Las lenguas y el paso del tiempo. ¿Mejoran o empeoran?
En lo que respecta al cambio en las lenguas, tratar de dilucidar si el cambio es a mejor o no es en realidad una falacia: las transformaciones nunca afectan la estructura abstracta de las lenguas.
Tengo que reconocer que tenían razón los adultos que me decían, cuando yo era jovencilla, que el tiempo pasa volando. Te despiertas un día y caes en la cuenta de todo lo que ha cambiado alrededor: la tecnología, las costumbres sociales e incluso nuestra propia imagen ante el espejo son muy distintas a como eran hace unos años. Y en este fluir constante, las lenguas no son una excepción. Nuestros usos lingüísticos van cambiando hasta el punto de que no somos capaces de entender lo que hablaban nuestros antepasados. Y eso con independencia de que la lengua cambie o no de nombre, porque tan distinto es el italiano del latín como el inglés o el griego moderno de sus variantes antiguas.
Un asunto que me ha llamado siempre la atención es cómo entendemos los humanos el cambio. Por lo que parece, a los homo sapiens nos aterra el caos, la sinrazón de lo aleatorio, los movimientos en círculo. Por eso, quizá, ante los cambios, buscamos siempre una tendencia lógica: o bien se considera que el cambio es a mejor (en nuestro ámbito, las lenguas evolucionarían para adaptarse mejor a su función) o bien que es a peor (las lenguas se irían degenerando). Un ejemplo paradigmático y cercano es el modo en el que se explica el paso del latín a las lenguas romance. Algunos gramáticos consideran que la lengua madre presentaba una complejidad innecesaria y han creído ver una optimización de los recursos en la desaparición de los casos (una mejora funcional). Por el contrario, otros presentan las lenguas romance como una vulgarización (en el sentido de deterioro) del latín.
No obstante, esta forma de entender el cambio es en realidad una falacia, fruto de uno de nuestros sesgos cognitivos. Para intentar demostrar que las lenguas, efectivamente, cambian a mejor o a peor es necesario especificar en qué ámbitos se va a juzgar su deriva: su valor como herramienta del pensamiento racional, su precisión comunicativa, su belleza… Difícilmente una lengua podría ser mejor o peor en todos los aspectos a la vez. Descartada su valoración funcional, tal vez la única interpretación interesante sería que el tiempo mejorara o empeorara su naturaleza estructural. Pero, por lo que sabemos, las lenguas humanas no han cambiado en ese sentido profundo desde el origen del lenguaje. La razón la da José Luis Mendívil en su libro de 2015 El cambio lingüístico. Sus causas, mecanismos y consecuencias (Síntesis): los procesos que transforman las lenguas a lo largo del tiempo no tienen la capacidad de afectar a la estructura abstracta de las lenguas, sino solo a su forma superficial.
Las lenguas no pueden cambiar de manera profunda, esto es, no pueden mejorar ni empeorar sustancialmente, por una razón muy sencilla: porque son la manifestación de una misma capacidad, de naturaleza cerebral y resulta que el cerebro humano es el mismo en todos los individuos (salvo enfermedad) desde el inicio de la especie. Así, como explica Andrea Moro en The boundaries of Babel (MIT Press, 2008), las lenguas no pueden cambiar indefinidamente porque el cerebro es como es.
Asumir que las lenguas solo cambian superficialmente implica que no hay lenguas más primitivas, ni más evolucionadas que otras. Juan Carlos Moreno Cabrera lo deja claro en La dignidad e igualdad de las lenguas (Alianza Editorial, 2000): el éxito de unas sobre otras no responde a sus características estructurales, sino a motivos políticos y económicos. Es cierto que, por ejemplo, hoy en día el inglés parece una lengua mucho más preparada para el mundo moderno que otras. No obstante, esta idoneidad es consecuencia y no causa de ser la lengua internacional de nuestros tiempos. Todas las lenguas tienen la misma potencialidad y, por tanto, que se usen en unos contextos o en otros depende de motivos ajenos a ellas mismas. No busquéis en la naturaleza de las lenguas lo que no es más que fruto de su uso.