Las repúblicas imperfectas
Una señora madrileña comprueba, con dolor, con verdadero escándalo, que en Chile “también había corrupción”. No es agradable escucharlo, sobre todo cuando uno es un viejo chileno, y la única respuesta que se impone es relativa, insuficiente, mediocre: en la república chilena ha existido más estabilidad política, menos corrupción, menos soborno, que en muchas otras; pero, claro está, todos sabemos que con eso no basta.
Me parece, sin embargo, que el tema es importante, y que no hemos llegado tan lejos como habría sido deseable y necesario. En Chile, después de algunos años de anarquía y de guerras civiles, se procedió, desde la década de los treinta del siglo XIX, con gradualidad, con prudencia, con una legislación sólida, a construir algo que era enormemente nuevo en esa época, desconocido, casi, y que se podría llamar legitimidad republicana. Era un sistema de respeto casi religioso de la ley y que los juristas de allá, secundados por pensadores de los Estados Unidos, de España, de otros países de América Latina, bautizaron como “Estado en forma”. Pues bien, esa construcción republicana, que permitió hablar de Chile como “la excepción honrosa de la América del Sur”, tuvo adelantos graduales, interesantes, de notable lucidez política, pero más retrocesos y más rupturas dramáticas de lo que generalmente se cree. Todos recuerdan los sucesos de la caída de Allende y del golpe militar de 1973, pero la historia es más complicada que eso y viene de mucho más atrás. No éramos y estábamos lejos de ser la democracia perfecta que tanto se mencionaba. Creo, para resumir las cosas, que nuestra república, con méritos comparativos interesantes, era inmadura, llena de ingenuidades, como casi todas las del mundo hispanoamericano. Una de esas limitaciones se ha hecho patente en el Chile de estos días. El ciudadano, con buena conciencia, con las mejores intenciones, vota por una persona para que lo represente en la jefatura del Estado. Pero la persona elegida, el presidente o la presidenta de la república, lleva después a la casa de gobierno, como si eso fuera normal, a la mitad de la parentela, de los hijos, de los primos, de sus amigos más cercanos. He dedicado parte de una larga vida a temas de la cultura, de las letras, de la educación, de la vida universitaria, y no sabía, por ejemplo, que existía un cargo tan pintoresco y tan curioso como el de director sociocultural de La Moneda. Todos nos hemos enterado ahora, en Chile y fuera de Chile, porque el susodicho director, hijo mayor de la presidenta Bachelet, recibió un préstamo bancario suculento, de una magnitud que los ciudadanos de a pie por lo general no conocen ni de lejos.
No estoy en condiciones de saber si hubo corrupción o no la hubo. Recibir un préstamo bancario en cuenta corriente no es, en sí mismo, un delito en ninguna parte. Observo, sin embargo, un fenómeno de corruptela republicana más o menos antiguo y creciente, y que nos parece, para colmo, natural. Se vota por un jefe del Estado en elecciones presidenciales normales, legales, en lucha política abierta, y la señora del elegido adquiere en forma automática, desde el primer minuto, el título de aire cortesano, de aspecto monárquico, de Primera Dama, con su pequeña corte, sus funcionarios, su presupuesto. Supongo que el director sociocultural recién renunciado llegó a ese cargo en la condición de Primer Caballero, y a nadie le llamó la atención.
El ridículo de todo este asunto, que no es sólo de ahora, sino que se reproduce desde hace largas décadas, en gobiernos de los signos más diferentes, y hasta en el régimen militar de años pasados, salta a la vista. Me hago, y no desde ahora, desde hace largo tiempo, una pregunta inquietante. Es una pregunta sobre la esencia de nuestras instituciones. ¿No será que las repúblicas hispanoamericanas, herederas de un imperio colonial quebrantado, de una legitimidad monárquica que había desaparecido, adolecen en sus orígenes de una nostalgia dinástica, legitimista, en parte borbónica y en parte imperial y napoleónica? Levantamos la vista y divisamos brotes de dinastías en todas partes, no sólo en Corea del Norte. Vemos a los Castro de Cuba, a los Kirchner de la República Argentina. Hay familias chilenas que conozco bien y que han alcanzado altos índices de ocupación del Palacio de La Moneda, desde la mitad del siglo XIX hasta hoy mismo. Estimo y respeto a muchos de sus miembros, pero no porque pertenezcan a dinastías políticas, sino a pesar de eso.
Y no hablemos tanto de refundaciones, de asambleas constituyentes, de constituciones nuevas, como está de moda en estos días. Todos los que sabemos algo de estos complejos asuntos actuamos con distancia, con reservas razonables, sin echarnos tierra a los ojos. La tarea importante, plenamente vigente, es muy otra: consiste en limpiar nuestra república, en convertirla en un sistema sobrio, eficiente, moderno, democrático. Ni más ni menos. El hombre que hablaba de Chile como “la excepción honrosa” era el gran jurista argentino Juan Bautista Alberdi, y esto ocurría en un banquete en Valparaíso en 1852, hacia el final en su país de la dictadura de Juan Manuel de Rosas. No sé si ahora se podría pronunciar un brindis parecido sin hacer el ridículo más completo. Lo que sorprende hoy, más bien, es la extraordinaria persistencia de las deformaciones latinoamericanas. Veo en las pantallas las imágenes de la lucha contra la arbitraria, insólita prisión de Leopoldo López en Caracas, y me digo que nuestra región no tiene remedio. Pero hay islas de racionalidad, de decencia elemental, de respeto a los derechos humanos, y la única alternativa nuestra consiste en defenderlas a toda costa, a cualquier precio. Contra la mazorca de Rosas del siglo XIX, que tiende a renovarse hoy con otros nombres, contra la arbitrariedad ciega y torpe de Maduro, contra todo.