Democracia y Política

Laberintos: John Kerry y la democracia en América Latina

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La semana pasada, al referirse a los esfuerzos de Estados Unidos por normalizar sus relaciones con Venezuela, John Kerry calificó al régimen chavista de “democracia imperfecta.” Es decir, que según el jefe de la diplomacia estadounidense, el sistema político imperante en Venezuela, a pesar de que por esas imperfecciones no es del todo democrático, al fin y al cabo tampoco ha dejado de ser democrático. Asombroso razonamiento que coincide con el argumento complaciente que esgrime la corriente más moderada de la oposición venezolana cuando se limita a culpar al régimen de causar un vago “déficit democrático” y nada más, cómodo disimulo de la verdad para no llamar las cosas por su nombre.

   A cambio de esta decisiva concesión política de no caracterizar la naturaleza antidemocrática del régimen, esos opositores tratan de evitar los riesgos que corren otros, Leopoldo López, por ejemplo, Antonio Ledezma o María Corina Machado, y se aferran a la falsa ilusión de que todas las irregularidades y males que sufren los ciudadanos nada tienen que ver con la adopción del modelo cubano, sino con la ignorancia y la insuficiencia administrativa de los gobernantes de turno, razón por la cual bastaría sustituir electoralmente a estos malos gerentes por otros más capacitados para poner orden en la casa.

   ¿Es a eso a lo que se refiere Kerry cuando de tan inexplicable manera prefiere ignorar el carácter real del actual proceso político venezolano?

   El desafío latinoamericano

   No hay que remontarse muy atrás en la historia para comprobar la obstinada terquedad de Washington a la hora de afrontar el desafío que nunca ha dejado de presentarle América Latina. Sin entrar a enjuiciar la tesis que sostiene Samuel P. Huntington en su controversial libro El choque de civilizaciones, sí vale la pena recordar el juicio que le merece a Jacques Delors, prestigioso economista francés y ex presidente de la Comisión Europea (1985-1995), germen de la actual Unión Europea:

   “Huntington”, opina Delors, “predice que los conflictos del futuro estarán más determinados por los factores culturales que por los económicos o ideológicos. Se trata de una conclusión que comparto plenamente. Occidente necesita desarrollar una más profunda comprensión de las concepciones religiosas y filosóficas de otras civilizaciones, de los puntos de vista y los intereses de otras naciones, de lo que tienen en común con nosotros. Pero no nos precipitemos. El fundamentalismo religioso y cultural sólo puede ganar terreno utilizando en beneficio propio los problemas contemporáneos del sub desarrollo, el desempleo, las desigualdades más flagrantes y la pobreza.”

   En su tiempo, John F. Kennedy intuyó esta realidad al impulsar, como política de Estados Unidos orientada a frenar la influencia de la revolución cubana en América Latina, lo que Washington llamó Alianza para el Progreso, pero esa intentona de combatir las desigualdades y la pobreza no pasó de ser un gesto y el proyecto terminó siendo un gran fiasco. Este fracaso, y el asesinato de su promotor en Dallas, dieron lugar a la invasión de los marines a la República Dominicana, al derrocamiento de Salvador Allende en Chile y a la instauración de feroces dictaduras ideológicas de extrema derecha en Brasil, Uruguay, Argentina y Chile.

   Al calor de estas turbulencias, pronto se sumaron la estruendosa crisis de la deuda y, tras el colapso de la Unión Soviética, la globalización y las implacables recetas del Fondo Monetario Internacional, que sometieron la región a una severa economía neoliberal, desprovista de la más mínima sensibilidad social. Mientras tanto, el crecimiento desmesurado de la población y la subsiguiente profundización del subdesarrollo y la pobreza, en lugar de garantizarle su seguridad a los intereses estratégicos y comerciales de Estados Unidos en la región, convirtieron la pradera latinoamericana en un auténtico polvorín.

   Ni las clases dominantes de estas latitudes, ni los sucesivos gobiernos de Estados Unidos le prestaron la menor atención a las graves perturbaciones sociales que ocurrían en el sur del continente y que luego, desde que hace 16 años Hugo Chávez asumió el poder en Venezuela, han provocado los hondos cambios que hoy por hoy trazan las coordenadas políticas de la región.

   La integración según Chávez

   En el caso concreto de Venezuela, la crisis política actual tuvo su origen en tres efectos catastróficos de la crisis latinoamericana de los ochenta: el fin de la utopía petrolera el viernes 18 de febrero de 1983, los saqueos del llamado Caracazo el 27 de febrero de 1989 y la intentona golpista de Chávez el 4 de febrero de 1992. Las consecuencias directas de estos gravísimos sobresaltos fueron el desvanecimiento irreversible del sistema bipartidista, el triunfo electoral de Rafael Caldera en diciembre de 1993 al frente de múltiples ramas desgajadas del agonizante tronco político venezolano y finalmente la inevitable victoria electoral de Hugo Chávez en diciembre de 1998. Los sucesivos triunfos electorales de la izquierda que tan radicalmente han modificado los fundamentos de la vida política en el resto de América Latina vienen determinados por aquel triunfo electoral de Chávez.

Poco importa que la vieja división de izquierda y derecha haya perdido su significado histórico con la desintegración de la Unión Soviética. ¿Acaso cuentan las diferencias ideológicas de Michelle Bachelet, Néstor y Cristina Kirchner, Tabaré Vásquez y José Mujica, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega, Hugo Chávez y los hermanos Fidel y Raúl Castro? De nada sirve recurrir a la imprecisión de matizar a la izquierda y a la derecha con juicios y calificativos de valor indefinibles. Lo cierto es que América Latina se ha izquierdizado.

   Sin la menor duda, para intentar imaginarnos otro porvenir latinoamericano tendría Washington que superar su irreparable incomprensión de este otro mundo cultural que se extiende al sur del río Grande. Incomprensión aún mayor desde el fin de la guerra fría en 1989, como si el fin de la historia y de las ideologías que anunciaba el profesor Francis Fukuyama ya se hubieran consumado. Quizá por esta razón, la crítica y el diálogo de Estados Unidos con la región se ha movido casi exclusivamente a lo largo de la estrecha franja de los intereses económicos y las finanzas. Y quizá también por esta razón, todos los esfuerzos encaminados a propiciar la integración regional o sub regional en América Latina, y los acuerdos aduaneros como términos exclusivos del diálogo y las negociaciones entre el norte y el sur del hemisferio, también han estado centrados en esos temas.

   Para Hugo Chávez, sin embargo, la complementación económica carecía de importancia. Para él, la integración sólo tiene sentido en el ámbito político. Es decir, cultural. De ahí su arremetida contra la Comunidad Andina como tal, las contradicciones que Venezuela ha llevado al seno de Mercosur, el trasfondo político que le imprimió a su política de asistencia petrolera, la alianza política que significa el ALBA y la creación de UNASUR y la CELAC como instituciones de acuerdos políticos regionales al margen por completo de Estados Unidos y bajo control absoluto de Caracas.

   En definitiva, el propósito de Chávez nunca fue obtener por el camino de la integración beneficios materiales para Venezuela, sino la posibilidad de confrontar a Estados Unidos, cada vez más debilitado internacionalmente por el alto costo político y moral de su cruzada contra el movimiento islámico radical, con el reto que representa una posible ruptura sin remedio entre las dos Américas. Al precio económico que sea.

   El error de Obama-Kerry

   Sólo desde esta perspectiva puede entenderse por qué Estados Unidos, al asumir la responsabilidad de ponerle fin a su desencuentro de más de medio siglo con Cuba, haya cometido el error de no poner suficiente énfasis en la violación sistemática de los derechos humanos en Cuba, aspecto que resulta fundamental para la mayoría de sus ciudadanos. Por supuesto, Washington menciona de vez en cuando la necesidad de superar este obstáculo para alcanzar una normalización plena de las relaciones entre Washington y La Habana, pero es evidente que en la agenda de las negociaciones los valores esenciales de la democracia, tales como la libertad, la igualdad de todos ante la ley y el equilibrio de poderes públicos autónomos no ocupa un lugar que pudiéramos llamar privilegiado.

   Del mismo modo que la opresión política en China no constituye obstáculo alguno en las relaciones de Washington con Beijing, en el caso de Cuba el presidente Raúl Castro ha sido categórico al afirmar que la posición cubana sobre la democracia y los derechos humanos es un asunto exclusivo de los cubanos y de ningún modo son factores sujetos a negociación con nadie. A Cuba, al igual que a los intereses económicos estadounidenses, lo que de veras importa es el fin del embargo y los beneficios económicos que se deriven de esa decisión.

   No se trata de un asunto particular en las negociaciones entre Estados Unidos y Cuba, sino de un aspecto básico de las relaciones internacionales. Los gobiernos, sobre todo a los gobiernos de naciones grandes y poderosas como Estados Unidos, no actúan de acuerdo a los principios éticos de la democracia, sino a intereses mucho más concretos. Como Deng Xiaoping afirmó en su día, lo “que importa no es si el gato es negro o blanco, sino si caza ratones.”

   De acuerdo con esta concepción ultra pragmática de las relaciones internacionales, la calificación que hace Kerry del régimen venezolano como “democracia imperfecta”, si bien en un primer momento puede sorprendernos, lo cierto es que se ajusta como anillo al dedo a los objetivos centrales del gobierno Obama para América Latina. No porque la Venezuela actual posea como Cuba intereses de alguna importancia para Estados Unidos, como sí los tuvo en el pasado, cuando era su más seguro suministrador de petróleo, sino porque para Cuba, lo que ocurra en Venezuela, cuya generosa solidaridad le ha permitido a los hermanos Castro superar el llamado “período especial”, constituye una pieza de mucho peso en sus negociaciones con Estados Unidos.

   ¿Será este uno de los precios que tendrá que pagar Obama para dejar resuelto por completo el problema cubano antes de abandonar la Casa Blanca? ¿Será el futuro político de Venezuela un tema de particular importancia en las negociaciones Cuba-Estados Unidos? En fin, ¿será esta la única respuesta política que seguirá dándole Washington a las aspiraciones de tantos millones de latinoamericanos acosados por las fuerzas antidemocráticas que no dejan de propagarse en la región?  

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