DictaduraEconomía

Las líneas rojas de Raúl Castro y el hundimiento de Cuba

El castrismo no trabaja para maximizar el bienestar del pueblo, sino para evitar el colapso del sistema. Y en ese esquema, toda libertad económica es una amenaza.

En su último discurso como primer secretario del Partido Comunista de Cuba (PCC), Raúl Castro le aclaró a las huestes de arribistas y oportunistas «cuadros» de la organización hasta dónde puede ceder el castrismo en lo económico sin poner en peligro su hegemonía.

Reafirmó que hay que subordinar la política económica a la política del poder, sacrificar la calidad de vida de los cubanos en el altar de los intereses del Partido: «La propiedad de todo el pueblo sobre los medios fundamentales de producción constituye la base del poder real de los trabajadores», dijo cínicamente, como si algún trabajador tuviese poder en Cuba.

No resultaría ni siquiera interesante esta defensa a ultranza de lo estatal si, tras 62 años de verificación práctica, el propio Castro, en el mismo discurso, no convocara a «un estremecimiento de las estructuras empresariales (…) que destierre definitivamente la inercia, el conformismo, la falta de iniciativas y la cómoda espera por instrucciones desde los niveles superiores».

El anciano dirigente reconoció que, tras seis décadas de dominio, la empresa estatal no ha logrado superar la inercia y el conformismo, carece de iniciativa y depende de instrucciones desde arriba. Es decir, es ineficiente. Aun así, ordena no solo mantenerla, sino «afianzar su posición como la forma de gestión dominante«.

Para garantizar este dominio de la empresa estatal, el ministro de Economía, Alejando Gil, adelantó parte de lo que están cocinando para la ley de MiPYMES (micro, pequeña y mediana empresa), ley que llevan anunciando hace años sin acabar de publicar: La empresa privada no podrá tener más de 100 trabajadores. Pero, además, Gil enfatizó que las medidas para evitar que esas empresas progresen no estarán solamente «en la escala de ocupados, sino en la política tributaria, en cómo se redistribuye eso por la vía de los impuestos».

Quien no tenga claro que el castrismo no trabaja para maximizar el bienestar del pueblo sino para evitar el colapso del sistema, se sorprendería de que el Gobierno de un país admitiese abiertamente legislar para que las empresas no puedan desarrollarse. Quienes hemos sufrido el régimen sabemos que, para este, toda libertad económica es una amenaza y solo cede —siempre temporalmente— lo que la necesidad le impone.

¿Y acaso no es esta ley de MiPYMES un reconocimiento castrista del fracaso de sus empresas estatales y de la superioridad del sector privado? Si el Gobierno creyese que la empresa estatal es tan eficiente o más que las privadas, no haría una ley ad hoc contra estas últimas, permitiría confiado la libre competencia. Pero no, sabe que su modelo solo se mantiene mediante imposición, es incompatible con la libertad.

Abogó también Gil por no permitir que el «egoísmo, la codicia y el afán de mayores ingresos» en algunos «inicie un proceso de privatización que (…) desmontaría los sistemas de Educación y de Salud Pública, ambos gratuitos y de acceso universal para todos los cubanos».

La trola de que solo bajo el castrismo existen salud y educación gratuitas y universales la creen firmemente muchos cubanos, incluidos muchos que han viajado. Por más que se les explique que no es gratuita, que ellos la pagan; que no es universal, que es solo para los revolucionarios, y que en numerosos países conviven estos servicios públicos con la libertad de empresa. El adoctrinamiento ha sido tal, que muchos están dispuestos a vivir una vida miserable con tal de tener unos miserables servicios de Salud y Educación.

No olvidó Raúl Castro una de las claves del poder omnímodo del Gobierno, «el principio socialista del monopolio del Estado sobre el comercio exterior«, cosa que a estas alturas solo puede defender mediante otra consumada falacia: «Hay límites que no podemos rebasar porque las consecuencias serían irreversibles y conducirían (…) a la destrucción misma del socialismo y, por ende, de la soberanía e independencia nacionales».

Según la lógica del monarca isleño, el monopolio del comercio exterior es imprescindible para que Cuba sea soberana e independiente. Tal patraña es tan infantiloide que se descalifica sola, pero los «delegados» del Partido la aplauden y los malvados del Gobierno la aplican.

Ante todas esas «cuestiones que no pueden prestarse a la confusión y mucho menos a la ingenuidad», Castro II desempolva una frase que Castro I pronunciara en 1992: «los que hacen concesiones, los que claudican, los que se ablandan, los que traicionan, esos nunca llegan a ninguna parte. Para los Castro, democracia es claudicar, conciliar es ablandarse, conceder es traicionar.

Pero sería un error asumir que estas líneas rojas que marca el propietario de la finca implican inmovilismo. En Cuba hay cambio: se abandona la política de la distribución igualitaria de la miseria basada en la propiedad social de los medios de producción, a favor de un modelo de concentración de la propiedad en la élite burocrática-militar, que solo retribuye a aquellos que directamente le sirven, mientras se desentiende progresivamente de los cubanos que están en el «sector no estatal».

Aunque las autoridades dicen que los cambios en Cuba son «para más socialismo», sigilosamente transforman el modelo carismático-feudal castrista, deslegitimizado por su fracaso económico, en un capitalismo de Estado que el grupúsculo heredero pueda manejar con mayor eficiencia y rentabilidad.

Para ello usan a Díaz-Canel, quien no es más que ese feliz —pues cree que es un premio— contramaestre que sorpresivamente es ascendido a capitán del barco, justo cuando ya la mitad de la nave está sumergida y el hundimiento se avizora. Tonto útil que, henchido de orgullo, se aferra a un timón que ya no responde, mientras los verdaderos gobernantes, en silencio, se reparten con antelación los restos del inminente naufragio.

Si Díaz-Canel es suficientemente astuto como para no perecer en el desastre, será solo una anécdota; lo importante es que en medio de una tormenta que está a punto de dejar pequeño lo peor del Periodo Especial, las líneas rojas del general impiden que el barco-Cuba avance, lo condenan a vivir achicando aguas para que apenas flote sin rumbo. Lo importante es que se mantengan los gobernadores gobernando y la marinería —todo el pueblo— luchando por no ahogarse.

 

 

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