Las masacres de Nicaragua exigen una reacción firme de la comunidad internacional
En 1919, un centenar de soldados del ejército colonial británico al mando del general Dyer ametralló sin piedad a una multitud hindú que celebraba su Festividad del Año Nuevo por desobedecer la Ley de excepción entonces vigente, la cual prohibía reuniones de más de cinco individuos. En la que se conoció como masacre de Amritsar murieron 379 personas y se registraron más de un millar de heridos. Al Gobierno británico le faltó tiempo para culpar a los manifestantes por atacar a los soldados pero, cuando se conoció la mentira, numerosas voces repudiaron aquellas actuaciones contra la multitud desarmada. Esos hechos precedieron al movimiento de resistencia pacífica que Ghandi comenzó inmediatamente después.
Un siglo más tarde, en 2018, y transcurridos setenta años desde la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, fuerzas policiales y parapoliciales que responden al mando del presidente Daniel Ortega disuelven con balas de grueso calibre las manifestaciones pacíficas y encierros de la población nicaragüense por pedir el cese de la represión y, ahora también, por exigir su renuncia y la de su mujer y vicepresidenta, Rosario Murillo. Si Dyer disparaba a mansalva en la que entonces era una colonia británica, Ortega lo hace estas semanas contra su propio pueblo. Y si el Gobierno británico culpaba entonces a los manifestantes de la matanza, Ortega responsabiliza ahora a sus víctimas por protestar y pedir, de forma pacífica, su renuncia.
Ortega se tiene que ir
A fecha de 22 de junio, se han reportado, debido a los ataques de la policía y las fuerzas parapoliciales, 210 muertos y 1.300 heridos. Llegados a este punto, Ortega se tiene que ir. Su pueblo no lo quiere y todo indica que no permitirá su continuidad. Queda saber cuándo y cómo. Y se visualizan dos escenarios: o se llega pronto a un acuerdo en el marco del Diálogo Nacional que conduce la Comisión de Mediación y Testigo presidida por la Conferencia Episcopal de Nicaragua -diálogo en el que participan el Gobierno por un lado, y la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, que reúne a estudiantes, campesinos, sector privado y sociedad civil, por el otro-; o continúa la violencia desatada por Ortega.
La primera opción obliga a Ortega a ordenar el cese de la violencia y la represión y a aceptar, como mínimo, la convocatoria adelantada de elecciones -sin posibilidad de reelección-; la remoción de los desacreditados y nada fiables miembros del Consejo Supremo Electoral y los mandos policiales comprometidos con las masacres; y la creación de una Comisión de Verificación y Seguridad formada por el Gobierno y la Alianza Cívica que -con el apoyo del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Unión Europea, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la OEA y, por otra parte, con la jerarquía de la Iglesia Católica como testigo- garantice el cumplimiento de los acuerdos a los que se llegue.
¿Una guerra civil?
La segunda opción podría acabar desembocando en una guerra civil, aunque uno de los contendientes, la ciudadanía, tendría que luchar con palos, piedras, tirachinas, algunas pistolas y escopetas, mientras la otra, el gobierno con sus fuerzas represivas, lo haría con fusiles, ametralladoras y armamento militar pesado.
Esta segunda opción respondería a la incapacidad de la pareja presidencial de reconocer el enorme rechazo que han ido acumulando por su autoritarismo y corrupción hasta que, con las últimas masacres, agotaron la paciencia de las y los nicaragüenses. Pretender, como afirman, que esta revuelta popular pacífica está promovida por enemigos externos -la derecha mundial, la CIA…- o, como ha llegado a insinuar la vicepresidenta, por espíritus malignos, es de una hipocresía pasmosa. La única realidad que explica la saña en los ataques a la población civil es que esta pareja, encerrada a cal y canto en su residencia presidencial de El Carmen, está bloqueada por su soberbia y ansías de venganza contra un pueblo que se ha hartado de ellos, preocupada por conservar la fortuna amasada en este período, o engañada en su creencia de que puede mantenerse en el poder indefinidamente.
Es difícil predecir por cuál de las dos vías optará Ortega. Los obispos han tenido que posponer en dos ocasiones el Diálogo Nacional. Imposible dialogar mientras continúa la represión. Los últimos ataques se han dirigido contra la población atrincherada en Masaya, y también en Granada y en Rivas. Todos, todos los días, hay nuevas muertes. Pero, por otro lado, el Gobierno invitó, el jueves 21 de junio, al Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, la UE y la CIDH, para que ejerzan una labor de supervisión internacional, cumpliendo lo acordado en una de las sesiones del Diálogo Nacional. Las cartas salieron después de que Ortega recibiese a Carlos Trujillo, embajador estadounidense ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Trujillo le habrá recordado las ventajas de la apuesta por el Diálogo Nacional, ventajas no sólo para la población, pues supondría el fin de la violencia y la posibilidad de cambiar el Gobierno en un plazo inferior al año, sino también para el propio Ortega, porque el acuerdo posiblemente le brindaría alguna salida aceptable -el exilio, una amnistía…- mientras que, al contrario, si continúa la represión, además del sufrimiento que causaría al pueblo, se achicarían sus posibles salidas. Sería muy difícil de evitar -cada día lo es más- que no sufra acusaciones de crímenes de lesa humanidad y sea juzgado por algún tribunal, nacional o internacional.
La población no se fía de Ortega
Ahora bien, en el mejor de los casos, si se acordasen unas elecciones anticipadas para el primer semestre de 2019, quedaría un asunto crucial por resolver: ¿quién presidiría el gobierno hasta su celebración? La población no se fía de Daniel Ortega. “Firmar me harás, cumplir jamás”, dice un dicho nicaragüense. ¿Quién garantiza que Ortega no volvería a hacer de las suyas una vez firmados los acuerdos, recuperada la normalidad en universidades y carreteras, desmontados los tranques -las barricadas- y apaciguado el movimiento de protesta? Su credibilidad, para la gran mayoría de la población, es cero.
Muy probablemente, desde las calles, se va a exigir que Ortega renuncie. Y después sí, que se constituya un gobierno provisional que convoque elecciones y que, incluso, podría estar presidido por algún diputado del partido de Ortega -una solución constitucional, en caso de renuncia de presidente y vicepresidenta-, integrando a algunas personas de la Alianza Cívica.
En cualquier caso, la probabilidad de que continúe la represión y se produzcan nuevas masacres es muy elevada. Lograr el fin de esta pesadilla requiere de una reacción firme de la comunidad internacional. Para ceder, Ortega tiene que sentir la demanda de su pueblo y también una fuerte presión internacional. América Latina y EEUU están dando unos primeros pasos en esta dirección. Así lo atestigua su apoyo casi unánime al Informe presentado por la CIDH en la reunión de la OEA del viernes 22 de junio; un informe que denuncia muertes, heridos, torturas, detenciones ilegales, censura y ataques contra la prensa y otras formas de amedrentamiento dirigidas a disolver las protestas; y que, por otra parte, insta a cesar de inmediato la represión a los manifestantes, a respetar el derecho a la protesta, la libertad de expresión, la reunión pacífica y la participación política de la población, a garantizar la vida, integridad y seguridad de las personas que se están manifestando; y a adoptar medidas para juzgar y sancionar a los responsables de los actos violentos cometidos.
Diálogo Nacional
¿Qué más puede y debe hacer la comunidad internacional, de forma urgente, para facilitar una salida al conflicto? En primer lugar, apoyar incondicionalmente, con declaraciones y medios, lo que decidan los nicaragüenses en el Diálogo Nacional conducido por la Conferencia Episcopal. También, apoyar y reconocer a los obispos y sacerdotes, que han demostrado en todo momento su valor y cercanía al pueblo nicaragüense y salvado muchas vidas. En tercer lugar, apoyar decididamente el funcionamiento de la Comisión de Verificación y Seguridad, garante del cumplimiento de los acuerdos del Diálogo Nacional -que deberá contar con el apoyo de ONU, UE, CIDH y OEA-. También, reconocer el Informe y recomendaciones de la CIDH, uniéndose así a EEUU y a la mayoría de América Latina. En quinto lugar, es preciso advertir a Ortega de la posibilidad de sanciones contra él, su esposa y otras personas destacadas de su gobierno y fuerzas policiales si no detiene inmediatamente la represión.
Ortega tiene que sentir la amenaza de actuaciones de las fiscalías de distintos países si sigue matando y se demuestra que ha cometido crímenes de lesa humanidad. Además, en ese caso, habría que contemplar la congelación de sus activos en el extranjero y su restitución posterior al pueblo nicaragüense. Por otro lado, hay que apoyar un mayor despliegue de las organizaciones humanitarias -Cruz Roja, Médicos sin Fronteras…- y de las que se ocupan de los derechos humanos -Amnistía Internacional, Human Rights Watch…-. Junto a todo ello, exigir el desarme inmediato de las fuerzas parapoliciales, un horror imposible de calificar. Por último, preparar la ayuda internacional que requerirá este país cuando el conflicto haya terminado.