Las dos espaldas del ensayo
“En el año de Cristo de 1571, a la edad de 38, en la víspera de su aniversario, durante las calendas de marzo, Michel de Montaigne, ya desde tiempo atrás cansado de la esclavitud de la corte y de los empleos públicos, se refugió, todavía en pleno vigor, en el seno de las musas, para encontrar ahí la calma y la entera seguridad, para pasar el resto de los días que le queden por vivir”. Es el propio Montaigne quien coloca solemnemente la inscripción en su castillo. Se trata del recortadatorio de una determinación vital. La decisión de cumplir los votos de paseante.
Ilustración: Adrián Pérez
En la dedicación a su obra se encuentra una resistencia a las seducciones de la hazaña, a las ilusiones del héroe. Una sólida convicción antiépica. La actividad política, la intervención en la vida pública es una esclavitud que rechaza enfáticamente. El escritor desoye el llamado de la responsabilidad, rompe con el hábito de la influencia para refugiarse en su torre. Ante las convulsiones de su tiempo opta por el retiro. El paseo, la conversación, la lectura y la escritura habrán de llenar sus días. Los ensayos que escribe pueden leerse así como una apuesta por la impotencia. “No puedo llevar el registro de mi vida por mis acciones”, escribe pensando en la vanidad. No vive en la actividad sino en la cavilación. Sólo con mis fantasías, sugiere, podrá delinearse mi biografía. La aportación que quiere hacerle a su siglo es el ocio: “en una época en la que hacer el mal es tan común, limitarse a hacer algo inútil es casi loable”. No es injusta por eso la denuncia del ensayo como expresión inservible, una forma de la cobardía, de la indecisión, de la indolencia. Puede ser cierto: desde su nacimiento le ha dado la espalda a la acción.
Montaigne acaricia el paso del mundo. No busca descifrar los resortes de la naturaleza, tan sólo aspira a comprender sus sugerencias. Observador inquieto, no se detiene a destejer pacientemente los filamentos vegetales ni inserta el bisturí en el cuerpo para entender la mecánica de las tripas. Se fastidia con la línea recta, le aburren los trazos de la geometría. Si en el mismo ensayo sobre la vanidad pide que no se le tome por filósofo, es porque quiere registrar con honestidad su alegría y su pesadumbre, antes que ligar con certeza las causas y los efectos. No se desvela desenterrando el origen o imaginando el propósito final. La ciencia es para él muy poca cosa si no se acopla a la inteligencia. No es infrecuente su burla de la academia boba, de la erudición ignorante, de la torpe pericia. Sabe que sería estúpido desconocer los servicios de la ciencia, pero advierte que no la estima tanto como sus contemporáneos. En la ciencia no nace la virtud. La prosa de la sutileza no cuaja en fórmulas, en teoremas, en concepto. El moralista vacilante no es un hombre de ciencia porque no le apetece la verdad.
Se ha visto al ensayo una y otra vez como un género mestizo, como un puente entre lenguajes y saberes. Una ciencia, diría Ortega y Gasset, que afirma sin mostrar su comprobante. Como un espacio intermedio entre el tratado y el aforismo, lo entendió Octavio Paz. Ni la enciclopedia de una disciplina ni una revelación fotográfica. Tal vez, en función de las renuncias de Montaigne, el puente del ensayo podría situarse entre otras fórmulas de la simplificación. El panfleto, por una parte, y el teorema, por la otra. En el panfleto se condensa la pasión combativa. Su denuncia y sus burlas son órdenes. Literatura imperativa. En el otro extremo se ubica el teorema, glacial proposición irrebatible. Una verdad que ha sido puntualmente demostrada. Una verdad fija, exacta, universal e irrefutable.
Porque no ordena ni demuestra, el ensayo se ubica ahí: entre el panfleto y el teorema. Su explícita renuncia a la autoridad lo pone contra el mandón y el maestro. No pretende dirigir la voluntad de nadie ni presenta las escrituras de la verdad. El andarín pasea y le basta. Escribe caminando o montando su caballo. Al escribir sobre la experiencia o sobre los caníbales, sobre el dedo pulgar o la muerte da la espalda a las dos seducciones de la modernidad: la política y la ciencia. No busca el dominio de los otros ni se pretende emisario de la verdad. Nos acompaña, no nos conduce. Montaigne no quiere seguidores porque sabe que “quien sigue a otro no sigue nada, nada encuentra, ni siquiera busca nada”.
Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver.