Las fuerzas oscuras del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua
En el país se les conoce como paramilitares y turbas. Son parte de una amplia fuerza de choque que, desde la llegada de Ortega al poder, han sido empleados en distintos niveles: desde la dispersión de manifestantes con palos y bates, hasta la fuerza letal. Son el principal sostén del régimen, junto a la Policía y el Ejército
La panza delata su sedentarismo. Aquel joven menudo, rápido y elástico que jugaba fútbol en las ligas de los barrios de Managua, la capital de Nicaragua, es historia. Hoy, solo queda un adulto de unos treintaitantos años, regordete y muy lento, demasiado rígido para practicar cualquier deporte. «Ya estoy viejo, pero le hago huevo todavía», dice Ramiro mientras se ata los cordones. Es un sábado de agosto, el cielo está nublado, y a lo lejos suena Bad Bunny. Ramiro llega con su ropa más cómoda para jugar fútbol, ya no con el brillo de antes, de esos años solo le quedó la costumbre de ir todos los fines de semana a la cancha.
Ramiro llegó al parque en su moto. El vehículo está maltrecho, pero todavía le sirve para transportarse de su casa al trabajo. «Es que choqué el año pasado y lo perdí. Ahí voy al suave reuniendo para repararla», explica. Su medio de transporte y su puesto dentro de una institución del Gobierno de Daniel Ortega fue un premio por su «lealtad y compromiso». «Fue una promesa cumplida», dice con mucha determinación, la misma que le exige la agrupación a la que pertenece. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) es el partido omnipresente del país y quien controla la vida de los nicaragüenses a través de represión y vigilancia.
Esa promesa –la de su moto– se la hizo un secretario político del FSLN en mayo de 2018. Ramiro asistió a una reunión organizada por el partido en la que le explicaron que, si quería abandonar el desempleo y tener dos ruedas para moverse, tenía que apoyar a la Policía Nacional a recuperar la ‘paz’ en Nicaragua. Eso, en jerga del partido, significaba aplacar las manifestaciones sociales que, a lo largo de ese año, mantuvieron en vilo al régimen de Ortega.
«Dije que sí. En ese entonces no tenía trabajo y con hijos la cosa era difícil», expresa Ramiro, quien aceptó narrar su testimonio a cambio de que se mantenga su nombre en el anonimato. «Yo no hice nada malo, pero mi jefe nos ha dicho que no tenemos que hablar con nadie», agrega. Dentro del país son pocos los que acceden a hablar con la prensa internacional. Los funcionarios del Estado están controlados a tal punto que, si sus superiores se enteran de que han hablado con un periodista, lo menos leve que les puede pasar sería perder sus empleos. Lo más: forzarlos a un exilio o abrirles un caso judicial por cualquier delito que se les ocurra a la maquinaria de fiscales afines al Gobierno.
«Operación limpieza»
Fue así como Ramiro formó parte de los grupos armados que el círculo de poder sandinista reclutó para reprimir a los manifestantes que levantaron barricadas en Nicaragua como forma de protesta. «Anduve armado, pero ni siquiera disparé el arma. Yo hice el pegue (trabajo) que me encomendaron sin joder a nadie», se excusa. Sin embargo, el saldo de muertos en el marco de las protestas es sangriento. Durante las manifestaciones del 2018 fueron asesinadas 360 personas, según cifras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). La mayoría de ellos eran civiles. Puede que Ramiro no accionara el gatillo, pero muchos de sus colegas sí lo hicieron. Incluso, la CIDH denunció a finales del año de las protestas que el Gobierno realizó ejecuciones extrajudiciales y cometió «crímenes de lesa humanidad».
«Éramos policías voluntarios», continúa Ramiro quien hace suya la narrativa de la dictadura de Ortega sobre los grupos paramilitares. La versión de la pareja presidencial es que varios ciudadanos, por voluntad propia, apoyaron a la Policía Nacional durante los meses de mayo, junio y julio del 2018, para regresar la ‘paz’ a Nicaragua. La realidad, sin embargo, fue otra: sujetos encapuchados, armados con fusiles de guerra a bordo de camionetas Hilux junto a oficiales uniformados, disparando a matar a todo el que se opusiera al régimen sandinista. A esto se le llamó «operación limpieza«.
«Yo estuve trabajando en Managua, Carazo y Masaya. Todo salió bien porque después regresó la paz», dice Ramiro, quien sostiene entre sus manos las llaves de la moto que le entregaron después de que la última barricada fue arrasada en Nicaragua, y los muertos se contaron en decenas.
El dinero y el factor ideológico suelen ser características determinantes en las fuerzas de choque que operan en el país, bajo complicidad de la Policía y el Ejército. La socióloga Elvira Cuadra, una experta en seguridad pública que ha investigado a profundidad el fenómeno del paramilitarismo en Nicaragua, asegura que existen diferentes grupos violentos dentro de las estructuras del régimen. Uno de ellos son los paramilitares, quienes actúan por una «convicción» arraigada a la idea de «defensa a la Revolución», y otros de menor nivel, empleados para dispersar a manifestantes a través de golpes, sin el uso de armas de fuego.
Bajo esa lógica, quienes representan un mayor peligro por el uso de armamento, muchas veces de guerra, son los paramilitares.
Promesas aplazadas
A Ramiro le motivan más los beneficios que recibe, que la lealtad profunda al partido. La recompensa no llegó de inmediato. El secretario político que le prometió el trabajo y la moto le explicó que debía ser paciente y esperar a enero. Los meses pasaron y la palabra se cumplió, aunque a medias. «Es que también me dijeron que iban a ayudarnos con una casa, pero de eso nada», expresa.
Aunque no le entregaron las llaves de una casa, Ramiro está «agradecido» con el régimen por «apoyarlo». Actualmente trabaja en una institución y gana 10.000 córdobas al mes (unos 280 euros). Al preguntarle si ese salario es suficiente para mantener a su familia, se queda en silencio. «Tengo trabajo. Sé que todo está caro pero tampoco puedo quejarme», dice resignado. «A veces salen cositas y ahí aprovechamos, pero no te voy a mentir, cuesta. La vida no vale lo mismo que antes», agrega nostálgico.
La economía nicaragüense se encuentra en una profunda recesión, agudizada por la pandemia y la crisis sociopolítica que el país arrastra. Entre 2018 y 2020 el PIB se contrajo un -8.8%. El régimen de Ortega también se encuentra en un aislamiento político, después de que la mayoría de países de Occidente no reconociera el cuestionado proceso electoral de 2021, en el que los sandinistas se hicieron con el poder tras encarcelar a siete aspirantes de oposición y a más de 60 personas, entre ellas activistas, defensores de derechos humanos y periodistas.
La violencia de las turbas
Toda manifestación es aplacada por un grupo de hombres con bates, palos o tubos de metal en las manos. Corren hacia las personas que protestan con toda la disposición de estrellarlos en sus cabezas. La idea es infringir miedo y dispersar, para que nadie salga de nuevo de sus casas. Las turbas son un grupo de simpatizantes del régimen que hacen el trabajo sucio a cambio de dinero y han operado en el país desde que el FSLN asumió el poder en 2008.
El 18 de abril de 2018, la activista Ana Quirós, de 65 años, fue uno de los primeros heridos en las protestas más grandes que ha habido en la historia del país contra Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. Un hombre con una camiseta del partido golpeó su cabeza con un tubo de metal. La sangre empapó su camisa. No importó que fuera una persona de la tercera edad.
«Creo que ellos trataron de ir sobre lo que ellos identificaban como cabecillas, y me identificaron a mí. La actuación fue muy dirigida en ese primer momento y luego más organizada», narra Quirós, quien fue expulsada en 2019 por el régimen. Nacida en Costa Rica, vivió más de 30 años en Nicaragua, país en el que formó parte del Movimiento Autónomo de Mujeres, una organización de la sociedad civil. «Después de eso sufrimos acoso permanente. Con frecuencia nos vigilaban las oficinas y las casas», reitera Quirós.
Las turbas no pararon las protestas ese día. Incluso, se duplicaron en más puntos del país. Los paramilitares, con armas y entrenamiento policial, entraron en escena.
La socióloga Cuadra explica así el paramilitarismo: «Tienen características y connotaciones diferentes a las turbas. Son grupos más pequeños, tienen experiencia y formación en operaciones militares, usan armas de guerra, tienen una jerarquía estricta y centralizada. Se despliegan cuando hay situaciones que requieren un nivel de fuerza mayor. Una buena parte de estos grupos paramilitares están conformados por personas con vínculos con el Ejército o la Policía, y que tienen un nivel de fanatismo muy alto. Son gente de mayor confianza del eje de poder principal, y su nivel de responsabilidad y compromiso es más fuerte que la de los grupos de choques».
Cuadra explica que, en la década de los ochenta, cuando el FSLN derrocó al dictador Anastasio Somoza a través de una ofensiva armada, prevaleció un sistema de seguridad conocido como «Defensa de la Revolución» que estaba conformado por simpatizantes del proyecto político que colaboraban con la Policía, la Seguridad del Estado y el Ejército. Había una guerra, y esa fue una de las medidas que tomó el partido para evitar infiltraciones. Sin embargo, quedaron las estructuras que serían activadas en tiempos de paz y contra manifestantes.
Antes de que inicie su partido de fútbol, Ramiro reconoce que en cualquier momento pueden pedir su participación. Ante el cuestionamiento de si continúa dentro de las estructuras de los grupos de los cuales formó parte para ejecutar la operación limpieza, dijo que él y sus demás compañeros están a disposición de lo que ordene la dirigencia del Frente Sandinista. Son la reserva en caso de un nuevo revuelo.