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Las cinco teorías conspirativas que Putin ha convertido en armas

Foto: Mladen Antonov/Agence France-Presse — Getty Images

El autor, Ilya Yablokov es un historiador de medios de comunicación rusos y autor de «Fortress Russia: Teorías conspirativas en el mundo postsoviético».

 

La Rusia de Vladimir Putin se rige por las teorías de la conspiración.

Durante dos décadas, periodistas y funcionarios, en complicidad con el Kremlin, han difundido alegremente desinformación. Por muy inverosímiles o fantásticas que sean -que la CIA estuviera conspirando para desalojar a Putin del poder, por ejemplo- estas narrativas servían a un propósito obvio: reforzar el régimen y garantizar el apoyo público a sus acciones. Independientemente de las opiniones personales de los miembros de la clase política, parecía claro que las teorías no jugaban ningún papel en los cálculos políticos. Eran historias diseñadas para dar sentido a lo que el régimen, para sus propios fines, estaba haciendo.

Ya no es así. Desde el comienzo de la invasión rusa de Ucrania, hace dos meses, la brecha entre la teorías conspirativas y la política del Estado se ha cerrado hasta desaparecer. El pensamiento conspirativo se ha apoderado por completo del país, de arriba a abajo, y ahora parece ser la fuerza que motiva las decisiones del Kremlin. Y el Sr. Putin -que antes se mantenía alejado de dichas teorías conspirativas, dejando su circulación a los medios de comunicación estatales y a los políticos de segundo rango- es su principal promotor.

Es imposible saber lo que hay dentro de la cabeza de Putin, por supuesto. Pero a juzgar por sus belicosos y apasionados discursos antes y después de la invasión, es posible que se crea las teorías conspirativas que repite. He aquí cinco de las teorías más frecuentes que el presidente ha respaldado, con creciente fervor, durante la última década. En conjunto, cuentan la historia de un régimen que se está desintegrando en un pantano de desinformación, paranoia y mendacidad, con un coste terrible para Ucrania y el resto del mundo.

Occidente quiere repartirse el territorio de Rusia

En 2007, en su conferencia de prensa nacional anual, Vladimir Putin recibió una extraña pregunta. ¿Qué pensaba sobre el comentario de la ex secretaria de Estado estadounidense Madeleine Albright de que las riquezas naturales de Rusia deberían ser redistribuidas y controladas por Estados Unidos? Putin respondió que esas ideas eran compartidas por «ciertos políticos», pero que él no estaba al tanto de tal comentario.

Eso es porque era totalmente inventado. Los periodistas de Rossiyskaya Gazeta, un periódico estatal, habían inventado la cita alegando que la inteligencia rusa era capaz de leer la mente de la Sra. Albright. Durante años, no apareció ninguna mención al respecto. Luego, en 2015, el secretario del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa, Nikolai Patrushev, la repitió. Informó con serenidad de que ella había dicho que Rusia no debía controlar Siberia ni su Extremo Oriente, y que por eso Estados Unidos estaba involucrado en Ucrania, donde Rusia estaba ocupada fomentando un conflicto en la parte oriental del país. En ese momento dio la impresión de que Patrushev había perdido el juicio.

Pero en mayo de 2021,  Putin demostró que la teoría no se había olvidado. Entonces declaró que «todo el mundo, quiere quitarnos o arrancarnos un trozo de Rusia» porque «es injusto que sólo Rusia posea las riquezas de una región como Siberia». Una cita inventada se había convertido en «hecho», legitimando el enfoque cada vez más hostil de Putin hacia Occidente.

La OTAN ha convertido a Ucrania en un campo militar

Para Putin, a OTAN es la peor pesadilla posible: sus operaciones militares en Serbia, Irak y Libia han sembrado el temor de que Rusia sea el próximo objetivo de la alianza militar. También es una suerte de «demonio» conveniente, que anima al elemento antioccidental del electorado putinista. En su retórica, la OTAN es sinónimo de Estados Unidos, la mano militar del «Occidente colectivo» que asfixiará a Rusia cuando se debilite.

Así que tiene sentido que la OTAN sea objeto de algunas de las teorías conspirativas más persistentes del régimen, que ven la mano de la organización detrás de los levantamientos populares en todo el mundo. Desde 2014, se han centrado en Ucrania. Desde la revolución ucraniana del Maidan de ese año, en la que los ucranianos forzaron la destitución del pro-ruso, Víktor Yanukóvich, Putin y sus subordinados propagaron la noción de que Ucrania se estaba convirtiendo en un estado títere bajo el control de Estados Unidos. En un largo ensayo publicado en julio de 2021,  Putin dio plena expresión a esta teoría, afirmando que Ucrania estaba totalmente controlada por Occidente y que la OTAN estaba militarizando el país.

Su discurso del 21 de febrero, pocos días antes de la invasión, confirmó que las actividades de la OTAN en Ucrania -que arrastraban al país a la órbita de Occidente- eran, para Putin, la principal razón de la agresión rusa. De manera crucial, la OTAN era lo que dividía a rusos y ucranianos, que por lo demás, en su opinión, eran un solo pueblo. Era la actividad militar occidental la que había convertido a Ucrania en un país antirruso, que albergaba enemigos que pretendían la humillación de Rusia.

La oposición quiere destruir a Rusia desde dentro – y está respaldada por Occidente

La OTAN y Occidente no sólo amenazan a Rusia en el exterior. También generan problemas en el interior. Desde al menos 2004, Putin ha desconfiado de la oposición interna, temiendo una revolución al estilo ucraniano. La «Fortaleza Rusa», siempre socavada por los enemigos extranjeros, se convirtió en una característica de la propaganda del Kremlin. Pero fue la revolución de Maidan la que provocó una confluencia en los mensajes del Kremlin: Los disidentes no sólo traían la discordia a Rusia, sino que además lo hacían siguiendo las órdenes de Occidente. El objetivo era generar en Rusia el mismo caos producido en Ucrania.

En esta línea de pensamiento, las fuerzas de la oposición eran una quinta columna que se infiltraba en la patria, por lo demás pura, lo que llevó a tachar de agentes extranjeros a muchos activistas, periodistas y organizaciones. Aunque Putin nunca se atrevió a pronunciar el nombre de su más acérrimo crítico, Alexei Navalny, sí declaró que Navalny era un agente de la C.I.A. cuyo trabajo de investigación utilizaba «materiales de los servicios especiales norteamericanos». Incluso el envenenamiento de Navalny en agosto de 2020 fue, según el presidente ruso, un complot perpetrado para ensuciar su reputación.

La destrucción de la oposición interna – emprendida sin piedad por el Kremlin en los últimos años – puede considerarse ahora como un requisito previo para la invasión de Ucrania. Desde que comenzó la guerra, se han cerrado los últimos vestigios de medios de comunicación independientes y cientos de miles de personas han huido de Rusia. Cualquier crítica a la guerra puede llevar a los rusos a la cárcel durante 15 años y ganarles el título de traidores que trabajan nefastamente al servicio de los enemigos occidentales. En una señal de que la asociación de la disidencia con los enemigos extranjeros es ya completa, los partidarios de Putin han empezado a marcar las puertas de los activistas de la oposición.

El movimiento global L.G.B.T.Q. es un complot contra Rusia

Esta afirmación -captada crudamente por la declaración de Putin de que en Occidente «los niños pueden desempeñar cinco o seis papeles de género», lo que amenaza al «núcleo fundamental de la  población rusa»- se ha estado gestando durante una década. Un caso penal en 2012 contra Pussy Riot, una banda de punk anárquica crítica con el régimen, fue el punto de inflexión. El Kremlin trató de presentar a la banda y a sus seguidores como un conjunto de provocadores sexualmente subversivos cuyo objetivo era destruir la Iglesia Ortodoxa Rusa y los valores tradicionales. Las denuncias se extendieron a organizaciones no gubernamentales extranjeras y a activistas de L.G.B.T.Q., acusados de corromper a los rusos desde la infancia. Pronto, el alarmismo contra L.G.B.T.Q. se convirtió en un pilar fundamental de la política del Kremlin.

Fue notablemente eficaz: En 2020, una quinta parte de los rusos encuestados dijeron que querían «eliminar» a las lesbianas y los gays de la sociedad rusa. Respondían a una campaña de propaganda, llevada a cabo por los medios de comunicación estatales, en la que se afirmaba que los derechos de los gays y lesbianas eran una invención de Occidente, con el potencial de destrozar la estabilidad social rusa. Cuando Putin presentó el manifiesto de su partido antes de las elecciones parlamentarias de 2021, llevó las cosas un poco más lejos, afirmando que en Occidente no se intentaba abolir el concepto de género, y se permitía que los profesores de las escuelas decidieran el género de los niños, independientemente de los deseos de los padres. Se trata, dijo, de un crimen contra la humanidad.

Las actitudes progresistas de Occidente respecto a la diversidad sexual acabaron por jugar a favor del conflicto bélico ucraniano. En marzo, el Patriarca Kirill, jefe de la Iglesia Ortodoxa Rusa, afirmó que la invasión era necesaria para proteger a los rusoparlantes de Ucrania de un Occidente que insiste en que cualquier participante en su club de naciones celebre una marcha del orgullo gay. La supuesta conducta depredadora a favorde los derechos de los L.G.B.T.Q. tenía que ser respondida con la fuerza justa.

Ucrania está preparando armas biológicas para usarlas contra Rusia

Esta teoría de la conspiración, la más reciente de las grandes patrañas del Kremlin, ha florecido desde el comienzo de la guerra, aunque se hace eco de unas declaraciones de Putin en 2017, cuando acusó a expertos occidentales de recoger material biológico de ciudadanos rusos para experimentos científicos.

En la segunda semana de la guerra, los blogueros afines al régimen y luego políticos de alto rango, incluido el ministro de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, afirmaron que la inteligencia rusa había obtenido pruebas de que Estados Unidos y Ucrania estaban desarrollando armas biológicas -en forma de murciélagos y pájaros enfermos- para propagar diversos virus en Rusia. El Ministerio de Defensa sugirió que había desenterrado documentos que confirmaban dicha colaboración.

Para añadir peso a la afirmación, los medios de comunicación estatales rusos repitieron un comentario hecho por Tucker Carlson, un presentador de Fox News, de que la Casa Blanca estaba involucrada en la guerra biológica contra Rusia en Ucrania. No había, por supuesto, ninguna prueba creíble de nada de eso. Pero la historia se extendió por toda Rusia, y el Kremlin incluso convocó una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU para discutirla. Después de todo, Hunter Biden probablemente lo estaba financiando.

Todas estas cinco teorías conspirativas, y muchas más, han encontrado su lugar en la Rusia de la guerra. Se utilizan para justificar la agresión a Ucrania, y lo hacen tanto los ciudadanos de a pie como  el Kremlin. Además, las teorías de conspiración se han convertido en una forma de rechazar las crecientes pruebas de las atrocidades rusas, que en su lugar se presentan como trampas extranjeras. Los crímenes de Bucha, por ejemplo, se achacaron inmediatamente a los ucranianos, que aparentemente escenificaron las fotos o mataron a personas inocentes para tender una trampa al ejército ruso. Mientras tanto, se piensa que Hollywood está trabajando duro para producir escenas de envenenamiento masivo con el fin de desacreditar aún más a Rusia. La CIA está tejiendo su red.

De las batallas de palabras en los programas de entrevistas y en línea, las teorías conspirativas se han convertido efectivamente en un arma que mata a personas reales. Eso ya da bastante miedo. Pero lo más aterrador es que Putin, haciendo una guerra sin freno, parece creerlas.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL

The New York Times

The Five Conspiracy Theories That Putin Has Weaponized

 

Mr. Yablokov is a historian of Russian media and the author of “Fortress Russia: Conspiracy Theories in the Post-Soviet World.”

 

Vladimir Putin’s Russia is driven by conspiracy theories.

For two decades, journalists and officials, in concert with the Kremlin, have merrily spread disinformation. However far-fetched or fantastical — that the C.I.A. was plotting to oust Mr. Putin from power, for example — these tales served an obvious purpose: to bolster the regime and guarantee public support for its actions. Whatever the personal views of members of the political establishment, it seemed clear that the theories played no role in political calculations. They were stories designed to make sense of what the regime, for its own purposes, was doing.

Not anymore. Since the beginning of Russia’s invasion of Ukraine two months ago, the gap between conspiracy theory and state policy has closed to a vanishing point. Conspiratorial thinking has taken complete hold of the country, from top to bottom, and now seems to be the motivating force behind the Kremlin’s decisions. And Mr. Putin — who previously kept his distance from conspiracy theories, leaving their circulation to state media and second-rank politicians — is their chief promoter.

It is impossible to know what is inside Mr. Putin’s head, of course. But to judge from his bellicose and impassioned speeches before the invasion and since then, he may believe the conspiracy theories he repeats. Here are five of the most prevalent theories that the president has endorsed, with increasing fervor, over the past decade. Together, they tell a story of a regime disintegrating into a morass of misinformation, paranoia and mendacity, at a terrible cost to Ukraine and the rest of the world.

In 2007, at his annual national news conference, Mr. Putin was asked a strange question. What did he think about the former U.S. secretary of state Madeleine Albright’s comment that Russia’s natural riches should be redistributed and controlled by America? Mr. Putin replied that such ideas were shared by “certain politicians” but he didn’t know about the remark.

That’s because it was entirely made up. Journalists at Rossiyskaya Gazeta, a state-owned newspaper, had invented the quote on the grounds that Russian intelligence was able to read Ms. Albright’s mind. For years, there appeared to be no mention of it. Then in 2015, the secretary of the Russian Federation Security Council, Nikolai Patrushev, repeated it. He reported serenely that she had said Russia should not control Siberia or its Far East — and that’s why America was involved in Ukraine, where Russia was busy fomenting a conflict in the eastern part of the country. At the time it felt as though Mr. Putin’s colleague had lost the plot.

But in May 2021, Mr. Putin showed that the theory hadn’t been forgotten. Everyone, the president declared, “wants to bite us or bite off a piece of Russia” because “it is unjust for Russia alone to possess the riches of a region like Siberia.” An invented quote had become “fact,” legitimizing Mr. Putin’s ever more hostile approach to the West.

NATO is Mr. Putin’s worst nightmare: Its military operations in Serbia, Iraq and Libya have planted the fear that Russia will be the military alliance’s next target. It’s also a convenient boogeyman that animates the anti-Western element of Mr. Putin’s electorate. In his rhetoric, NATO is synonymous with the United States, the military hand of the collective West that will suffocate Russia whenever it becomes weak.

So it makes sense that NATO is the subject of some of the regime’s most persistent conspiracy theories, which see the organization’s hand behind popular uprisings around the world. Since 2014, they have focused on Ukraine. Since Ukraine’s Maidan revolution that year, in which Ukrainians forced the ouster of the Russia-friendly Viktor Yanukovych, Mr. Putin and his subordinates propagated the notion that Ukraine was turning into a puppet state under the control of the United States. In a long essay published in July 2021, Mr. Putin gave fullest expression to this theory, claiming that Ukraine was fully controlled by the West and that NATO was militarizing the country.

His speech on Feb. 21, just days before the invasion, confirmed that NATO’s activities in Ukraine — dragging the country into the West’s orbit — were, for Mr. Putin, the chief reason for Russia’s aggression. Crucially, NATO was what divided Russians and Ukrainians, who otherwise, in his view, were one people. It was Western military activity that had turned Ukraine into an anti-Russia, harboring enemies aiming at Russian humiliation.

NATO and the West menace Russia not just externally. They also cause trouble within. Since at least 2004, Mr. Putin has been suspicious of domestic opposition, fearing a Ukrainian-style revolution. Fortress Russia, forever undermined by foreign enemies, became a feature of Kremlin propaganda. But it was the Maidan revolution that brought about a confluence in the Kremlin’s messaging: Not only were dissidents bringing discord to Russia, but they were also doing so under orders from the West. The aim was to turn Russia into a mess like Ukraine.

In this line of thinking, opposition forces were a fifth column infiltrating the otherwise pure motherland — and it led to the branding of activists, journalists and organizations as foreign agents. Though Mr. Putin could never bring himself to utter the name of his fiercest critic, Alexei Navalny, Mr. Putin stated that Mr. Navalny was a C.I.A. agent whose investigative work used “materials from the U.S. special services.” Even Mr. Navalny’s poisoning in August 2020 was, according to the president, a plot perpetrated to blacken Mr. Putin’s reputation.

The clearing away of domestic opposition — ruthlessly undertaken by the Kremlin in recent years — can now be seen as a prerequisite for the invasion of Ukraine. Since the war began, the last vestiges of independent media have been closed down, and hundreds of thousands of people have fled Russia. Any criticism of the war can land Russians in prison for 15 years and earn them the title of traitor, working nefariously in the service of Russia’s Western enemies. In a sign that the association of dissent with foreign enemies is now complete, Mr. Putin’s supporters have taken to marking the doors of opposition activists.

This claim — starkly captured by Mr. Putin’s statement that in the West, “children can play five or six gender roles,” threatening Russia’s “core population” — has been brewing for a decade. A criminal case in 2012 against Pussy Riot, an anarchic punk band critical of the regime, was the tipping point. The Kremlin sought to portray the band and its followers as a set of sexually subversive provocateurs whose aim was to destroy the Russian Orthodox Church and traditional values. The complaints spread to foreign nongovernmental organizations and L.G.B.T.Q. activists, accused of corrupting Russians from infancy. Soon, anti-L.G.B.T.Q. scaremongering became a major plank of Kremlin policy.

It was remarkably effective: By 2020, one-fifth of Russians surveyed said they wanted to “eliminate” lesbian and gay people from Russian society. They were responding to a propaganda campaign, undertaken by state media, claiming that L.G.B.T.Q. rights were an invention of the West, with the potential to shatter Russian social stability. Mr. Putin, unveiling his party’s manifesto ahead of 2021’s parliamentary elections, took things a step further — claiming that when people in the West weren’t trying to outright abolish the concept of gender, they were allowing teachers in schools to decide on a child’s gender, irrespective of parental wishes. It was, he said, a crime against humanity.

The West’s progressive attitudes to sexual diversity eventually played into the Ukrainian war effort. In MarchPatriarch Kirill, the head of the Russian Orthodox Church, claimed the invasion was necessary to protect Russian speakers in Ukraine from a West that insists any entrant to its club of nations host a gay pride march. The supposed predations of L.G.B.T.Q. rights had to be met with righteous force.

The newest of the Kremlin’s major hoaxes, this conspiracy theory has flourished since the start of the war — though it echoes Mr. Putin’s remarks in 2017, when he accused Western experts of collecting biological material from Russians for scientific experiments.

In the second week of the war, regime-friendly bloggers and then top-ranking politicians, including Foreign Minister Sergei Lavrov, claimed that Russian intelligence had obtained evidence that America and Ukraine were developing biological weapons — in the form of disease-ridden bats and birds — to spread viruses in Russia. The Ministry of Defense suggested it had unearthed documents that confirmed the collaboration.

To add ballast to the claim, state media repeated a remark made by Tucker Carlson, a Fox News host, that the White House was involved in biowarfare against Russia in Ukraine. There was, of course, no credible evidence for anything of the sort. But the story spread across Russia, and the Kremlin even convened a U.N. Security Council meeting to discuss it. After all, Hunter Biden was probably financing it.

All five of these conspiracy theories, and many more, have found their place in wartime Russia. They are used to justify the war in Ukraine, both by ordinary citizens and by the Kremlin. What’s more, conspiracy theories have become a way to reject mounting evidence of Russian atrocities — which are recast instead as foreign skulduggery. The crimes at Bucha, for example, were immediately blamed on the Ukrainians, who apparently either staged the photos or killed innocent people to set up the Russian Army. Hollywood, meanwhile, is believed to be working hard to produce scenes of mass poisoning to further discredit Russia. The C.I.A. is spinning its web.

From battles of words on talk shows and online, conspiracy theories have effectively turned into a weapon that kills real people. That’s scary enough. But the most frightening thing is that Mr. Putin, waging war without restraint, seems to believe them.

 

 

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