Las defecciones del orteguismo fueron claves en la insurrección de 2018: ahora, hay que fomentar muchas más
La gran mayoría de estas personas no participó en violaciones de derechos humanos en el país. Aun así, pueden tener miedo a una transición
“No hay transición cuyo comienzo no sean las consecuencias, directas o indirectas, de divisiones importantes
dentro del propio régimen autoritario”
Guillermo O’ Donnell. [1]
Mientras escuchaba las declaraciones del embajador Arturo McFields explicando el por qué desertó del Gobierno de Daniel Ortega, pensaba en esta frase del politólogo Guillermo O’ Donnell, una de las principales referencias académicas sobre el tema de transiciones democráticas. Y me recordó que en Nicaragua la deserción del orteguismo ha sido, de una manera u otra, una línea constante en el movimiento hacia la democracia en los últimos años, y hay que hacer más para seguir fomentándola.
En el caso del embajador McFields, atribuye su deserción a una reacción visceral a la crueldad con la que se tratan a los reos políticos, citando específicamente el caso de Tamara Dávila, que en su ‘juicio’ no protestó el aislamiento al que ha sido sujeta en la cárcel, de por sí ya un tipo de tortura, pero sí exigió que la dejaran ver a su hija de cinco años, a quien no ha visto por casi un año por decisión arbitraria del régimen. Otros cuadros han roto con el partido por su imposibilidad de apoyar la masacre e injusticia contra la ciudadanía en 2018, como lo describió Ligia Gómez, exsecretaria política del FSLN en el Banco Central en ese momento: “Por tener un salario, no puede uno apoyar algo que pasó de los límites humanos”.
Pero enfocarnos solo en estos pocos casos visibles sería un error que minimizaría un movimiento que es mucho más prevalente e importante, y parte esencial para la derrota de Ortega. Parte de lo asombroso y conmovedor del movimiento autoconvocado de abril 2018 fue esa ruptura con Ortega que parecía suceder instantáneamente en todo el país: la escena de bases tradicionalmente sandinistas en Masaya, León y Estelí, y otras ciudades montando tranques; el liderazgo de estudiantes de las universidades públicas en las protestas, a pesar del poder y fuerte censura de UNEN hacia el estudiantado y las plantas docentes y administrativas; la movilización de barrios de clase trabajadora, que el Gobierno pensaba haber cooptado con distribuciones de paquetes sociales, erigiendo barricadas; maestros, policías, médicos, secretarios políticos, y otros trabajadores del estado manifestándose en sus pueblos, sabiendo bien el sacrificio que estaban haciendo con esa traición pública; y grandes partes de la empresa privada, cuyo poder había sido elevado a casi un cogobierno, también rompiendo filas. Muchos otros apoyaron desde adentro de las filas del Gobierno: compartiendo información, frenando y obstaculizando procesos – cosa que ha causado el nivel actual de paranoia del Gobierno de restringir los viajes de sus trabajadores y de buscar “golpistas” en sus estructuras.
Todos estos sectores habían mantenido algún tipo de alianza y codependencia con el orteguismo, sea por necesidad, oportunidad, o creencia ideológica, pero rápidamente fue claro que el orteguismo ya no podía contar con ellos.
Había suficientes razones recientes para justificar esa deserción en masa: la violencia monstruosa por policías y grupos paramilitares hacia manifestantes, así como la ineptitud y corrupción monumental que puso en riesgo las pensiones de cientos de miles de ciudadanos, para comenzar. Pero también el contexto más amplio en el país, en que el 50% de los nicaragüenses mayores de 15 años nacieron de 1985 en adelante, es decir, no recuerdan la revolución, y muchos no ven razón para pasar su juventud defendiendo un lado u otro de esa lucha – sus sueños son más ambiciosos que eso. Asimismo, la dinámica monárquica — en que cualquiera de los ocho hijos Ortega Murillo que siguen con ellos, o sus parejas, tiene más influencia en las finanzas y políticas del Estado que cualquier ministro o excomandante– es aparente para cualquiera, y afecta la lealtad de las bases tradicionales sandinistas.
Como resultado, lo vivido en 2018 fue una insurrección cívica autoconvocada donde fue imposible distinguir un sector regional, socioeconómico o ideológico que liderara, o que se quedara por fuera. Todos esos factores siguen existiendo en Nicaragua, pero protegiendo sus vidas y en silencio.
Entonces, en el ambiente de hoy, queda la pregunta de ¿qué se tiene que hacer para agilizar la ruptura con Ortega de las personas que no lo han hecho? Y ¿cómo se da garantías a las personas que rompan con Ortega, mientras se continúa trabajando para que haya un proceso de justicia en el país?
Las respuestas a esas preguntas tienen que ser discutidas entre la ciudadanía para llegar a algo que se sienta justo. Sin embargo, propongo que se comience tomando en cuenta el factor económico de las personas que trabajan para el Estado. McFields menciona en su entrevista en el programa Esta Noche que muchos tienen miedo a que se les confisquen sus tierras, o de perder sus trabajos. La gran mayoría de casos seguramente entrarían en la segunda categoría. El Estado tiene aproximadamente ciento cincuenta mil trabajadores, desde maestros, personal administrativo, personal médico, conductores, etc., quienes a su vez tienen una cantidad de dependientes varias veces más grande que eso. La gran mayoría de estas personas no participó en violaciones de derechos humanos en el país. Aun así, pueden tener miedo a una transición, ya que una transición democrática (con las pasiones generadas por esta crisis ) podría significar una “barrida” de esos trabajadores, como ha sucedido en otras transiciones. Ese miedo no es irracional en un país con necesidades económicas como Nicaragua, y puede limitar el fervor con el que trabajan en contra de la dictadura.
En ese sentido, propondría que se discuta más abiertamente entre la ciudadanía y todos los que estén trabajando en la transición hacia la democracia sobre cómo una transición afectaría a ese grupo.
Asimismo, es importante hablar sobre ese tema también en el marco de la conversación sobre justicia. Un proceso objetivo y creíble de judicialización de responsables por violaciones a derechos humanos es esencial para que la nación se pueda recuperar. Pero a la vez, es clave mencionar también quien no sería afectado por simplemente haber sido parte del Gobierno. Así se limitaría el círculo de Ortega solo a esas personas responsables de violaciones graves contra la ciudadanía. Si no se aborda esto, esa nebulosidad permite al Gobierno enviar mensajes a sus bases sobre la “revancha” que habrá en contra de todos. Hay que responder a eso de manera enfática. La transición que salga de Ortega no será como una transición normal en épocas de democracia, y hay que tener ciertas conversaciones que no se harían normalmente.
Con el tiempo se hace más claro que Ortega y su familia no tienen intenciones de entregar el poder. La ciudadanía tendrá que seguir presionándolo desde adentro, y para eso se necesitan todas las manos y mentes, especialmente las de los que aún aparentan estar cercanos a él.
[1] Transiciones desde gobiernos autoritarios. Centro Woodrow Wilson. 1986