Las muchas virtudes de Los restos del día
Los restos del día es una milagrosa contradicción: una novela hilarante aunque el mayordomo Stevens, nuestro narrador, es incapaz de entender un chiste; un relato profundamente conmovedor a pesar de que Stevens no puede admitir un solo sentimiento; una gran historia de la Segunda Guerra Mundial en la cual el narrador está educado para no registrar lo que ocurre a su alrededor y, por último, un romance entre dos personas que no se tocan ni el meñique. Todo esto contado por una voz en primera persona que en cada página, palabra y diálogo suena, piensa y se comporta como un mayordomo inglés de la primera mitad del siglo XX: un acto que para un escritor supone sostener un malabar por más de doscientas páginas.
La novela narra un viaje en carretera desde Darlington Hall, la gran casona en la que Stevens funge como mayordomo, al puerto de Weymouth, donde vive la señorita Kenton (ahora, casada, la señora Benn), quien fungió durante años como el ama de llaves de Darlington y a quien Stevens desea contratar de nuevo, aprovechando que el señor Farraday, un estadounidense multimillonario, ha comprado la enorme propiedad. El viaje impulsa a Stevens a recordar la llegada de la señorita Kenton a la casa, cuando era apenas una jovencita. De ese primer recuerdo se desprende el relato de una vida juntos, enmarcada por los tejemanejes de Lord Darlington, quien busca la amistad de los nazis antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Stevens, por supuesto, se enamora de la señorita Kenton, mientras observa cómo su amo –a quien obedece sin chistar– traiciona a su patria.
La peculiaridad de Stevens como narrador es que en ningún momento da opinión alguna sobre su enamoramiento o sobre el derrumbe moral de Darlington. Como buen mayordomo inglés de aquel entonces, está incapacitado para la reflexión. No puede siquiera titubear cuando recibe una orden, ni poner en tela de juicio el carácter o las motivaciones de quien la emite. Ishiguro parece escribir con camisa de fuerza. La maravilla de este libro es que logra transmitirnos todo ese universo a pesar de las restricciones que el autor mismo se impone. El lector está siempre adelante del narrador: sabemos qué piensa y qué siente aun cuando él no puede saberlo ni verse a sí mismo con honestidad.
Es gracias a esa contención que la novela conmueve tanto al final, cuando Stevens, ante el desengaño, admite lo que ha sentido por la señorita Kenton durante este tiempo:
I do not think I responded immediately, for it took me a moment or two to fully digest these words of Miss Kenton. Moreover, as you might appreciate, their implications were such as to provoke a certain degree of sorrow within me. Indeed –why should I not admit it?– at that moment, my heart was breaking.
Este fragmento encapsula las virtudes de la novela y de Ishiguro como escritor. Noten el cuidado al detalle en la forma como Stevens se refiere a la antes ama de llaves. Aunque en los diálogos le diga “señora Benn” –porque Benn es el apellido de su actual esposo y sería maleducado no emplearlo–, cuando piensa en ella utiliza el apellido que ella usaba cuando vivía en Darlington Hall: Kenton. El contraste dice muchísimo sobre el conflicto interior de Stevens, a quien le duele referirse a Miss Kenton como Mrs Benn. Incluso en ese momento, el mayordomo no deja de pedir nuestra indulgencia, como si debiéramos disculparlo por aceptar que este reencuentro lo entristece (“As you might appreciate”, nos dice, pidiendo que nos pongamos en sus zapatos). Y qué triste ese crescendo, brincando en solo dos líneas de “a certain degree of sorrow” (“un cierto dolor”) a “my heart was breaking” (“mi corazón se estaba quebrando”). ¿Hay una oración más devastadora que aquella que va entre guiones? En una pregunta Ishiguro sugiere no lo que Stevens ha anotado en la página, sino lo que pensó antes de anotar lo que anotó en la página. Su crianza y su oficio le han inculcado que está prohibido reconocer lo que uno siente. Esa pregunta es el primer instante donde Ishiguro nos permite ver lo que hay dentro de Stevens. La duda parece un triunfo, hasta que leemos que Stevens decide no compartirle sus sentimientos a “la señora Benn”.
Unas páginas más adelante, Stevens se confiesa con un hombre de clase baja con el que charla en un muelle. El viejo mayordomo reconoce haber confiado en el juicio de su amo. Le duele que, al haber dedicado su vida a la servidumbre, sus errores ni siquiera fueran suyos:
Lord Darlington wasn’t a bad man (…) He chose a certain path in life, it proved to be a misguided one, but there, he chose it, he can say that at least. As for myself, I cannot even claim that. You see, I trusted. I trusted in his lordship’s wisdom. All those years I served him, I trusted I was doing something worthwhile. I can’t even say I made my own mistakes. Really –one has to ask oneself– what dignity is there in that?
Así, Los restos del día se revela como una retrato acaso perfecto no de Gran Bretaña en los albores de la Segunda Guerra Mundial, sino de otra isla, a la que Kazuo Ishiguro está ligado desde la cuna. Seguramente no soy el primero en leer el libro como una parábola de Japón durante aquel periodo. En Embracing defeat: Japan in the wake of World War II, John W. Dower habla de las repercusiones que tuvo para el pueblo japonés el que a Hirohito nunca se le llevara a juicio por su responsabilidad en el conflicto armado. “El rol del emperador nunca fue investigado a cabalidad”, dice Dower. “Los estadounidenses lo disuadieron de aceptar hasta la responsabilidad moral por la represión y la violencia que se habían llevado a cabo en su nombre y con su aprobación (…) Si la suprema autoridad secular y espiritual de Japón no tuvo responsabilidad alguna en la guerra, ¿por qué sus súbditos tendrían que someterse a la autorreflexión?”. Hay ecos de lo que cuenta Dower en la relación entre Stevens y Darlington.
Ian Buruma apunta algo similar en The wages of guilt, lúcido ensayo sobre las diferentes formas en las que Alemania Occidental, Alemania Oriental y Japón digirieron las culpas de posguerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hirohito era una figura tan venerada que, como cuenta Dower, “un oficial de la marina británica en el Pacífico sugirió, con absoluta seriedad, que los ataques kamikaze podrían detenerse si los aliados dibujaban al emperador en el flanco de sus embarcaciones”. Para el pueblo japonés la palabra de Hirohito era ley, como la de Lord Darlington es para Stevens. Contradecirla, dudar de ella, meditar antes de acatarla, era simplemente imposible. La deriva del mayordomo en ese muelle, lamentando la vida que tiró a la basura en honor a su amo, es similar a la deriva del Japón de posguerra, una nación enviada a la conquista y después humillada por “cumplir, como súbditos, el destino imperial”.
Formalmente atrevido y repleto de comentarios fascinantes sobre la naturaleza del servilismo y el mundo de posguerra, este célebre libro expone bien los motivos por los cuales Kazuo Ishiguro es un merecido acreedor del premio Nobel de Literatura 2017.