Las revoluciones democráticas de 1989-90: Alemania del Este
Mientras en la mayoría de los países socialistas las condiciones internas fueron en el orden de los sucesos más importantes que el llamado «factor externo», en la revolución democrática alemana -tan bien simbolizada con el derribamiento del Muro de Berlín- pareció ser al revés.
Si no se hubiesen desencadenado los acontecimientos en los demás países socialistas, todavía Honecker y su combo estarían rigiendo los destinos de la RDA. Pero a la vez, si el 9 de noviembre de 1989 no hubiera sido derribado el muro de Berlín, la revolución democrática de los países socialistas del Este nunca podría haber sido consumada hasta el final. Porque ese muro no sólo dividía a una nación en dos: era la expresión concreta, geográfica y mental, de la división de Europa. Más aún: era el símbolo de la época bipolar. No sólo dividía a Europa, parecía dividir al mundo. Su dura y severa construcción permanece todavía en mentes no aptas para producir categorías equivalentes a una realidad multipolar. El muro era la lógica bipolar en acción.
Si los disidentes polacos habían llegado a la conclusión de que no es posible una revolución democrática en un sólo país, los opositores alemanes sabían que menos podía ser realizado en medio país. Porque pese a los esfuerzos de la clase comunista dominante para construir desde el Estado una nación, todo el mundo percibía que Alemania, en su conjunto, era una nación con dos Estados. Pero desde los tiempos de Bizmark los políticos alemanes creían que la Nación es el Estado. Fue quizás esa una razón por la cual los gobernantes de ambos lados se habían acostumbrando a la idea de que existían dos naciones. La noción bizmarkiana de la nación entroncaba perfectamente con la de la clase dominante de la RDA. Pero esa no era la de la mayoría de la población cuyos familiares, después de la construcción del muro, habían quedado repartidos en ambos lados. El colapso del comunismo significó, en el caso alemán, no sólo la reunificación de una nación sino, además, la integración existencial de los habitantes del país.
¿Revolución en un medio país?
No deja de ser sintomático que quienes más hablan de colapso para referirse a las revoluciones que tuvieron lugar en Europa del Este sean precisamente los intelectuales alemanes. Y efectivamente, la revolución de la RDA fue más colapso que revolución, o si se quiere: la revolución surgió del colapso y no al revés como ocurrió en otros países. Por lo mismo, los acontecimientos de la RDA no se encuentran ligados a ningún punto de encuentro, o de culminación, o de partida histórico. Para la RDA 1989 fue el comienzo, pero también el final de la revolución.
Lo dicho no significa que en la RDA no hubiese existido una disidencia. Hacia 1987-1988 había una oposición casi formal constituida por 160 organizaciones por los derechos civiles que reunían más de 2500 militantes, sin contar la oposición pasiva que provenía desde los centros eclesiásticos. Pero esa oposición no era frontal como en Checoeslovaquia; tampoco pactante como en Polonia; ni siquiera tolerante, como en Hungría. Era simplemente colaboradora. Ese adjetivo que puede sonar terrible, correspondía al orden de cosas que se había establecido y no tiene porque ser necesariamente peyorativo, aunque la moda es que muchos intelectuales hablen hoy día del segundo fracaso alemán: la colaboración con el fascismo primero, y la colaboración con el estalinismo, después. La analogía es, por lo menos en tres sentidos, exagerada.
En primer lugar, pese a todas sus maldades, Honecker, ni siquiera Ulbrich, pueden ser comparados con Hitler, punto en que están de acuerdo hasta los historiadores más conservadores.
En segundo lugar, la economía y el poder político alemán del Este habían alcanzado un grado de estabilidad superior al de la URSS y regían como «modelo» en el mundo socialista.
En tercer lugar, y eso se sabía tanto en el Oeste como en el Este, la división alemana era un hecho de post-guerra que hipotecaba al país no sólo como iniciador de una guerra mundial sino, además como consecuencia del más grande holocausto de la historia universal. Poner en tela de juicio a la RDA significaba discutir el orden geopolítico de post-guerra, y para hablar sobre esa materia, los alemanes de ambos lados tenían más que justificados complejos. En otras palabras: tanto los unos como los otros sabían que el cuestionamiento del socialismo pasaba necesariamente por asumir la cuestión nacional. Y eso no estaba permitido, ni por la grandes potencias, ni por los países vecinos, ni por el orden de la «guerra fría». Es por eso que la reunificación de las dos Alemanias tuvo que arreglarla Kohl sin consultar a ninguno de los dos pueblos alemanes, pero sí por medio de sus relaciones casi personales con Gorbachov quien, como representante por lo menos formal de una de las potencias de 1945, daría el visto bueno. A USA después de eso no le quedaba más que agregar su firma. En verdad, el refundador de la nación alemana fue, más que Kohl, Gorbachov.
Pero no solamente la cuestión nacional paralizaba a la disidencia de la RDA. Muy ligado a ella estaba el pasado fascista. Los jerarcas comunistas, efectivamente, habían sabido vender muy bien la teoría de que el origen de la RDA había sido la lucha contra el fascismo. Así, en la RDA se había producido una afinidad entre antifascismo y estalinismo. Poner en duda ese socialismo era casi igual a poner en duda el origen antifascista del Estado de la RDA. Algún día deberá ser analizado el perverso sentido del antifascismo cuando éste fue institucionalizado como poder en una época en que el fascismo ya no existía. En nombre del antifascismo se han justificado crímenes innombrables. Todo eso, independientemente a que el arreglo de cuentas con el pasado fascista fue mucho más consecuente en la RFA que en la RDA, en donde el propio Partido mantenía funcionarios que en su juventud habían saludado con la mano no empuñada sino extendida.
El hecho de ser un medio país también era un obstáculo para la disidencia de la RDA en el sentido de que estar contra el régimen significaba casi automáticamente estar con la RFA, aunque fuera, como rezan tantas acusaciones del Estado, «objetivamente». De la misma manera que en la RFA ser comunista era casi similar a ser espía, disentir del Partido era juzgado en la RDA como un delito en contra de la seguridad nacional. En breve, la geopolítica determinaba a la política, y eso es lo peor que puede suceder a la política.
En un sentido inverso, quienes se sentían asfixiados por el régimen, tenían siempre una alternativa: la fuga, a riesgo por cierto, de ser alcanzados por una bala (y muchos lo fueron). Esto vale tanto para la disidencia como para los ciudadanos normales. La fuga era una institución. Naturalmente, para la Nomenklatura quienes se fugaban eran traidores a la nación. Es por eso que a los disidentes políticos más renombrados, o les ofrecían el destierro, o los desterraban a la fuerza hacia la Alemania Occidental, como ocurrió con Biermann y con Bahro, entre otros. Hacerlos pasar la frontera de ese país imaginario que era la RDA, era prueba suficiente de que estaban, no contra los intereses de la clase comunista dominante, sino que de la nación. Pues, la “Nomenklatura” alemana, como representación hegeliana del Estado, se había apoderado de la nación.
El pequeño problema es que esa nación no existía. Era una delimitación territorial de post-guerra, una reservación comunista sin raíces culturales ni políticas. Pero la nación, y eso lo sabía el propio Honecker, algunos de cuyos parientes vivían en Occidente, cruzaba los límites y los muros; de lado a lado.
Debido a esas razones, el objetivo fundamental de la oposición en la RDA no era derribar al régimen sino conquistar espacios de autonomía. Por cierto, lo mismo buscaba la oposición en los demás países socialistas. Pero mientras en ellos la conquista de espacios formaba parte de una estrategia general cuyo objetivo era el fin del comunismo, en la RDA era la propia estrategia. No se trataba en buenas cuentas, para esa disidencia, de derribar al sistema, sino de modificarlo. Pero para eso debía colaborar por lo menos parcialmente con el régimen; y lo hizo consecuentemente. Esa es la razón por la cual en los servicios de inteligencia de la RDA muchos demócratas aparecen hoy como colaboradores. Y efectivamente lo eran.
Para hacer oposición era necesario colaborar, esto es, manifestar cierta lealtad al gobierno y sus instituciones y aceptar participar en sus reglas del juego. A cambio de eso, nadie va a molestar; se podrá manifestar de vez en cuando opiniones propias; o reunirse con un grupo de descontentos; poner las antenas de televisión hacia occidente; de vez en cuando obtener permiso de viaje; recibir parientes y regalos; escribir una novela o un poema no pro-comunista y, si las condiciones se daban, firmar un manifiesto de apoyo por la liberación de algún disidente que ha ido demasiado lejos en el juego. En otras palabras: en la RDA había una oposición tolerada. Colaboraba, es cierto. Pero también es cierto: era oposición.
Marxismo y disidencia
Por último, hay otro detalle que no siempre es señalado en la caracterización de la oposición alemana del Este. Muchos de sus representantes, quizás la mayoría, eran marxistas; diferencia fundamental con la oposición de los otros países socialistas.
En Polonia, algunos miembros del KOR como Kuron, habían sido marxistas, y muchas veces aplicaban en sus análisis criterios marxistas. Pero, por lo menos semánticamente, habían abandonado al marxismo como identidad ideológica pues el marxismo no sólo era en esos países la ideología de la casta dominante; también era la del poder imperial soviético. En la RDA también. Pero, y esto es muy importante: a diferencias con otros países, el marxismo forma parte de la tradición cultural, política y teórica alemana.
La RDA era quizás el único país en donde alguien podía declararse marxista sin entrar en contradicción con las tradiciones nacionales. A veces se tiene la impresión de que la adhesión al marxismo de muchos alemanes, del Este y de Oeste, no es sino una forma particular de ser nacionalistas pues, en la «recuperación» del marxismo buscaban mantener viva no sólo la palabra de Marx, sino las tradiciones y culturas del movimiento obrero y socialista, esto es, una parte fundamental de la historia nacional que todavía, desfigurada eso sí, pervive en la propia Socialdemocracia. Y desde esa perspectiva, es difícil criticarlos.
En ningún otro país socialista hubiera sido posible que una demostración disidente fuera realizada en nombre y con las consignas de Rosa Luxemburg y Liebknecht, como ocurrió en enero de 1988. Pues, los disidentes no sólo eran marxistas; además, eran mejores marxistas que los de la Nomenklatura quienes, como Honecker, habían reducido toda su teoría a un puñado de consignas fáciles y tontas.
Ahora bien, ese doble carácter, disidencia y marxismo, no era compartido por la población. Como la mayoría no era disidente, no tenía tampoco ninguna necesidad de colaborar. Y como la mayoría no era marxista, no poseían ningún grado de parentezco con la Nomenklatura. «Intelligenzia y Nomenklatura» – escribe Jens Reich – «eran en el mejor de los casos hermanos que se odiaban, pero no clases antagónicas». Por eso mismo, cuando llegó el momento de la definitiva ruptura, la población pudo ser mucho más radical que la disidencia, otra diferencia notable con la situación que se dio en los demás países del área.
Durante el período de estabilidad de la dictadura, esa población había dejado abandonada a la disidencia porque gozaba de privilegios que en otros países estaban sólo reservados para la Nomenklatura. Durante el período de la revolución, la volvió a dejar abandonada, siguiendo de largo en sus reivindicaciones y pidiendo en las calles, rápidamente, por la reunificación nacional, poniendo término al «contrato social» establecido que más o menos decía así: «Ustedes hacen como que gobiernan; nosotros hacemos como que obedecemos».
La hora del pueblo
Somos el pueblo, primero; somos un pueblo, después.
De la soberanía democrática a la soberanía nacional había un sólo paso. Esas consignas correspondían a la lógica real de los acontecimientos que la disidencia, encerrada en su propia contradicción, no podía seguir hasta el final. Así se explica que cuando el colapso tuvo lugar, y el muro fue derribado, los representantes de esa disidencia seguían pidiendo, casi candorosamente, por un socialismo reformado. La revolución del pueblo no podía ser la de la disidencia. Pero a la vez, sin esa oposición colaboracionista que erosionó al régimen interiormente, la revolución popular tampoco habría sido posible.
El colapso del régimen venía anunciándose desde el momento en que durante la celebración de los cuarenta años de socialismo la multitud en las calles saludó a Gorbachov como a un libertador. Enseguida, con la apertura de las fronteras en Hungría, Checoeslovaquia y Polonia, tuvo lugar un éxodo en masa sin precedentes. Daba la impresión que en la RDA al final sólo iban a permanecer Honecker, su fanática esposa y el estalinista Mielke, para apagar las luces y cerrar las puertas.
La Nomenklatura contribuía a su desligitimación sin saber como reaccionar frente a ese fenómeno. En mayo de 1989 había falsificado las elecciones comunales ante la protesta irritada de la población que ya sabía que en la URSS habían elecciones limpias. La poco genial identificación pública del Comité Central con los asesinatos de la Plaza de la Paz Celestial de Pekin, provocó un sentimiento de repulsión general.
La oposición, hasta entonces elitista, por efecto de una verdadera reacción en cadena, se multiplicaba en las calles. Parecía que los alemanes del Este querían recuperar en un par de días todos los años perdidos. Por todas partes surgían iniciativas civiles, grupos, nuevos partidos. Algunos muy originales. Otros no era más que malas copias de los de la otra Alemania.
Las demostraciones de los Lunes en Leipzig eran cada vez más numerosas. Los grupos de rock, los escritores, los actores, cada uno quería hacer algo por esa imprevista revolución. Como presintiendo que la «luna de miel» iba a ser muy breve, se daban a la imposible empresa de construir una «sociedad civil» en el menor tiempo posible. Al fin, en esa sociedad amurallada, triunfaba la política, en su verdadera expresión.
El 9 de octubre surgió de lo más íntimo, el grito soberano: «nosotros somos el pueblo». El 9 de noviembre, al abrirse el muro, terminaba la era del comunismo. Terminaba también el momento del pueblo. Había llegado la hora del Ejecutivo. Este no había surgido de la revolución, como en Varsovia. Fue el Canciller Kohl, el menos apropiado quizás para realizar un acto revolucionario, quien tuvo que consumar la revolución mediante la reunificación.
Sin ninguna patología, casi administrativamente, Alemania volvió a la normalidad y comenzó a ser una nación con un sólo Estado. Como debe ser toda nación.