Laberintos: La contrarevolución de Raúl Castro
El próximo 20 de julio, tras 54 años de incomunicación diplomática y hostilidad política y hasta militar, Estados Unidos y Cuba reanudarán el diálogo y las relaciones diplomáticas, rotas el 3 de enero de 1961. Mírese como se quiera, la clave de este espectacular cambio es el íntimo reconocimiento por parte de ambos protagonistas del rotundo fracaso de sus políticas de confrontación: ni el embargo comercial y sus complejos corolarios le ha permitido a Washington ponerle fin al régimen cubano, ni la revolución comunista comandada por Fidel Castro ha conseguido construir el paraíso en la isla de Cuba.
El primer capítulo de esta larguísima y penosa historia de desencuentros comenzó el 5 de junio de 1958 con un mensaje manuscrito de Fidel Castro a Celia Sánchez en plena gran ofensiva del ejército de Fulgencio Batista contra su baluarte guerrillero en la Sierra Maestra. En la nota le confiesa Castro a su asistente y compañera sentimental, que al comprobar los efectos devastadores de un cohete de fabricación estadounidense arrojado por la aviación de Batista a la humilde casa de Mario, un campesino amigo suyo de la zona, se ha jurado “que los americanos van a pagar caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe empezará para mí una guerra mucho más larga y grande, la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero.”
Y así fue desde que al frente de su columna guerrillera entró triunfante en La Habana el 8 de enero del año siguiente. Muy poco después, a sólo 90 millas del territorio de Estados Unidos, se inició un dramático pulso entre Washington y La Habana, que le quitó el sueño a los sucesivos presidentes de Estados Unidos durante más de medio siglo de querer y no poder borrar al régimen castrista de la faz de la tierra y condenó al pueblo cubano a sufrir todo tipo de penurias en aras de un sueño de justicia y equilibrio social que jamás se hizo realidad. Es decir, que ni los gobiernos de Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo ni Obama en su primer período presidencial pudieron resolver un problema que en octubre de 1962 estuvo a punto de provocar el estallido de una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, ni Castro mostró a lo largo de todos esos duros años de dificultades inigualables la menor intención de rectificar el rumbo de su revolución. Ni siquiera el derrumbe estrepitoso del muro de Berlín y el colapso total de la Unión Soviética fueron capaces de torcerle el brazo al mandatario cubano.
En la década de los noventa, aprovechando la difícil situación que representó para Cuba esta súbita pérdida del apoyo económico y financiero de Moscú, Carlos Andrés Pérez, Carlos Salinas de Gortari y César Gaviria, con mucha paciencia y argumentos contundentes, trataron de hacerle ver a Castro las ventajas de cambiar de rumbo. Casi lo consiguieron, pero el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela en diciembre de 1998 interrumpió este dialogo de Castro con América Latina. A partir de entonces Venezuela sustituyó a la URSS como sostén material de Cuba y como gran promotor del antiimperialismo en el resto de América Latina y el Caribe. En Castro renació entonces la quimera de impulsar, junto a Chávez, una revolución socialista y antiimperialista a escala continental.
El socialismo, aunque ahora se tornaba bolivariano y del siglo XXI, financiado con las ricas arcas venezolanas y la personalidad carismática de Chávez, comenzó a extenderse por América Latina, y la economía de Cuba experimentó algunas mejorías, aunque el éxito político de Chávez y el apoyo financiero de su gobierno no le bastaron al régimen cubano para devolverle a sus ciudadanos la ilusión de un porvenir feliz. Hasta tal extremo persiste el descontento popular en Cuba, que hace muy pocos días escribía Yoani Sánchez en su periódico 14 y medio que a pesar de las promesas de cambio hechas por Raúl Castro, incluso numerosos cubanos de la tercera edad insisten en emigrar porque “han terminado por concluir que el proyecto social al que le regalaron su juventud los ha defraudado y abandonado.”
Es este descontento de medio siglo lo que ha obligado a Raúl Castro a pasar la página de la revolución antiimperialista, aceptar la realidad de un borrón y cuenta casi nueva y vislumbrar la posibilidad de convertir a Cuba en otra Vietnam, con la colaboración de Estados Unidos, que en sus planes desempeña un papel similar al de China en el caso de Vietnam. Es decir, propiciar cambios importantes en la estructura económica de la isla, pero conservar casi intacto el carácter autoritario de su sistema político.
El tránsito negociado de la guerra a la paz nunca ha sido tarea fácil. Sobre todo en el caso cubano, porque al cabo de medio siglo de conflicto, las heridas han dejado huellas demasiado hondas. De ahí que el pensamiento conservador de Estados Unidos, aferrado a la ideología de la intransigencia típica de una Guerra Fría que terminó hace 25 años, se oponga firmemente al diálogo con Cuba. De ahí que los senadores del partido republicano hayan llegado incluso a señalar que no le darán el necesario visto bueno parlamentario a ningún candidato que presente la Casa Blanca para ocupar el cargo de embajador en Cuba. En este sentido, levantar el embargo comercial a la isla, medida imprescindible para avanzar en el proceso de normalización de las relaciones entre las dos naciones, y que también requiere la aprobación del Senado, pasa a ser un requisito que por ahora luce imposible de satisfacer.
En Cuba, a su vez, hacer la paz con el enemigo de siempre debe generar serios reparos en los sectores más radicalizados ideológicamente de la sociedad cubana, aunque el hermético silencio del control informativo estatal impide que se conozcan sus alcances. La oposición interna que ha encontrado Obama para llevar su plan cubano a buen término, de manera muy especial con el argumento de que Estados Unidos lo cede todo en estas negociaciones, pero que Cuba no cede en nada, puede muy bien llegar a convertirse en un gran obstáculo, sobre todo porque demócratas y republicanos ya han iniciado sus maniobras electorales y el tema Cuba puede llegar a convertirse en un punto de mucho valor en las próximas elecciones presidenciales.
Ahora bien, al margen de estas y otras escaramuzas políticas, lo cierto es que la reanudación de relaciones diplomáticas Estados Unidos-Cuba constituye un hecho histórico. Más allá de que el reposo sea la única opción que le brinda la realidad a los viejos guerreros cubanos, ya ancianos y a solas con un fracaso de más de medio siglo, y más allá de que Cuba, en efecto, no haya ofrecido nada en materia, por ejemplo, de derechos humanos, resulta innegable que los cambios políticos que vendrán como consecuencia natural de los cambios económicos, en Cuba bajo la batuta de Estados Unidos y la Unión Europea, no serán como los de Vietnam, bajo la tutela imperial y nada democrática de China. Esa es una diferencia a tener muy en cuenta a la hora de comparar ambas experiencias.
Aún falta muchísimo camino por recorrer, pero aunque el incipiente diálogo de Cuba con Estados Unidos apenas es el primer paso de una carrera maratónica, y a pesar de que la decisión de Estados Unidos y Cuba de entenderse se produzca demasiado tarde y coloque a los dos gobiernos en un espacio sembrado de obstáculos e incertidumbres, la verdad es que la reanudación de relaciones diplomáticas entre estos dos acérrimos enemigos cambiará drásticamente el futuro político de la isla. Poco importa que el deseo de Raúl Castro sea otro: queriéndolo o no, su decisión contrarrevolucionaria de darle un vuelco al proyecto político de su hermano Fidel convierte el tránsito de Cuba hacia la democracia en un hecho real e irreversible.