Las pintoras silenciosas del realismo madrileño
Nunca olvidaría aquella fecha: el verano en que murió Marilyn y Kennedy ordenó la invasión de Cuba, Amalia Avia se encontraba en Guipúzcoa acompañando a su marido que cumplía con el encargo de realizar el mural del santuario de Aránzazu. Por las tardes, encerrada en su habitación, rodeada de maletas y de cunas, sin apenas comodidades, con las montañas verdes por paisaje, trataba de pintar, muchas veces más pendiente de los pañales y del llanto de los hijos que de la propia pintura.
Ella misma confesó que hubiera sido más fácil dejarse llevar por la novedad de unos meses lejos de casa, asumir el papel de esposa al servicio de la carrera de su marido y disfrutar de unas vacaciones pagadas, pero no, tenía que justificarse a sí misma como pintora. Nada raro en aquellos años, en los que ser mujer y gozar de un reconocimiento más allá de los confines domésticos era casi tan complicado como la tarea misma de pintar. La mentalidad provinciana invitaba a las mujeres a permanecer en un segundo plano; la casa y la familia significaban la protección que el mundo exterior les negaba, pero también la ausencia de ese espacio propio del que habló Virginia Woolf y que tan importante es a la hora de forjar tu propia personalidad.
Eran los años 60, y un movimiento pictórico empezaba a forjarse en Madrid. Durante casi una década habían trabajado en silencio, sin dejarse influir por tendencias ni modas. Optan por una pintura en la que lo que de verdad importa es reproducir la realidad cotidiana sin aspavientos, el comedor de su casa, la repisa del cuarto de baño, las flores del jardín. Pintan lo que no se puede decir, lo privado, ese interior al que nos asomamos como si estuviéramos en una ventana. El paso del tiempo. Umbrales, puertas, un mundo inaccesible en el que siempre hay tapias, visillos, obstáculos para que nuestra mirada se sienta incomoda. En ocasiones, ni siquiera disponen los objetos de un modo especial, son las mismas cosas de siempre, pero tal vez un cambio en la luz ofrece de repente una visión particular, una emoción imposible de pasar por alto. Otras veces, son paisajes que conocen bien: calles de Madrid, edificios desvencijados que descubren en sus paseos por la ciudad. Su curiosidad les hace interesarse por las vidas que se esconden tras ellas, esa realidad anónima que les hubiera gustado conocer de primera mano, y que tienen que conformarse con imaginar, para después reproducir con su propia voz, con ese sello característico que las define.
A los artistas del realismo madrileño, como se les empezó a llamar, nunca les gustó que les encasillaran como un grupo, se enfadaban incluso al oírlo. Pertenecían a la misma generación, muchos se habían conocido en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, otros en la academia de Eduardo Peña. Esperanza Parada, Amalia Avia, María Moreno e Isabel Quintanilla tenían unas similitudes en cuanto a vivencias que las hizo ser también amigas. Una amistad que se vio reforzada más tarde por los matrimonios: (María Moreno-Antonio López (pintor); Isabel Quintanilla-Francisco López (escultor); Esperanza Parada-Julio López (escultor); y Amalia Avia-Lucio Muñoz (pintor), convirtiéndolos además en familia.
Discretas, y conformistas, las mujeres realistas además de compartir un pasado marcado por la posguerra tuvieron la suerte de contar con el apoyo de sus familias a la hora de iniciarse como pintoras. Con la apertura de España al mundo muchas de ellas estudiaron con becas en el exterior. Isabel Quintanilla y Esperanza Parada hicieron sus maletas y se embarcaron en lo que para ellas fue la oportunidad de escapar del círculo familiar y emprender durante unos meses su propia vida. Italia, pero sobre todo Roma, se configuró el destino preferido en esa búsqueda del pasado artístico de los maestros del Renacimiento. La pintura de los grandes maestros influyó en su modo de entender el realismo dotándolo de unos tintes más tradicionales al margen de las corrientes contemporáneas europeas y americanas que con fuerza empezaban a abrirse camino, pero también les sirvió para contagiarse de ese espíritu artístico tan personal en su modo de concebir más tarde, la vida y la pintura.
Algunas, como Amalia Avia y Esperanza Parada lograron, además, tener sus propios estudios, necesitaban tener un espacio lejos de la mirada de profesores y compañeros. Acostumbradas a sentirse arropadas en la academia, volar por sí mismas las permitió un atrevimiento no solo con los pinceles, también en cuanto a relaciones. Reían, hablaban, recibían las visitas de compañeros. Otras veces eran ellas las que frecuentaban otros estudios donde se organizaban fiestas los domingos, con música al compás del gramófono y bailes improvisados. Coqueteaban entre ellos, se observaban, eran juegos inocentes, en el que buscan esa pieza en la que encajar aprovechando el magnetismo de sus personalidades de artistas. También charlaban de arte: Picasso, Dufy, María Blanchard. Se dan cuenta que pintar no solo es hacerlo bien, había otras cosas que se le antojaban tan complicadas como la misma pintura: las galerías de arte, las conferencias, las exposiciones, todo ese mundillo en torno al arte tan necesario, pero tan alejado de su propia vida.
Esta inseguridad con la que afrontan ellas la pintura, contrasta con la desenvoltura que muestran sin embargo sus parejas desde el principio. El mismo Antonio López recién llegado al grupo ya mostraba esa superioridad como pudo comprobarse en la primera exposición conjunta junto a Julio y Paco López Hernández y Lucio Muñoz. Acababan de salir de la escuela y hablaban como si fueran genios, se consideraban unos elegidos en los que las mujeres no parecían estar a la misma altura. No era cuestión de falta de vocación, como señaló Amalia Avia en sus memorias, los prejuicios seguían todavía latentes, se sentían reconocidas por sus maridos, pero con el matrimonio tuvieron que aprender a compaginar sus quehaceres caseros: la escoba con los pinceles, las meriendas con el aguarrás. “Son nuevos los problemas que toda mujer recibe al casarse; un regalo para toda la vida y que es imposible no aceptar; ni la rica ni la pobre se libran de él”. Tampoco es una queja, la complicidad que surge cuando dos personas comparten su vida, hace que las vicisitudes diarias del otro se vivan como propias. Hasta el punto de llegar a decir “Me gusta mucho más mi obra, pero prefiero que te vaya bien a ti”.
Y así fue. Ninguna lo tuvo fácil para conseguir hacerse un hueco en el mundo artístico, en el que sus cuadros fueran valorados más allá de la crítica, permitiéndolas vivir bien de la pintura sin la ayuda de otros trabajos, sin la ayuda de sus maridos. Se lamentaban de los muchos sufrimientos en la soledad del estudio, para después comprobar que cuando conseguían por fin exponer, sus obras apenas suscitaban más interés que el de unos minutos delante del cuadro y en el mejor de los casos unas pocas ventas que en nada justificaban aquellos esfuerzos.
Resignadas, sumidas en ese silencio que las caracterizó, nunca alzaron la voz, ni siquiera cuando el olvido se adueñó de ellas. El realismo ya no se veía como algo moderno, aquella consideración de la que había gozado en los años sesenta y setenta conviviendo con la abstracción y el pop art había dejado paso al desinterés por parte de la crítica. La simplicidad de lo cotidiano ya no interesaba, la propia Esperanza Parada, cuyo talento indiscutible la auguraba una prometedora carrera, tuvo que renunciar a pintar para trabajar como secretaria en la Galería Biosca de Juana Mordó y llevar un dinero a casa. “Julio crea y trabaja por los dos”, se limitó a decir, a modo de justificación. Aunque nunca se consideró una verdadera pintora, no dejó de pintar del todo, sus caballetes seguían presentes en una de sus habitaciones, pero esa inseguridad suya tan característica le haría afrontar sus incursiones a la pintura “como un pintor de domingo”. Una especie de Emily Dickinson, como la definió su marido Julio López.
Amalia Avia tardó en considerarse una pintora de oficio, porque como ella decía “no hay profesionalidad si no se paga” y ésta no llegó hasta su participación en la exposición de la galería Malborough de Londres en los años 70 cuando ya contaba con más de cuarenta años. Hasta entonces, su presencia en las galerías de arte no había hecho sino confirmar su interés por hacerse un hueco, sin cejar nunca en el empeño pese a las dificultades. Vendía cuadros, y aunque la opinión de la crítica fuera buena, no faltaban alusiones a ella como “la mujer de Lucio Muñoz”, o algún desafortunado titular en el que se la mencionaba como gran pintora y buena ama de casa, para su disgusto. Parecía como si fotografiarse en los catálogos con sus hijos o mostrarse en el jardín de su casa rodeada de flores, le restase seriedad a su talento.
Tampoco Isabel Quintanilla tuvo mejor suerte, antes de su muerte se quejó de que el reconocimiento como pintora la consiguió en Alemania. “El realismo no gozaba de popularidad, menos aun si era de una mujer. En muchas muestras oía a los hombres hacer conjeturas abiertamente acerca de que el arte estaba en exposición gracias a los contactos familiares, no al verdadero talento”. María Moreno, la más espiritual del grupo, prefirió ampararse en la elocuente personalidad de Antonio López, donde desde la discreción se sentía más cómoda. No estaba preocupada por el éxito, valoraba más otras cosas. Su marido siempre resaltó su condición de pintora y esa actitud generosa hacia él y su trabajo. Es difícil afrontar la pintura con profesionalidad si no cuentas con alguien que te estimule porque siempre surgen mil actividades prioritarias que terminan por acallar tu vocación. Y eso le sucedió, prefirió gestionar la figura de su marido, convertirse en su manager, la luz de Antonio, como proclamó aquel documental de televisión española en el que su figura quedó relegada a la de la ausencia, como si la ausencia además de silencio también tuviera luz.
Somos muchos los que nos preguntamos por la suerte que hubieran corrido las carreras de estas artistas de no haberse producido la incursión en los años 60 de Antonio López en el realismo para superar una crisis creativa que le llevó a plantearse su modo de concebir la pintura. La misma Amalia Avia reconoció que con su presencia se dignificó un modo de entender la pintura basado en la figuración, justo en un momento en que la abstracción había irrumpido con fuerza. Es innegable que el talento de Antonio López dio visibilidad al movimiento, pero también que el peso de su fama eclipsó al resto del grupo hasta empequeñecerlos, volviéndolos invisibles, sobre todo a ellas, que como esposas de artistas, desde un segundo plano, prefirieron asumir y continuar con su vida callada de costumbre.
Sin apenas presencia en los museos, son las residencias de sus familiares y las colecciones privadas las que albergan sus obras, casi todas fuera de España. En 2016, con motivo de la exposición de los realistas madrileños en el Thyssen, comandada por Antonio López, el gran público tuvo la oportunidad de descubrir el talento de todas ellas. Deambularon por calles angostas de Madrid, desplegaron visillos y observaron con una mirada nueva los objetos cotidianos, y sus paisajes más personales. Desaparecidas de los manuales de arte, invisibles y olvidadas, ahora que ninguna está, sería justo que la historia estuviera a tiempo de reparar este borrón, abrir las puertas y ventanas, y adentrarse también en esos interiores en los que las pintoras realistas se escondieron, para devolverles por fin, la luz y la visibilidad que el mundo les negó.
Manuela della Fontana, escritora oculta. Después de trabajar muchos años en el mundillo editorial, rodeada de facturas e impuestos, decidió dar el gran salto y retomar esta “vocación” suya escribiendo con mayor regularidad.