Las guerras de Putin: de Chechenia a Kazajistán, Rusia revive las viejas glorias imperiales
El envío de tropas para ayudar a sofocar la revuelta kazaja se suma a una larga lista de intervención de Moscú en conflictos
En los más de 20 años que lleva ya en el poder, el presidente ruso, Vladimir Putin, se ha metido en numerosas guerras: contra Georgia, contra Ucrania y en Siria para apoyar a un dictador. Ha enviado soldados y mercenarios a Bielorrusia, en donde gobierna otro déspota, a Libia, a varios países africanos, a Nagorno Karabaj y a Tayikistán. Ahora el nuevo campo de operaciones con envío masivo de tropas es Kazajistán, también en auxilio de una tiranía.
Pero su ayuda a regímenes dictatoriales o animadversión y beligerancia hacia democracias consideradas todavía imperfectas como la georgiana o la ucraniana no es algo desinteresado. Los analistas observan detrás de todo ello un afán irrefrenable de reconstruir el viejo Imperio Ruso o de crear al menos un ente similar a lo que fue la desaparecida Unión Soviética.
Y Putin no oculta tal intención. Primero dijo que «la desintegración de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX» y más recientemente calificó aquello de «tragedia». Observando además sus ademanes expansionistas, muchos percibieron sus palabras como una señal de que existe un plan en el Kremlin destinado a ampliar el territorio, las fronteras, la soberanía. Evidentemente, a costa de soberanías ajenas.
El presidente ruso suele repetir con frecuencia que, antes de que la Revolución Bolchevique de 1917 posibilitara la aparición de las repúblicas soviéticas, que pasaron a ser 15 estados tras la desintegración de la URSS, existía el Imperio Ruso de los zares, que aglutinaba prácticamente todos esos territorios. También suele recordar a menudo que casi ninguno de esos actuales países reconocidos por la ONU tuvo jamás un estado y lo subraya en relación con Ucrania, Georgia, Bielorrusia, Azerbaiyán, Moldavia y con algunas de las repúblicas centroasiáticas.
El mes pasado, durante su gran rueda de prensa anual, Putin incidió una vez más en que Ucrania «nunca había sido un estado» y añadió que, por culpa de Vladimir Lenin, el líder bolchevique, Kiev se incorporó «territorios que históricamente habían sido de Rusia y lo hizo sin preguntar a nadie, sin consultar con sus habitantes». En cuanto a Kazajistán, el nacionalismo ruso piensa exactamente lo mismo en relación con las regiones norteñas del país, lo que llama ‘la Siberia del sur’.
Sin embargo, el camino hacia la reunificación de los «territorios rusos que quedaron fuera de Rusia» no lo comenzó Putin, sino su predecesor, Borís Yeltsin. Sucedió en Moldavia y en Georgia, apoyando a los separatistas de Transnistria, Osetia del Sur y Abjasia, lo que provocó guerras en los tres enclaves con participación del Ejército ruso.
De Chechenia a Georgia
Pero el actual jefe del Kremlin intensificó el proceso y llegó todavía más lejos. Se tuvo que estrenar poniéndose al mando de la segunda guerra en Chechenia, en 1999 y, tras la experiencia adquirida, decidió que volvería a emplear el Ejército ante cualquier amenaza a la seguridad del país. No le gustó nada, y nunca lo ocultó, que en Georgia mandase Mijaíl Saakashvili, un prooccidental educado en Estados Unidos, ni tampoco que el proeuropeo Víctor Yúshenko llegase a presidente de Ucrania tras una primera revuelta en el Maidán. No había en aquel momento un pretexto para justificar una intervención militar.
Se lo proporcionó Saakashvili en agosto de 2008, cuando el presidente de Rusia era Dmitri Medvédev. Las palancas del poder continuaban, no obstante, en manos de Putin, que entonces desempeñaba el puesto de primer ministro. El presidente georgiano intentó recuperar Osetia del Sur por la fuerza, bombardeó con cohetes Tsjinvali, su capital, y resultaron atacadas las «fuerzas de paz» rusas allí desplegadas que, sin embargo, no podían o no querían evitar las constantes provocaciones armadas de los osetios.
Rusia reaccionó de forma fulminante, envió sus tropas contra el Ejército georgiano, al que venció sin dificultad, desplegó fuerzas también en Abjasia, y dirigió su dispositivo militar hacia Tiflis, la capital georgiana. Un viaje repentino a Moscú del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, impidió que Rusia continuara avanzando para, según reconoció Putin, «capturar a Saakashvili y colgarle de las pelotas».
Así se lo dijo Putin a Sarkozy en la cara. Como consecuencia, Rusia reconoció la independencia de Osetia del Sur y Abjasia, en donde desplegó bases militares, y las convirtió de facto en protectorados. El acercamiento transitorio a Moscú de las autoridades que sucedieron a Saakashvili no ha servido para recuperar las provincias perdidas.
Ucrania
Otra soberanía vulnerada fue la ucraniana. Tras el triunfo de la segunda revuelta del Maidán, en febrero de 2014, la fuga del entonces presidente, Víctor Yanukóvich, pese a que se alcanzó un acuerdo con la mediación de Alemania, Francia y Polonia, y su destitución por la Rada Suprema (Parlamento), Moscú decidió que se había producido un «golpe de Estado» y además «sangriento», por las muertes habidas en Kiev durante las protestas.
Así que, instigando el malestar de la población local de Crimea, supuestamente temerosa de que los «nazis y fascistas» de Kiev llegaran en masa para masacrarles, Moscú envío soldados a la península desprovistos de sus distintivos de identificación. Se dijo que eran «partisanos» surgidos del «pueblo» para defenderse de los desmanes del nuevo gobierno surgido en Ucrania.
Lo cierto es que ese contingente fuertemente armado de «partisanos voluntarios» tomó la situación bajo control, sustituyeron a las autoridades de Crimea y organizaron un referéndum para la independencia e integración a Rusia. Ese fue el mecanismo de la anexión de una zona que ahora está totalmente militarizada y desde donde se amenaza a Ucrania.
Luego se decidió, en abril de 2014, desgajar Donbass del resto de Ucrania de forma muy parecida. En palabras de Putin, allí se levantaron y tomaron las armas contra Kiev los «mineros y los tractoristas», que no eran sino militares y mercenarios rusos con una pequeña parte de habitantes locales, muchos de ellos delincuentes, adecuadamente entrenados. Donetsk y Lugansk continúan hoy día en manos de unidades prorrusas, pero el Kremlin, de momento, no las reconoce como independientes.
Azerbaiyán
De forma diferente ha obrado Moscú en relación con Azerbaiyán, Bielorrusia, Tayikistán y Kazajistán. Por razones distintas, estos cuatro países pidieron a Rusia el envío de tropas. Tras la guerra que libró Azerbaiyán en el otoño de 2020 para recuperar Nagorno-Karabaj, el presidente ruso propició un acuerdo de paz con Armenia que contemplaba el despliegue de «tropas de paz» rusas en un sector del enclave habitando por armenios, incluyendo la capital, Stepanakert. No parece probable que Bakú recupere algún día esa franja de terreno y logre la retirada del Ejército ruso. Azerbaiyán restableció en parte su soberanía sobre Karabaj, pero no totalmente. Rusia se ha metido de por medio con sus tropas.
Bielorrusia
Bielorrusia, sin embargo, ha cedido su soberanía gustosamente a cambio de que Moscú apuntale su desvencijado régimen. El contingente de tropas rusas allí se incrementó el pasado mes de noviembre a petición de Minsk para hacer frente a una supuesta amenaza de la OTAN en medio de la crisis migratoria provocada por Alexánder Lukashenko, cabeza de la dictadura. El politólogo ruso, Konstantín Sonin, sostiene que Lukashenko «retuvo el poder, entre comillas, a costa de hundir los negocios, provocar un exilio masivo y degradar el poder». A su juicio, «ha sacrificado la soberanía de su país y caído en manos de Rusia en aras de preservar el cargo».
Tayikistán
Tayikistán también cedió su soberanía con el cálculo de que Rusia le saque las castañas del fuego asegurando con sus soldados la defensa de la frontera con un país tan conflictivo como Afganistán, en manos ahora de los talibanes, fanáticos altamente radicalizados. Moscú, no obstante, con una mano muestra la pistola cargada desde Tayikistán, pero la otra se la tiende a los talibanes.
Kazajistán
El caso de Kazajistán, según Sonin, es «paradigmático» en lo que él llama «claudicación de la soberanía» después de «tantos años tratando de construir una nación independiente». El secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, cree que a los kazajos les resultará complicado conseguir la retirada de los rusos. Según su opinión, «una lección de la historia reciente es que una vez que los rusos están en tu casa, a veces es muy difícil lograr que se vayan».