Democracia y Política

LABERINTOS: La fiesta de la corrupción

IMSS-corrupcion

El escándalo más reciente estalló el pasado 16 de abril, cuando se le dictó orden de captura al secretario privado de Roxana Beldetti, vicepresidente de Guatemala, acusado de corrupción. Tres semanas después, el 8 de mayo, Beldetti, acorralada por un insondable malestar popular, no tuvo más remedio que renunciar. Apenas una semana después, 40 mil guatemaltecos se reunieron en la plaza Central de Ciudad Guatemala para exigir también la renuncia del presidente de la República, Otto Pérez Molina, quien días más tarde, en rueda de prensa, respondió que “seguiré en mi puesto hasta el fin de mi mandato”, o sea, hasta el 14 de enero del próximo año. Luego, para intentar calmar en algo a sus indignados ciudadanos, arrojó al foso de los leones a sus ministros del Interior, de Energía y del Ambiente, y al jefe de la Secretaría de Inteligencia Estratégica del Estado. Por el momento, las aguas parecen haberse calmado, pero ¿hasta cuándo?

Esta misma inquietante pregunta acecha en Chile a Michelle Bachelet, quien muy poco después de haber asumido por segunda vez la Presidencia de su país, debe afrontar las fuertes protestas callejeras provocadas por la conducta administrativa más que impropia de su hijo. ¿Le bastará a la atribulada Bachelet haber introducido cambios profundos en la composición de su gabinete ejecutivo y anunciar su decisión de impulsar una nueva constitución para superar el contratiempo? Como en el caso de Guatemala, habrá que esperar y ver, pero sin duda, su segunda gestión presidencial se inicia con un grave paso en falso.

En Brasil, por su parte, el turbio manejo administrativo de Petrobras, la mayor empresa pública de América Latina, y el enorme daño patrimonial causado por esos actos de corrupción, tal como revelaron sus nuevos gerentes, dio lugar al encarcelamiento de João Vaccari, nada más y nada menos que tesorero del Partido de los Trabajadores, agrupación política a la que pertenecen la presidenta Dilma Rouseff y, por supuesto, su poderoso mentor, Luis Inacio Lula da Silva. ¿Han sido las campañas electorales de ambos financiadas por la industria petrolera brasileña? Las protestas populares exigiendo la renuncia de la recién reelecta Rouseff y las dudas sobre la integridad moral de Lula da Silva siguen estando en las calles de Brasil a la orden del día y afectan seriamente la esperanza de los brasileños en el porvenir de lo que consideraban poderosa democracia latinoamericana.

Un poco más al sur, en Argentina, donde las denuncias de corrupción no son en absoluto nada nuevo, a principios de años se encontró muerto de un disparo de pistola calibre 22 en la cabeza al fiscal especial Alberto Nisman. Al día siguiente estaba previsto que Nisman acudiría al Congreso para informar de sus hallazgos sobre la denuncia que señala a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de encubrimiento en el caso del atentado terrorista a la mutual judía AMIA, en 1994. Surgió entonces el enigma. ¿Suicidio o asesinato por encargo? La muerte de Nisman, su causa y la corrupción de todo tipo que rodea al hecho, oscurecen aún más la lóbrega vida política argentina.

Mientras tanto, en México, la analista María Amparo Casar argumenta en su libro La anatomía de la corrupción, que “nuestra democracia es el soborno en su máxima expresión.” Y lo hace, precisamente, cuando en los dos años y pocos meses que lleva el controversial dirigente del PRI Enrique Peña Nieto en la Presidencia de México, el narcotráfico, la violencia fuera de control y la corrupción parecen haberse consolidado como las principales señas de identidad de la nación. Según la ONG Transparencia Internacional, citada por Casar en su libro, 91 por ciento de los mexicanos asegura que la corrupción es el principal alimento de la población; 91 por ciento opina lo mismo de la policía.

El caso de Venezuela reviste un significado todavía más dramático. Tras 16 años de régimen que se autoproclama de revolucionario y socialista, el autoritarismo, la opacidad y el encubrimiento para ocultar la corrupción han convertido al país en un espacio inhóspito, miserable física y moralmente, de economía informal y beneficencia pública, en el que hasta su industria petrolera, al igual que todo el Estado, se encuentra al servicio de los gobernantes y a un paso de la quiebra. Lo que queda para los ciudadanos es hiperinflación, maxidevaluación continua de la moneda, destrucción sistemática del aparato productivo nacional, falta de empleo formal, escasez creciente de alimentos y medicinas, colapso de los sistemas de educación y salud, justicia politizada hasta la desmesura. En medio de esta crisis sin precedentes, cada día se hace más evidente que el rumbo de esa nación lo marcan la negligencia y la corrupción de su clase dirigente. En el curso de los últimos tiempos, a esas lacras sociales se ha añadido la sospecha de que existe una tenebrosa trama entre algunas destacadas figuras civiles y militares del régimen con el narcotráfico internacional.

Esta realidad colectiva ha llevado a diversos observadores internacionales a advertir que América Latina sufre una profunda y definitiva crisis institucional y de credibilidad de sus sistemas políticos. El más categórico entre ellos quizá sea el español Antonio Navalón, quien días atrás señalaba categóricamente en el diario español El País, que “América Latina está enferma de corrupción.”

Me parece oportuno hacer este recuento de la devastación ética que corroe los fundamentos de la vida en democracia y libertad de los latinoamericanos, porque el próximo martes el ex canciller uruguayo, Luis Almagro, asume la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos. La semana que viene nos referiremos al programa que ha ofrecido anunciar en su discurso de ese día para satisfacer la necesidad de imprimirle un vuelco renovador al principal organismo de consenso regional. Sin embargo, hasta ahora, nada ha dicho sobre esta enfermedad terminal que padece la región. La verdad es que Cuba y Venezuela son los dos temas que han acaparado su atención. Cabe pues preguntarse si su agenda se limitará a ellos, tal como hizo José Miguel Insulza durante los 10 años que permaneció al frente del organismo, o si Almagro cumplirá su promesa de cambar la dirección de sus pasos. También cabe preguntarse si desde la OEA, cuyos miembros son precisamente parte muy principal del problema, podrá hacerse algo, al menos, para frenar la velocidad vertiginosa de esta carrera que cada día que pasa acerca más a los pueblos de la región al precipicio de una radical y contagiosa ruptura del necesario orden social que le permita a los gobiernos del sur del hemisferio entenderse con sus pueblos, cada vez más insatisfechos, y evitar así el cataclismo hacia el cual esta gran fiesta de la corrupción nos empuja irremisiblemente.

 

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