Laberintos: ¿Se desvanece el bolivarianismo en América Latina?
La próxima semana Barack Obama visitará Cuba, un hecho inaudito que demuestra que en el mundo desmesurado de América Latina todo es posible. Incluso que el líder de la muy antidemocrática y antiimperialista revolución cubana, sonriente y feliz, reciba en el aeropuerto internacional de La Habana al jefe del enemigo malo. Se trata, por supuesto, de un vuelco necesario y radical al proceso político cubano y al entramado de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, cuyo inició se produjo hace apenas un año, el 17 de diciembre de 2014, con una sorpresiva conversación telefónica entre Obama y Raúl Castro, y que tuvo su momento más revelador durante la Cumbre de las Américas, celebrada en Panamá en abril del año pasado, y tendrá ahora sus 48 horas de gloria en las calles de la capital cubana.
Mientras esto ocurre en la mayor de las Antillas, en el resto de América ya han comenzado a soplar aires de cambios profundos. En Argentina, por ejemplo, la victoria electoral de Mauricio Macri cerró el ciclo kirchnerista del peronismo argentino. En Ecuador, donde Rafael Correa ha comprendido que sus mejores tiempos ya han pasado y en Bolivia, por supuesto, donde Evo Morales, derrotado en el reciente plebiscito de febrero, sólo podrá aspirar por tercera vez a la presidencia de Bolivia si antes rompe el hilo constitucional y desconoce su muy clara derrota en las urnas.
No son cambios menores. El socialismo sigue vivo en la región, pero ni la moderación de Michele Bachelet en su segunda presidencia, golpeada además por hechos de corrupción que comprometen a su hijo y a su nuera, ni la de Tabaré Vásquez, en Uruguay, versión no bolivariana del socialismo latinoamericano, frenarán realmente lo que parece ser un desmantelamiento irreversible del delirante sueño imperial de Hugo Chávez.
Para colmo de males, la crisis política y económica afecta tanto a Brasil como a Venezuela, donde miles de personas han salido a las calles a exigir la renuncia de sus respectivos presidentes, Dilma Rousseff, cuya popularidad se ha precipitado al abismo que significa contar con apenas 11 por ciento de respaldo popular, y Nicolás Maduro, acorralado por la peor crisis de la bicentenaria historia republicana de su país, y a quien la circunstancia de su aplastante derrota en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, lo ha llevado al extremo de darle una patada a la constitución para despojar a la Asamblea Nacional de sus funciones legislativas y contraloras y conservar así un poder político que ya no tiene. En la práctica, un vulgar fujimorazo, en este caso sin recurrir a la fuerza, sino a los fraudulentos y anticonstitucionales mecanismos jurídicos implementados por el Tribunal Supremo Electoral. Autogolpe de Estado, o autogolpe jurídico, como lo llama Héctor Schamis en su columna de esta semana en El País de España, pero a fin de cuentas inadmisible golpe de mano del chavismo.
En Brasil ocurre algo parecido, pero dentro de los márgenes de una indiscutible democracia. Desde que la imaginación europea del siglo XVI le atribuyó a Cristóbal Colón la hazaña de haber descubierto un mundo nuevo y el exceso barroco de recuperar la ilusión renacentista de los paisajes bucólicos para inventarse el mito del buen salvaje, todo en América Latina ha respondido a la desmesura. En este universo donde parece que no ha existido nunca mucha diferencia entre los hechos tangibles y los que sólo pueden ser considerados frutos maravillosos de la imaginación y el delirio, también debemos incluir el mito que ha sido Luiz Inácio Lula da Silva: humilde obrero metalúrgico convertido por la dictadura militar en líder sindical capaz de paralizar la vida de Sao Paulo durante 41 días, ser dos veces presidente de su país, promotor y estrella permanente del congreso permanente de la izquierda más radical en el llamado Foro de Sao Paulo, capaz además de seducir con su discurso y su carisma a los más altos representantes del poder político y económico del mundo, agrupados en el Foro Económico Mundial que se reúne todos los años en Davos, y quienes en febrero de 2010 lo designaron Estadista Global.
Tantos prodigios juntos no podían ser verdad y cuando Dilma Rousseff, su más destacada discípula, fue electa presidenta de Brasil por segunda vez, con la economía en grave crisis recesiva y una población cada día más descontenta por el desempleo y la inflación, estalló el gran escándalo de la corrupción en Petrobras, la principal empresa estatal brasileña, que con su estruendo apagó de golpe la buena estrella de Rousseff. Las cosas comenzaron entonces a irle mal a Lula da Silva y al Partido de los Trabajadores, partido socialista de tendencia trotskista, fundado por él en 1986. No sólo porque Rousseff se veía cada semana más comprometida por el escándalo, sino porque entre los detenidos, condenado hace pocos días a 19 años de prisión por su participación en esos turbios negocios, estaba su íntimo amigo Mauricio Oderbrecht, presidente de la compañía que lleva su nombre, la principal constructora del país, con gigantescas obras realizadas en Brasil, por supuesto, pero también en Estados Unidos, Europa y América Latina.
Oderbecht solía acompañar a Lula da Silva en sus 8 años de viajes presidenciales por todo el mundo y aprovechaba esa singular circunstancia para hacer grandes negocios. Ahora surgía la sospecha de que Lula da Silva se hubiera beneficiado de los negocios que hacía Oderbrecht bajo su amparo. Mucho más cuando hace pocos días, el pasado 4 de marzo, su casa en Sao Paulo fue allanada por la policía y el propio Lula da Silva fue detenido por tres horas, acusado de lavado de dinero y ocultamiento de patrimonio. Un día más tarde, el fiscal que se ocupa de las investigaciones en Petrobras anunciaba que Lula da Silva también sería imputado por ese caso. A pesar de que muchos brasileños y dirigentes extranjeros como Felipe González lo respaldan, todo permite suponer que Rousseff no llegará al término previsto de su mandato, y que Lula da Silva se verá obligado a renunciar a una nueva candidatura presidencial.
En el marco de esta nueva y cambiante realidad política latinoamericana, la visita de Obama a Cuba reviste una importancia que va más allá de las paces entre La Habana y Washington. En las negociaciones entre el menor de los Castros y el presidente estadounidense, ambos convencidos de que su reunión debe arrojar resultados muy concretos, se destacan tres hechos impostergables. Por una parte, el espinoso tema de los derechos humanos, una contradicción esencial que no puede resolverse así como así, mucho menos a corto plazo, pero que para Estados Unidos, como quedó en evidencia hace pocos días al cancelar John Kerry su visita a Cuba, previa a la de Obama, resulta imprescindible para hacer avanzar su proyecto de normalización de relaciones con el gobierno de la isla. El segundo punto a dilucidar es la devolución a Cuba de la base naval de Guantánamo, de importancia estratégica para Estados Unidos en los tiempos de la Enmienda Platt, pero que de nada le sirve a Washington en la actualidad. Por último, la necesidad de dejar sin efecto el embargo comercial decretado por John F. Kennedy en 1961, ampliado por la ley Helms-Burton. Cualquier ajuste final de cuentas entre los dos viejos y feroces enemigos pasa necesariamente por despejar el camino de estos tres grandes obstáculos.
La gran interrogante en esta difícil ecuación política remite al futuro de Venezuela. O más bien, al futuro de las relaciones de Cuba con Venezuela. El final de la guerra fría condenó a la revolución cubana a transitar su peor momento. Logró escapar de las calamidades del llamado “período especial”, gracias a la aparición de la Venezuela chavista en el escenario latinoamericano. Aunque disminuida por su propia crisis, la ayuda de Venezuela sigue siendo primordial para el desarrollo económico cubano. Sólo el fin del embargo compensaría una eventual pérdida de la generosa “solidaridad” venezolana. Desde esta perspectiva, y si Cuba y Estados Unidos aceptan flexibilizar sus visiones sobre el tema de los derechos humanos, y si asimismo Obama finalmente anuncia en La Habana la disposición de su gobierno a abandonar Guantánamo, sólo quedaría en a agenda de los asuntos pendientes, precisamente en el instante en que la Unión Europea ha decidido reanudar el diálogo político con Cuba, primer paso para llegar a acuerdos económicos, financieros y comerciales de gran envergadura, el tema del embargo. En cuyo caso, y a la vista del progresivo y paralelo entendimiento de Cuba y Estados Unidos y el desmantelamiento del bolivarianismo como proyecto cubano-venezolano de expansión socialista y antiimperialista por América Latina, el tema Venezuela, o sea, la continuidad de Maduro y sus lugartenientes administrando la ya muy devaluada herencia política de Chávez, entraría en una trance sólo superable si se inicia en Venezuela una transición rumbo a la restauración de la democracia y al reacomodo de sus relaciones con Cuba y con los Estados Unidos. Vaya, que viajar a La Habana, puede que también valga una misa.