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Las paradojas del prestigio

El prestigio puede heredarse de padres a hijos como se refleja, de forma prejuiciosa, en refranes como «hijo de gato caza ratón» o «de tal palo tal astilla»; se transfiere también de maestros a discípulos o a través de la pertenencia a instituciones académicas, hermandades, sectas, religiones o partidos políticos.

La actual generación de políticos cubanos ha forjado su prestigio satisfaciendo las exigencias de quienes los han designado en sus puestos de gobierno. Esto se debe a que su ascenso no se relaciona con la supuesta aceptación de los ciudadanos ni con el cumplimiento de promesas, sino con la tasación de lealtades que sobre ellos realizan aquellos a quienes relevan.

Su condición de sucesores la han merecido en la medida que se han expuesto como continuadores.

Si bien la aceptación de los ciudadanos –expresada a través del voto libre y secreto– no ha sido la vía para acceder a las riendas del poder, para lograr una mínima estabilidad social sigue siendo necesario contar con imprescindibles cuotas de prestigio que garanticen un liderazgo movilizador.

Cuando se carece de esa aceptación de un electorado libre solo se puede contar con los simuladores, además de apelar a la represión para reducir a la obediencia a los descontentos, no solo a los que protestan a rostro descubierto en la calle o anónimamente en las redes sociales, sino también a esa mayoría silenciosa que no se esfuerza para cumplir las metas, que no se sacrifica ante las dificultades y que ha dejado de emocionarse con las viejas y desgastadas consignas.

La ausencia de capacidad de convocatoria de los sucesores, esa falta de auténtico liderazgo, se debe precisamente a su oportunista empeño en mostrarse como orgullosos continuadores de un pasado infecundo

 

La ausencia de capacidad de convocatoria de los sucesores, esa falta de auténtico liderazgo, se debe precisamente a su oportunista empeño en mostrarse como orgullosos continuadores de un pasado infecundo. Las fuentes donde bebieron su prestigio están hoy agotadas y, peor aún, contaminadas con la creciente mención en las redes sociales de viejas promesas incumplidas, mentiras que consiguieron el engaño, verdades que se mantuvieron ocultas.

Hasta dónde fueron cristalinas y saludables las aguas de aquella fuente es la discusión más compleja de la historia reciente. Para algunos todo se pudrió en los primeros días de 1959, cuando la sed de venganza rebasó los combates y se extendió a una orgía de fusilamientos; otros piensan que el final comenzó en 1968, mientras se erradicaban los últimos vestigios de propiedad con la Ofensiva Revolucionaria y se aplaudía la invasión soviética a Praga; para muchos, el entusiasmo se agotó con los mítines de repudio de 1980, incluso hay quienes se desengañaron más tarde, en medio del juicio al general Arnaldo Ochoa en el verano de 1989.

Para ganar su prestigio, a los continuadores no se les ha permitido seleccionar solamente la parte considerada gloriosa del pasado del que se sienten beneficiarios; han tenido que cargar con todo, porque la herencia no se lega al que elogia «las conquistas» sin ennoblecer el crimen que las hizo posibles.

El precio que han tenido que pagar los sucesores para labrarse un prestigio ante sus testadores ha sido precisamente asumir la responsabilidad de todos los errores cometidos, de todos los crímenes.

Y lo que ocurre es que cada vez los ciudadanos disfrutan menos de las supuestas conquistas y cada día sufren más las consecuencias de los crímenes cometidos. Los crímenes contra las personas, la agricultura, las calles, las industrias, las viviendas, el comercio, la familia, contra las virtudes humanas.

En los laberintos de esta paradoja, el azaroso prestigio labrado invierte su valor y lo que una vez sirvió para cosechar el poder se convertirá tarde o temprano en la causa para perderlo.

 

 

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