Las sanciones a Maduro y el ejemplo dominicano
Cuando franceses de idearios políticos divergentes e incluso antagónicos se batían unidos en contra del horror nazi, el escritor y militante comunista Louis Aragon escribió un poema, «La rosa y la reseda», que constituía un elogio del espíritu de lucha de la Resistencia. El título del poema era de por sí un llamado a la unidad: la rosa (roja) representaba a los diversos movimientos socialistas de la época, mientras que el color blanco de la flor de la reseda constituía el símbolo de la nobleza francesa. Todos unidos, pues, en contra de las tropas nazis y sus colaboradores, tal era el mensaje de Aragon.
Todo el poema apunta a la necesidad de mancomunar fuerzas en pro de un ideal —el de la liberación de Francia— que debe estar por encima de cualquier tipo de desavenencia o de rencilla. De ese poema se suelen citar los siguientes versos que reflejan el tenor del mismo: «Loco es hacerse el quisquilloso mientras el granizo destruye la mies. Como loco es pensar en sus querellas en medio del combate común».
Aragon escribió esos versos en 1943, es decir, después de que el bochornoso pacto germano-soviético quedase hecho añicos con la invasión de la URSS por las tropas hitlerianas, y luego de la entrada de EEUU en la guerra a raíz del ataque a Pearl Harbor.
El poema encajaba, pues, en el contexto geopolítico de aquel momento, en el que dos sistemas irreconciliables (democracia capitalista y totalitarismo socialista) formaban parte de la coalición antinazi. Las rivalidades habrían de resurgir en la época de la Guerra Fría, pero mientras tanto, no había lugar para hacerse el quisquilloso, ya que el imperativo común era derrotar a las potencias del Eje.
Salvando las diferencias, en una encrucijada de la misma naturaleza se encontraba mi país, la República Dominicana, a principios de la década de los 60 del siglo pasado, es decir, en las postrimerías de la tiranía de Rafael Trujillo, ejecutado finalmente en mayo de 1961 por héroes que arriesgaron su vida (la mayoría de ellos perdiéndola) para liberarnos del yugo opresor al que estábamos sometidos durante 31 largos años.
En la caída de aquella dictadura, jugó un papel determinante la solidaridad internacional. En efecto, tras el derrocamiento de los dictadores Perón, Rojas Pinilla, Pérez Jiménez y finalmente Fulgencio Batista, se levantaban voces a través de todo el continente para decir que había llegado la hora de ayudar al pueblo dominicano a terminar con la dictadura de Trujillo. Más importante aun, el régimen dominicano había quedado fragilizado por las sanciones económicas y diplomáticas impuestas en 1960 por la Organización de Estados Americanos (OEA) gracias en gran medida al activismo democrático del presidente venezolano de ese entonces, Rómulo Betancourt.
De más está decir que las manifestaciones de solidaridad internacional y las sanciones de la OEA fueron acogidas como una tabla de salvación por la inmensa mayoría de dominicanos y en particular por los valientes antitrujillistas que resistían indefensos los embates y la represión del régimen trujillista. Por supuesto, profundas eran las divergencias que existían entre estos últimos en cuanto al derrotero político que debía tomar el país después del derrocamiento de la dictadura; pero por el momento, no había lugar para hacerse el quisquilloso, como dijera Aragon: para los dominicanos que sufrían la represión, acabar con el trujillismo era la prioridad fundamental.
La aprobación y el apoyo de los antitrujillistas a la solidaridad internacional se puso de manifiesto a raíz de la muerte del tirano, en particular al conocerse la intención de la OEA de levantar las sanciones después de que Joaquín Balaguer, el presidente designado por Trujillo, iniciara un simulacro de apertura política, permitiendo algunas manifestaciones y actividades de la oposición sin por ello abstenerse de reprimirlas antojadizamente.
Tan pronto como fueron conocidas esas intenciones de la OEA, los dirigentes de dos de las organizaciones que en ese entonces encabezaban la lucha antitrujillista decidieron viajar a Washington (sede de la OEA) para abogar por el mantenimiento de dichas sanciones mientras no se pusiese en marcha un real proceso de transición a la democracia en nuestro país. Los dirigentes en cuestión eran mi abuelo, el Dr. Viriato Fiallo, de la Unión Cívica Nacional, y Manuel Tavárez Justo, de la Agrupación Política 14 de Junio (1J4).
Fiallo, quien declaraba estar «tan lejos de Franco como de Jrushov» y manifestaba que su lucha no podía tener como objetivo pasar de una dictadura a otra, sea esta de derecha o de izquierda, mantuvo siempre una posición firmemente anticomunista. Tavárez Justo, por su parte, nunca negó su afinidad con el castrismo. Ambos, sin embargo, decidieron poner de lado esas divergencias y viajar juntos a Washington para defender la causa que al respecto los unía.
Una encrucijada similar la encontramos hoy en Venezuela, donde partidarios de la oposición y miembros del llamado «chavismo crítico» ponen de lado sus querellas ideológicas y combaten al régimen que sojuzga a ese país.
Al igual que comunistas y demócratas liberales de Europa vieron con regocijo la incorporación de la URSS y de EEUU a la guerra en contra del Eje nazi-fascista, y al igual que en República Dominicana antitrujillistas liberales y prosocialistas se unieron para exigir el mantenimiento de las sanciones impuestas por la OEA contra la dictadura trujillista, hoy venezolanos de sensibilidades políticas diferentes muestran su aprobación tanto a la Declaración de Lima a favor de la reinstauración de la democracia en Venezuela (firmada por los 12 países de mayor peso económico y político de América Latina) así como a las sanciones financieras que, con ese mismo objetivo, ha impuesto el gobierno de EEUU a personeros e instituciones del régimen venezolano.
Por otra parte, de la misma manera en que ayer la dictadura trujillista llegó a calificar de «traidores» y «perjuros» a los desafectos al régimen, y de «injerencia extranjera» y «propaganda antidominicana» las críticas en su contra provenientes del extranjero, hoy el régimen castromadurista se empecina en acusar de «traidor a la patria» a todo aquel que reclame el apoyo de la comunidad internacional a la lucha por la libertad en Venezuela y se apresura a tildar de «injerencismo» todo respaldo internacional a dicha lucha.
En realidad, si alguna injerencia existe hoy en Venezuela, la misma no es otra que la invasión de los millares de agentes del castrismo que apuntalan al régimen presidido por Nicolás Maduro en tareas tan ignominiosas como el espionaje a los ciudadanos y a los militares venezolanos, así como el uso de la tortura, el encarcelamiento arbitrario y otros métodos de represión en contra de los opositores al régimen.
Y que no se diga, como arguyen falazmente los cada vez más escasos defensores del régimen castromadurista, que, a diferencia de la República Dominicana durante la funesta «era de Trujillo», el régimen de Nicolás Maduro no es una dictadura. Pues con sus decenas de asesinados a mansalva y centenares de presos políticos torturados, con las prerrogativas constitucionales de la Asamblea Nacional elegida por el pueblo suprimidas aviesamente, con un poder judicial incautado por el poder central, con el acoso, la persecución y el encarcelamiento de dirigentes opositores, y con el cierre progresivo de los medios de comunicación independientes, la narcomafia socialista que se ha adueñado de Venezuela es una auténtica dictadura.
Por todo ello es patético el espectáculo que actualmente ofrece cierto sector de la izquierda latinoamericana que ayer enfrentó con firmeza las dictaduras de derecha pero que hoy defiende al corrupto, desprestigiado y criminal régimen castromadurista o calla cobardemente ante los desmanes del mismo. Si esa izquierda no tiene sitio alguno en el honroso combate por la libertad que hoy se libra en Venezuela, la culpa es de ella, y de ella sola. Culpa de su anquilosamiento intelectual; culpa de su obstinación ideológica; culpa, sobre todo, de su vergonzosa y oportunista complicidad.