Las derivas discursivas y políticas de la izquierda
La escena resulta patética, anacrónica y amenazante: en medio de las celebraciones por su triunfo, Claudia Sheinbaum, la recién electa presidenta de México, acoge con entusiasmo la llamada de felicitación de Nicolás Maduro.
Para Maduro, jefe indiscutido de la narcotiranía venezolana, es una oportunidad para insistir en uno de los recursos estratégicos más recurridos por los gobiernos delincuentes: adoptar el útil disfraz de la “izquierda progresista de América Latina”, que le garantiza el apoyo activo o el silencio cómplice de los que se reivindican a sí mismos como izquierdistas.
Como miembros de la categoría “izquierdista”, ya desfigurada por los usos más perversos, también se proclaman otros gobiernos delincuentes o dictaduras sin maquillaje, como las de Cuba y Nicaragua. En la estrechez mental de Scheinbaum, en su dilemática visión del mundo, todo lo que no es de derecha, es de izquierda. Ella es heredera de un método de clasificar la realidad: nieta de izquierdista, hija de izquierdista, ella misma parte del séquito político de López Obrador.
Esta que señalo aquí es una de las derivas políticas y discursivas de las izquierdas: una incapacidad estructural para oponerse y denunciar a los regímenes impostores, a los que hacen negocios con la narcoguerrilla, a los que torturan y violan los derechos humanos, a los que sostienen y se sostienen sobre enormes redes y estructuras de corrupción.
¿Cómo se explica que aquella izquierda que encarnaba la lucha por las libertades; que por mucho tiempo alzó la bandera en contra de la corrupción; que salía a las calles a repudiar los abusos cometidos en contra de trabajadores; que hacía seguimiento milimétrico y sonoras campañas para mostrar las realidades que padecían los presos políticos; cómo se explica que esa izquierda permanezca en silencio ante el avasallamiento de las libertades políticas en Cuba, Venezuela y Nicaragua? ¿Cómo es posible que la persecución, detención y enjuiciamiento a trabajadores y sindicalistas no despierte en ellos la más mínima reacción de solidaridad? ¿Cómo es que permanecen mudos, cuando los regímenes mencionados torturan y matan a los presos políticos, tal como ha sido demostrado una y otra vez?
Los historiadores, los académicos, los estudiosos de la política y el periodismo tienen décadas documentando las miserias y horrores inocultables de los regímenes comunistas o socialistas. No pueden olvidarse algunos de los hitos que han estremecido al mundo: las purgas masivas de 1936 a 1938, donde el estalinismo asesinó a más de 2 millones de personas para cumplir con cuotas de exterminio que le habían dictado desde la cúpula del régimen; el aplastamiento de Hungría en 1956, cuando la sociedad se levantó en contra de la dominación comunista; la invasión de Checoslovaquia por parte de la Unión Soviética, también con el fin de aplastar el proceso político que se había iniciado para alcanzar la libertad.
Y así: la cronología de los crímenes cometidos por el comunismo en China, Corea del Norte, Camboya, Laos, Albania, en los países de Europa del Este sometidos a gigantescas estructuras de espionaje y extorsión, en Etiopía, Mozambique y Angola; el fomento de políticas como guerra de guerrillas o de grupos terroristas; la promoción de hambrunas que acabaron con capas enteras de la población. De todo ello surge un resultado que no es más que el puro espanto: el asesinato masivo de alguna cifra entre 120 y 140 millones de personas.
Vuelvo aquí a la cuestión de la deriva: ¿y qué dicen las izquierdas y los izquierdistas de estos hechos? Nada. Ni una palabra. Han olvidado esta monstruosa sucesión de crímenes. No les parecen relevantes. No se han atrevido a hacer lo que la llamada derecha política hizo hace tiempo y de forma reiterada: denunciar el fascismo, denunciar el nazismo, denunciar a las dictaduras del Cono Sur. La izquierda cobarde calla sus crímenes históricos. Los encubre. Ha escogido la complicidad del silencio.
Pero lo que no ha dejado de hacer es perseguir. Porque esa es su naturaleza: perseguir siempre, acosar, rodear las libertades hasta aniquilarlas para imponer nuevas formas de control, regulación y sometimiento. Así, la izquierda que hace décadas luchaba por las libertades, en su versión posmoderna, es la izquierda que convierte las políticas identitarias en nuevas formas de inquisición; que expande el miedo y el acoso a cualquier uso del lenguaje que no sea el de lo políticamente correcto; que pretende imponer usos torcidos de la lengua para adaptarlos a sus intereses culturales.
Es la izquierda posmoderna la que desarrolla estrategias para erosionar las instituciones y el Estado de Derecho; la que restringe todas las formas de libertad en los ámbitos del trabajo y la producción; que ha desarrollado mecanismos de censura, que se han proyectado a lo legal, para crear una creciente cultura de victimismo que ahora mismo se extiende por el planeta.
Mientras tanto, en Cuba, Venezuela, Nicaragua, Rusia, China e Irán, por nombrar solo algunos, se tortura y mata a los disidentes, y el silencio de las izquierdas se mantiene inmutable, insensible, ajeno a los sufrimientos de quienes defienden la vida en un mundo libre.