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Larra, Unamuno, Quevedo y los demás

Mirar hoy a España también es llorar; es vivir soportando un eco ensordecedor

«Escribir como Chateaubriand y Lamartine en la capital del mundo moderno es escribir para la humanidad; digno y noble fin de la palabra del hombre, que es dicha para ser oída. Escribir como escribimos en Madrid es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque uno no escribe siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí?».

Es Larra. Lo escribió en 1836 pero resulta muy actual. No resultaba sencillo escribir entonces ni tampoco ahora en esta España triste y vulgar, en estas aguas estancadas sin nenúfares, en este ambiente como de sala de espera de hospital, entre aire ya respirado y luces amarillas. Todo es un soliloquio enrarecido desde el que tratamos de buscar un punto de vista, o un lugar desde el que observar, o una actitud con la que hacerlo. Es inútil. Nadie escucha. Dice Umbral que a Larra no lo mató una pistola sino el asco de las cosas y el dolor de España. Y Machado que «Larra se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de encontrarla».

Unamuno, un siglo después: «Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente este o aquel problema (…) se lo atribuyen o a negocio o a afán de notoriedad y ansia de singularizarse. No se comprende aquí ya ni la locura (…). Lo de la razón de la sinrazón es ya un hecho para todos estos miserables». O esto: «Quedamos, me parece, que esta nuestra España es, en su mayor parte al menos, una charca y nada más que una charca de aguas estancadas y quietas, animadoras de tercianas. (…)». O esto otro: «De las últimas salvajadas revolucionarias y de las represivas no nos han alarmado respecto al porvenir de España, tanto sus violencias de hecho como sus sandeces –más que violencias– de palabra. La… llamémosla literatura comunista y su contrapartida, la supuesta literatura antimarxista –ni unos ni otros entienden palabra de marxismo–, son las dos caras –o si se quiere la cara y la cruz– de una misma trágica deficiencia mental. A la insondable mentecatez de las hojas asturianas de propaganda comunista sólo se emparejaba la insondable mentecatez de los que pretendían monopolizar la decencia y el patriotismo, de los que han inventado esa majadería de la Antiespaña. Estupidez, sandeces, deficiencia mental, mentecatez, majadería».

Un siglo después de Unamuno, dos de Larra, tres de Gracián o cuatro de Cervantes y de Quevedoseguimos escribiendo sin poder borrar de la mirada la mota negra. Mirar hoy a España también es llorar; es vivir soportando un eco ensordecedor, el de nuestra propia voz humillada por la misma mediocridad que entonces, mientras caminamos juntos hacia el peor exilio, que no es el de la renuncia a la patria propia sino, por supuesto, la renuncia a su esperanza de razón y de belleza.

 

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