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Laberintos: ¿Salir de Maduro sin máscaras ni piedras?

 

 

revocatorio

   El pasado 5 de enero, fecha de su instalación, la nueva Asamblea Nacional de Venezuela, con dos terceras partes de sus escaños en manos de la alianza opositora, anunció que ese día se iniciaban los cambios prometidos a lo largo de la campaña electoral que culminó con la categórica derrota del chavismo en las urnas electorales del 6 de diciembre. Entre esos cambios estaba, en primer lugar, una ley de amnistía para los presos y perseguidos políticos y la activación de alguno de los mecanismos que contempla la Constitución para cambiar de gobierno pacífica y democráticamente en un plazo no mayor de 6 meses. La Venezuela democrática al fin estaba de fiesta.

 

   Desde ese mismo día, sin embargo, el régimen de la llamada revolución bolivariana puso en jaque a la nueva Asamblea Nacional: si bien resultaba imposible desconocer los resultados de la consulta electoral del 6 de diciembre, sí era posible (y absolutamente necesario) neutralizar sus consecuencias por completo. Para ello contaba el gobierno con el secuestro de todos los poderes públicos y una hegemonía comunicacional casi total. Un conflicto de las instituciones del Estado y la recién electa Asamblea Nacional, que ha colocado a la oposición, libre para legislar a su antojo, pero incapaz al parecer de vencer el obstáculo que representa el desacato sistemático del régimen a sus legítimas decisiones. Una contradicción que no parece tener solución pacífica, democrática y constitucional, que es el camino que la oposición ha decidido emprender.

 

   El punto culminante de este desafuero se produjo la semana pasada, cuando el presidente Nicolás Maduro convocó a sus partidarios a lo que él llamó “rebelión contra la Asamblea” y comenzó a analizar en el seno de su gobierno la opción de enmendar la Constitución para interrumpir la vida “legal” de esta Asamblea dentro de dos meses. Días antes, ante los obstáculos que tendía el gobierno tanto para impedir ilegalmente que la Asamblea cumpla sus funciones de legislar y controlar como para negarle a la oposición su legítima posibilidad de aplicar la Constitución para cambiar de gobierno anticipadamente, Jesús Chuo Torrealba, secretario general de la Mesa de la Unidad Democrática, anunció que la oposición impulsaría desde la calle los mecanismos constitucionales necesarios para producir ese cambio pacífico y democrático de gobierno, pero inmediatamente aclaró, sin que nadie se lo hubiera pedido, que lo haría “sin máscaras ni piedras.”

 

   ¿Cuál fue la razón de esta advertencia innecesaria? ¿Garantizarle al gobierno que la MUD no caería en esta etapa del proceso en la trampa “radical” de las manifestaciones que durante meses estremecieron la conciencia cívica de Venezuela desde febrero a junio de 2014? ¿Que a fin de cuentas la dirigencia opositora comparte la tesis oficial de que la culpa de la sangre derramada por docenas de muertos y centenares de heridos durante aquellas jornadas de protestas le corresponde al talante violento de la indignación juvenil? ¿O es que aquella masiva expresión de legítima rebeldía ciudadana reclamando justicia y democracia respondía en verdad a los perversos planes golpistas del imperio yanqui contra el pueblo venezolano, argumento empleado por los jerarcas de la muy mal llamada revolución bolivariana para criminalizar a sus adversarios políticos que no ajusten sus pasos a los sones que se dictan desde Miraflores?  

 

   El referéndum revocatorio

 

   No se trata de una actitud nueva de la dirigencia política de la oposición. Después de los sucesos del 11 de abril que desembocaron en la dramática destitución y restitución de Hugo Chávez en la Presidencia de la República y del paro petrolero de diciembre 2002-enero 2003, el porvenir político de Venezuela lucía incierto. Esa fue razón suficiente para que la comunidad internacional comenzara a estimular a los factores políticos y sociales de la oposición a descartar cualquier camino que no fuera el de las negociaciones y los acuerdos para enfrentar a Chávez, siempre sin poner en peligro la estabilidad interna del todavía quinto exportador mundial de petróleo. En el marco de este ajuste estratégico de Estados Unidos y Europa, el 18 de junio de 2004 se produjo una sorprendente reunión de Chávez con el empresario Gustavo Cisneros, hasta ese momento acusado por el propio Chávez de ser el capo de todos los capos golpistas, quien acudió al encuentro en compañía del ex presidente estadounidense Jimmy Carter.

 

   Tres días después llegó al país William Ury, profesor de Harvard en eso de propiciar el entendimiento entre partes que no se entienden del todo. ¿Era razonable pensar que la fugaz visita de Ury, organizada por el dúo Cisneros-Carter, bastaría para allanar la diferencia abismal que separaba a las dos Venezuelas? Visión falsamente optimista de la crisis que reducía convenientemente la grave situación venezolana al nivel de un simple malentendido susceptible de ser despejado con facilidad gracias a la mágica imposición de manos de un taumaturgo extranjero.

 

   Los acontecimientos por venir demostrarían que la reunión Chávez-Cisneros-Carter y el viaje de Ury a Caracas sencillamente perseguían el turbio objetivo de desmontar lo que la propaganda oficial venía calificando de asimetría informativa y que ahora, en vísperas del referéndum revocatorio, denunciaba que era puro terrorismo mediático. En verdad, la misión de Ury en Caracas era similar a la que el año anterior había cumplido Francisco Diez, representante del Centro Carter en Venezuela, cuando se propuso establecer un relativo equilibrio informativo en los medios de comunicación privados y favorecer así la causa del oficialismo. Una lamentable complicidad que se hizo muy palpable el 25 de junio de aquel año 2004, una semana exacta después del encuentro Cisneros-Chávez, día en que Ury y Diez, en un comunicado conjunto, expresaron su satisfacción por los acuerdos alcanzados entre el gobierno y los medios de comunicación.

 

   Este fue el paso que necesitaba dar Chávez para poder aprobar muy pronto la infame Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, mecanismo jurídico cuya finalidad era censurar legalmente y amedrentar como fuera a los medios de comunicación independientes, primera y mortal maniobra de Chávez para sacar al pueblo de las calles y liquidar la esperanza de restaurar a corto plazo y pacíficamente la democracia en Venezuela.

 

   Llamar las cosas por su nombre  

 

   El fracaso de las movilizaciones de la sociedad civil que mantuvieron en vilo a Venezuela entre abril y diciembre del año 2002, fue el argumento empleado por la dirigencia opositora para tomar en ese momento la crucial decisión de no seguir llamando las cosas por su nombre. Inexplicable aspiración a portarse bien a toda costa que tuvo su momento más patético poco antes del referéndum revocatorio, cuando Enrique Mendoza, al presentar en sociedad el comando de campaña de la Coordinador Democrática, llegó a la temeridad de sostener que la victoria de la alianza en las urnas del 15 de agosto garantizaba la continuidad democrática del Estado. Desfigurada y muy costosa interpretación de la realidad política, que desde entonces oscurece el horizonte político de Venezuela.

 

   El referéndum revocatorio del mandato presidencial de Chávez constituía, por supuesto, un hecho electoral excepcional, pues lo condenaba a ser su único contrincante. Una especificidad que en nada lo favorecía, ya que lo obligaba a someter su futuro político al escrutinio popular sin otra referencia que la solitaria desnudez de su propia gestión de gobierno. De ahí que la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia acudiera de inmediato en su ayuda y dictara una sentencia cuya única finalidad fue arrebatarle su sentido al artículo 72 de la Constitución, en el que se establece que “cuando igual o mayor número de electores que eligieron al funcionario hubieran votado a favor de la revocación… se considerará revocado su mandato y se procederá a cubrir la falta absoluta conforme a lo dispuesto en esta Constitución y en las leyes.”

 

   La espuria sentencia de la Sala Constitucional enmendaba de un solo plumazo el fondo y la forma del artículo, sin tener facultad para hacerlo, y le concedía a los partidarios de Chávez el derecho a participar en la votación, opción que ni siquiera se insinuaba en la norma constitucional. De este tramposo modo, ya no bastaba igualar o superar la votación obtenida por Chávez en julio del año 2000, fecha de su segunda elección como presidente de la República. Ahora, para sacarlo del Palacio de Miraflores, el SÍ de la oposición tendría que competir y derrotar al NO del oficialismo.

 

   La Coordinadora Democrática acató este golpe franco contra la Constitución sin protestar. Según declaró por aquellos días Pompeyo Márquez en nombre de la alianza opositora, con trampas o sin trampas, Chávez sería derrotado el 15 de agosto. En consecuencia, la oposición, cegada por el triunfalismo, ratificó su estrategia de no agredir a Chávez ni con el pétalo de una rosa. Es decir, que en lugar de denunciar las trampas que desde hacía más de un año contaminaban el proceso y exigir el fiel cumplimiento de la Constitución, prefirieron limitar su debate con Chávez a una discusión técnica sobre políticas públicas, como si el régimen no tuviera pasado, ideología ni proyecto político antidemocrático, y como si en verdad los venezolanos no iban a jugarse el destino de Venezuela como nación en las mesas del referéndum revocatorio.

 

   Dentro de este contexto de extrema aberración electoralista, el viernes 9 de julio la Coordinadora Democrática presentó su programa de Gobierno, una medida que contribuyó poderosamente a favorecer la estrategia de Chávez. El plan, llamado Consenso País, compartía con el régimen el objetivo de transformar lo que en realidad era una confrontación entre estado de Derecho y gobierno de facto, en una competencia electoral a la usanza del antiguo régimen, como si aquella conversión del referéndum en plebiscito fuera la elección entre dos opciones posibles de gobierno dentro del marco de un régimen político aceptado por ambas partes.

 

   Con mucha razón, un día antes de la presentación del Programa de Gobierno opositor, listado de ofertas electorales que no hacían la menor referencia a la peligrosa naturaleza del régimen chavista ni a su objetivo final, en un foro titulado “Autoritarismo y democracia”, Miguel Henrique Otero, presidente-editor del diario El Nacional, advirtió que “si nos dejamos ganar esto, porque no tenemos suficiente inteligencia y consistencia, nos merecemos a Chávez 100 años.”

   Nada muere ni se transforma

 

   Augusto Monterroso nos cuenta, con la única frase del cuento más breve de la literatura universal, que “al despertar, el dinosaurio seguía allí.” Millones de venezolanos descubrieron esta agobiante realidad a las 4 de la madrugada del lunes 16 de agosto de 2004. El domingo, durante horas, habían hecho colas interminables a las puertas de los colegios electorales para expresar cívicamente su rechazo a Hugo Chávez. Ahora, Francisco Carrasquero, presidente del Consejo Nacional Electoral, anunciaba a tambor batiente la derrota del SÍ. Nadie se lo podía creer.

 

   Al caer la tarde del domingo, Henry Ramos Allup, Felipe Mujica y César Pérez Vivas, principales dirigentes de los tres más importantes partidos políticos de la era democrática, Acción Democrática, Movimiento al Socialismo y COPEI, sonrientes y felices como tres niños el día de Navidad, mostraron ante las cámaras de la televisión su confianza ciega en el triunfo opositor haciendo con los dedos la señal de la victoria. Más de media Venezuela se fue esa noche a la cama con la certidumbre de que Chávez había mordido el sucio polvo de un fracaso electoral irremediable. Al despuntar el alba, el mundo era otro. Ramos Allup, el seño fruncido por su grave error de cálculo, mientras Enrique Mendoza, secretario ejecutivo de la alianza, daba media vuelta y desaparecía, le pedía a los venezolanos un poco de tiempo para encontrar una explicación lógica de lo ocurrido.

 

   Ramos Allup nunca despejó esa incógnita y muy pronto la perplejidad, el abatimiento y la indignación se adueñaron del ánimo de la Venezuela opositora. Sobre todo, porque poco después del mediodía, Jimmy Carter y César Gaviria, secretario general de la OEA, certificaron la verdad de unas cifras oficiales que le daban al NO la victoria por un margen inconcebible de 20 puntos.

 

   Al día siguiente, la incómoda pregunta que se hacían los venezolanos ya no respondía tanto a la necesidad de conocer el por qué de ese desconcertante resultado, sino a la de entender cómo y por qué la dirigencia política de la oposición, a pesar de muchas y aparatosas violaciones del gobierno a la Constitución, esgrimiendo el argumento de que con trampas o sin trampas el referéndum estaba blindado, aceptó las ilegalidades que una a una habían ido desmantelando la posibilidad de celebrar esa consulta electoral en condiciones de equidad y transparencia. Y por qué, en lugar de enfrentar con justificada firmeza la realidad de un fraude progresivo que paso a paso iba dejando a la sociedad civil en una situación de abandono, minusvalía y vulnerabilidad insuperables, decidieron acudir mansamente al matadero de unas urnas trucadas. Pasando por alto, desde la designación de un CNE al margen de las normas constitucionales, hasta la nacionalización vertiginosa de casi dos millones de extranjeros, la sospechosa incorporación de máquinas captahuellas vinculadas electrónicamente a las de votación, las migraciones ilegales de electores y los ostensibles abusos de poder, como el invento de las llamadas planillas planas para obligar a la oposición a repetir el acto de recoger los millones de firmas imprescindibles para convocar el referéndum revocatorio, hasta la grosera conversión del referéndum en plebiscito.

 

   El gran error de la Coordinadora Democrática fue no admitir siquiera la naturaleza totalitaria del chavismo. Exactamente lo que hace ahora la MUD. Como si no hubieran pasado 12 duros años. Creer que el régimen era tan democrático como los de antaño y que bastaba la experiencia de los viejos partidos, acrisolada en años de ejercicio burocrático-parlamentario para acorralar a Chávez entonces, a Maduro ahora, a punta de votos y sacarlos pacíficamente de Miraflores. Sostener contra viento y marea que gracias a la presunta destreza política de los jefes de la oposición ni Chávez ni Maduro podrían sobrevivir a una calamidad electoral y no querer entender que las revoluciones no se miden en las urnas de ninguna verdadera elección ni que los aparentes retrocesos de Chávez entonces y de Maduro ahora, en lugar de ser evidentes muestras del debilitamiento de su poder, siempre han sido simulacros y cebos para conducir a sus adversarios a nuevas y mortales emboscadas.

 

   Como señalaba The New York Times en un editorial publicado dos días después de conocerse los resultados oficiales del referéndum revocatorio, a la oposición le faltó “eficacia y realismo” para encarar el desafío que le presentaba Chávez. Lamentablemente, uno tiene estos días de conflictos sin precedentes la impresión de que la MUD, al garantizarle al régimen su propósito de salir de Nicolás Maduro “sin máscaras ni piedras”, es decir, portándose bien a pesar de su llamado a la “rebelión constitucional” contra la Asamblea Nacional, valga decir, contra el mandato que la inmensa mayoría de los electores le dio a sus legisladores el pasado 6 de diciembre, repite aquel indignante despropósito de la Coordinadora. De nuevo sin máscaras ni piedras, como reconocía Torrealba, sin ninguna eficacia y, por supuesto, sin realismo alguno. Facilitando ahora la permanencia de Maduro en el poder, tal como entonces se le facilitó a Chávez.

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