Laberintos: La tormenta por venir en América Latina
Mírese como se quiera, no es la espada de Bolívar, como repetía Hugo Chávez en sus tiempos de mayor esplendor político y financiero, la que recorre estos días los caminos de América Latina, sino la indignación creciente de los ciudadanos con sus gobiernos de turno, sean de izquierda, de derecha o de todo lo contrario. Como si a América Latina ya no hubiera quien la pueda gobernar.
Esta nueva y convulsa etapa del terremoto que de nuevo amenaza la relativa estabilidad política de la región comenzó con el triunfo electoral de Mauricio Macri en el balotaje de noviembre del año pasado. Una victoria sobre el populismo peronista reinante en Argentina desde hacía más de una década, y que aunque sólo sea por razones prácticas, podríamos identificar como punto de partida de un tiempo de turbulencia e incertidumbre, cuyo desenlace a corto plazo sería el fin de las diversas formas del populismo, propiciado y financiado generosamente desde la Venezuela “bolivariana”, que se ha ido extendiendo peligrosamente por toda la región a lo largo de los últimos 15 años, y el no saber lo que en verdad está por venir.
La crisis se extiende por América Latina
El segundo capítulo de esta historia se produjo apenas tres semanas después del triunfo de Macri, con las elecciones parlamentarias venezolanas del 6 de diciembre, día en que el chavismo sufrió un revés mortal, cuyo efecto inmediato ha sido un insoluble conflicto entre los poderes legislativo y ejecutivo, y la activación del proceso constitucional para revocarle su mandato al presidente Nicolás Maduro mediante un referéndum revocatorio. Mientras tanto, en Brasil, avanzaba la crisis política generada por los escándalos de corrupción que llevaron a su cámara de diputados a aprobar la autorización al Senado de la República para poner en marcha el procedimiento que desemboque en un juicio político para destituir a la presidenta Dilma Rousseff, quien ante esa probabilidad parece inclinada a renunciar y propiciar una nueva elección presidencial para el próximo mes de octubre.
En el resto del continente, también se perciben señales de grandes cambios. En México, por ejemplo, la crisis de gobernabilidad no sólo afecta al gobierno de Enrique Peña Nieto, sino que el deterioro continuo que corroe las entrañas del sistema político mexicano ha alcanzado tal magnitud, que ahora, apenas tres años después de haber asumido Peña Nieto la Presidencia del país, el ex canciller Jorge Castañeda ha puesto en movimiento su aspiración a ser candidato independiente en las próximas elecciones generales a celebrarse en diciembre del año 2018. Para muchos mexicanos, y dada la gravedad de la situación política actual, la opción Castañeda cuenta con un fuerte viento de cola. De manera muy especial, porque en México crece la convicción de que sólo un presidente independiente, es decir, no sometido a las escabrosas realidades que se manejan en los escabrosos corredores del poder político, puede sacar al país de la trampa en que los partidos políticos, la corrupción y el narcotráfico acorralan y asfixian a los ciudadanos. Una sensación de desamparo que cada día se hace más presente en todo el ámbito regional y de él no escapan los gobiernos de Chile, Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia.
La crisis comenzó en Cuba
En los años 50, la realidad política de la región era otra. Sin la menor duda más ingrata, pero también infinitamente menos compleja. La alternativa se reducía a dos opciones posibles, democracia o dictadura. Como señalaba por aquellos días Germán Arciniegas en un libro que se hizo emblemático, Entre la libertad y el miedo, los latinoamericanos de entonces estaban condenados a vivir en el miedo constante que impartían feroces dictaduras militares o a rebelarse contra sus excesos y rigores en busca de una difícil y siempre elusiva libertad.
Este dilema se hizo infinitamente más complejo a raíz del triunfo de la revolución cubana, cuyo ejemplo transformó aquella básica encrucijada de caminos en una disyuntiva de inmensa complejidad. A partir de ese punto controversial de la historia continental los latinoamericanos se verían obligados a escoger entre la democracia burguesa según los principios de la revolución francesa, meta hasta ese primero de enero posible pero casi inalcanzable, o revolución socialista a la manera soviética, con fuerte acento cubano, y desde el ascenso de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela en 1999, con el añadido de su capacidad para disfrazar un régimen que aspiraba a reproducir la experiencia cubana con la aplicación de las más inasibles formalidades de la democracia.
Desde esta perspectiva podemos afirmar que al producirse el triunfo insurreccional de Fidel Castro, la inmensa mayoría de los cubanos confiaba que el derrocamiento de la dictadura daría lugar a una rápida restauración de la democracia mediante dos acciones políticas perfectamente previsibles: devolverle de inmediato su vigencia a la Constitución de 1940, abolida por el golpe militar de Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952, y la convocatoria a elecciones generales libres y transparentes en un plazo no mayor de 12 meses. En definitiva, recuperar ese pasado de democracia liberal, esencia de las luchas políticas de toda América Latina para enterrar el despotismo militar que dominaba la vida regional después de haber conquistado la independencia, y que había sido el aspecto central del programa públicamente asumido por Castro y por todas las organizaciones políticas y cívicas cubanas que se habían opuesto a Batista, y nadie tenía razón alguna para poner en duda a priori la sinceridad de este doble compromiso. Sin embargo, el pensamiento político y los planes secretos de Castro apuntaban en una dirección muy distinta a la de una simple restauración de la democracia en Cuba.
Por supuesto, ponerle fin a la dictadura de Batista, en el marco de la agenda política vigente entonces, había un primer paso en su proyecto, aunque sólo como pretexto. Resulta imposible presumir cuándo Castro tomó la decisión de fijarle a Cuba el rumbo que llevó la isla al comunismo en plena guerra fría y a sólo 90 millas del territorio de Estados Unidos, pero pocas semanas de gobierno revolucionario bastaron para poner de manifiesto que el verdadero y subversivo objetivo de su movimiento insurreccional iba muchísimo más allá de la cosmética reivindicación formal de la democracia, que era la única alternativa políticamente correcta según los términos que fijaban entonces los límites posibles de cualquier proyecto político latinoamericano. La meta de Castro, y ello marcaría indeleblemente el futuro del proceso político latinoamericano, oculta para todos menos para un pequeño grupo de hombres de su mayor confianza, era ponerle fin a ese universo de restricciones nacionales y transnacionales con la construcción, sobre los escombros de la dictadura batistiana, oportuno y pasajero sobresalto, una Cuba nueva, implacablemente revolucionaria, socialista y antiimperialista.
Una nueva realidad latinoamericana
Todo comenzaría a ser entonces radicalmente distinto para los latinoamericanos de la época, a pesar de que en el horizonte ya se vislumbraban algunos ingredientes esperanzadores. Tres importantes dirigentes democráticos latinoamericanos ya habían conquistado electoralmente la Presidencia de sus países: Rómulo Betancourt en Venezuela, Arturo Frondizi en Argentina y Alberto Lleras Camargo en Colombia; otros tres estaban a un paso de lograrlo: Janio Quadros en Brasil (1961), Fernando Belaúnde Terry en Perú (1963) y Eduardo Frei Montalva en Chile (1964). Eran razones suficientes para que en el Washington de John F. Kennedy se tuviera la convicción de que América Latina al fin de adentraba en un mundo de firme estabilidad política y que en ese marco, sobre todo cuando Cuba de pronto pasaba a ser un pésimo ejemplo, era un marco dentro del cual eran posibles y convenientes cambios y reformas de cierta importancia si se quería que las estructuras “democráticas” del Estado y la sociedad no estallaran en pedazos. A ello contribuía el hecho de que Estados Unidos había adquirido en los años cincuenta sus niveles de mayor desarrollo económico y porque la consolidación del escenario ideológico diseñado para armar en todos los frentes la defensa del “mundo libre” y repeler la “amenaza roja” se hacía de acuerdo con el anticomunismo más empecinado.
La expansión ideológica del comunismo cubano y la lucha armada como estrategia válida para enfrentar por igual a gobiernos dictatoriales o democráticos, provocó inmediatas y hondas transformaciones en el proceso político latinoamericano. Desde entonces, la permanente crisis política regional, incrementada por las condiciones cada día más insoportables del subdesarrollo, estuvo caracterizada por el estallido de la violencia revolucionaria auspiciada desde La Habana durante los años sesenta y setenta, la aparición de dictaduras ideológicas de extrema derecha en el Cono Sur, conflictos armados en Centroamérica y en Colombia, la consolidación de la democracia y del neoliberalismo más salvaje a partir de los años ochenta, la aparición en Venezuela de Hugo Chávez y el empleo de los inmensos recursos financieros del petróleo para crear una vasta red de complicidades regionales con la finalidad de frenar la influencia de Estados Unidos en la región y promover el populismo disfrazado de socialismo democrático, el cuestionamiento permanente de los principios y valores liberales de la democracia y, por supuesto, la conversión de la revolución cubana en un icono perfectamente presentable, después de casi 60 años de aislamiento y repudio.
La victoria electoral de Macri en noviembre de 2015 sencillamente fue la expresión más cabal del fracaso de ese modelo que se había extendido desde el año 2000 por la creciente influencia de Chávez en la región, la crisis financiera de 2008, el debilitamiento progresivo de Estados Unidos como superpotencia mundial, sobre todo por su fallida intervención en los asuntos del Medio Oriente y África, el rechazo más o menos unánime de la región a la política de George W. Bush y, por supuesto, al vertiginoso desarrollo de la revolución tecnológica en el campo de la comunicación de masas.
El hecho de que Macri, a tan pocos meses de haber asumido la presidencia de Argentina, ya confronta serios problemas provocados por la aplicación de políticas económicas que afectan seriamente las ilusiones sociales sostenidas a fuerza de populismo y del poder de los sindicatos, es de por sí una mala señal. Si a ello le añadimos la recesión y la crisis económica que afecta a toda la región, la dificultad de conciliar la racionalidad en materia de políticas económicas, y la necesidad de satisfacer las demandas sociales y cerrar la brecha entre los que más y los que menos tienen, ponen en tela de juicio no sólo las expectativas generadas por el triunfo electoral de Macri, sino también las consecuencias de las inevitables defenestraciones de Maduro y Rousseff, los posibles finales de Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, y las incógnitas sobre el futuro de México y Colombia.
Todo permite presumir que América Latina emprende ahora un nuevo rumbo, aunque nadie sabe a ciencia cierta cuál será su destino final. Paradójicamente, sólo Cuba, la perversa, en el mejor de los casos, el ejemplo más inconveniente de la región, inesperada y repentinamente bajo la protección de la Casa Blanca, ha pasado a ser la isla deseada por todos y la única nación latinoamericana que pisa terreno firme. De manera muy especial esta semana, reafirmado el poder inmovilista de la dirigencia histórica de la revolución en el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, cuando en el puerto de La Habana ha atracado un buque crucero con centenares de turistas procedentes de Estados Unidos, el primer buque de paseo en hacer esta travesía desde hace más de medio siglo, y la Casa Chanel realiza en el habanero Paseo del Prado su primer desfile de modas en territorio latinoamericano.