamentaria una cohabitación sin remedio que les permita sobrevivir a la catástrofe, ganar tiempo y conservar las pocas energías que les quedan para asumir con algo más de vigor político las batallas por venir?
En todo caso, para los vencedores y para los vencidos del domingo comienza ahora una nueva etapa del proceso político. Derrotada la revolución con todas las de la ley, con una Fuerza Armada que en la hora crucial de la tensa noche electoral demostró su resuelta fidelidad a las normas constitucionales de la República y con un pueblo que ya no tiene paciencia para seguir esperando fórmulas mágicas que lo rescaten de la desesperación y el abandono, no les queda otra alternativa que sentarse con el adversario en la mesa de la AN y asumir el compromiso de recomponer, juntos, la muy mal herida armazón del Estado y de la sociedad venezolana.