Latinoamérica: Un millón y medio de muertos
Latinoamérica es una zona sin guerras, con grandes progresos democráticos, económicos y sociales y en la que decenas de millones de personas han salido de la pobreza. Es, también, la región más violenta del mundo
En lugares de Asia donde domina el Estado Islámico, la blasfemia, el adulterio, la herejía y el “espionaje” de los “infieles” se pagan con la muerte. En lugares de Latinoamérica dominados por delincuentes, los que no pagan extorsiones, las mujeres que se resisten a ser violadas y aquellos que conversan con policías o rechazan colaborar con los criminales son asesinados. El terrorismo islámico decapita y crucifica en sus territorios, en Latinoamérica los criminales cuelgan, decapitan, queman, descuartizan y juegan fútbol con las cabezas de las víctimas. En ambos casos el terrorismo es el método para tener autoridad. En Asia, África y Europa del Este hay quince guerras por distintos motivos. Latinoamérica es una región sin guerras, con grandes progresos democráticos, económicos y sociales y en la cual decenas de millones de personas han salido de la pobreza. Sin embargo, es la región más violenta del mundo, 300 homicidios por día, 100.000 por año y más de un millón y medio en los últimos 14 años.
Latinoamérica tiene sociedades nuevas gobernadas por instituciones viejas. La globalización, la expansión del comercio de ilícitos, la urbanización, el crecimiento demográfico, las migraciones y la democracia, entre otros factores, transformaron aceleradamente los países sin que las instituciones de seguridad fueran reformadas. Son pocas las excepciones: Chile, Costa Rica y Uruguay por sus antecedentes cívicodemocráticos; Nicaragua por una revolución y Colombia por su largo conflicto. La violencia política precedente a la actual violencia criminal fue parte de la lucha para lograr la neutralidad de unos poderes coercitivos del Estado que defendían solo a las elites. La mayoría de democracias heredó policías y ejércitos de regímenes autoritarios anticomunistas concebidos para controlar a los ciudadanos y no para protegerlos. Con la democracia, el Consenso de Washington promovió la idea de Estado pequeño y barato en países que no habían terminado de formar sus Estados. Una misión de un organismo financiero propuso, incluso, que había que reducir el Estado en Haití. La actual situación de seguridad de Latinoamérica es la crisis de una ciudadanía inhibida por un Estado débil, un Estado ausente o un Estado cooptado por criminales.
En algunos países como Chile, Uruguay o Costa Rica el problema es de seguridad pública, otros como Bolivia o Perú van camino de empeorar y en los casos más graves, como México, Brasil, Guatemala, Honduras, El Salvador, Venezuela, Colombia e incluso Argentina existen territorios urbanos o rurales donde el Estado ha perdido o está perdiendo los monopolios de la fuerza, la tributación y la justicia a manos de criminales. Los vacíos de autoridad que ya existían o que dejó el periodo autoritario fueron ocupados por delincuentes y no han podido ser llenados por la autoridad democrática.
En seguridad hay una estrecha relación entre tres factores: Estado, territorio y ciudadanos. La seguridad es el fundamento de la gobernabilidad, el primer derecho de los ciudadanos y la primera responsabilidad del Estado. El poder coercitivo es por lo tanto el principal poder del Estado y los policías son el eslabón más importante en la relación entre gobernantes y gobernados. Estar protegidos en la vida, el patrimonio y los derechos humanos son precondiciones para todo. Si esto no funciona nada funciona. En la actual polarización ideológica continental estas ideas esenciales han hecho crisis frente al pensamiento de las derechas de Estado pequeño y ante la alergia de las izquierdas a la represión. Lo primero ha derivado en mano dura con las manos amputadas y lo segundo en políticas sociales que pretenden prevenir incendios ya desatados.
Todo vacío de autoridad en el territorio termina en dominio criminal, paramilitarismo o en linchamientos realizados por los propios habitantes. El cimiento de la seguridad es el control del territorio por parte del Estado y los ciudadanos. Para lograr esto existen cuatro ejes estratégicos que permiten derrotar al crimen. El primero es la reforma de las instituciones de seguridad para que interioricen los derechos humanos como el pilar de la legitimidad del Estado en el ejercicio del monopolio de la fuerza. Los derechos humanos son, por otro lado, esenciales para lograr eficacia en el dominio de inteligencia, mantener la ventaja moral y evitar la reproducción de la violencia. Los abusos de poder cierran los canales de información y colocan a los agentes del Estado al mismo nivel que los delincuentes. Cuando el Estado mata enseña a matar. Policías y militares que parecen delincuentes acaban siendo delincuentes.
El segundo eje es el incremento sustancial del pie de fuerza del poder coercitivo. Un país necesita tantos policías como lo demanden las amenazas que enfrenta y la cultura de legalidad que posean sus habitantes. No es lo mismo Nueva York que San Pedro Sula. No basta entrar a los territorios críticos, capturar delincuentes y retirarse; cuando se llega hay que quedarse. Alta densidad criminal exige alta densidad policial. En México y El Salvador, la casi totalidad de los cabecillas están presos y la violencia continúa. Sin ocupar el territorio de forma permanente no hay seguridad posible. Esto implica fuerzas especializadas para perseguir el delito y fuerzas territoriales para mantener la paz de los ciudadanos. La mejor seguridad es la que evita delitos por la presencia disuasiva de la autoridad y no la que captura delincuentes que ya provocaron víctimas. Este problema no lo resuelven cámaras; la tecnología es solo un auxiliar. Así como los drones no derrotarán al Estado Islámico en Irak, no fueron las cámaras las que pacificaron Monterrey, sino una nueva fuerza policial que ocupó el terreno.
El tercer eje es la participación de los ciudadanos. La policía debe tener una relación estrecha y permanente con estos, ganarse su confianza y ser parte de las comunidades. En Nicaragua hay una movilización permanente de los habitantes de los barrios pobres por razones religiosas, deportivas, de salud, culturales, económicas y de todo tipo, y la policía siempre es parte de estas. A pesar de la pobreza, de un poder judicial tan malo como otros y una fuerza policial pequeña, Nicaragua tiene un control social ciudadano que la mantiene protegida de las pandillas que llegan del norte y de la cocaína que llega del sur. La participación ciudadana multiplica exponencialmente el poder disuasivo frente al delito. Creer que los ricos invertirán en barrios pobres es un sueño, la principal política social y de empleo para prevenir el delito es potenciar la microeconomía local.
El cuarto eje es la presencia integral del Estado en el territorio. Una vez el poder coercitivo ha tomado el terreno, controlado a los delincuentes y restablecido la seguridad, es fundamental que se hagan presentes todas las instituciones del Estado que brindan servicios de salud, justicia, deporte, educación, cultura, agua, transporte y entretenimiento a los ciudadanos. La fuerza puede conquistar terreno, pero solo la presencia integral del Estado y los ciudadanos pueden consolidar el control territorial, establecer una paz permanente y evitar que la violencia se reproduzca de nuevo.
Si se contabilizan los costos que representa el crimen en Latinoamérica, sin duda se está gastando más que lo que se necesitaría para fortalecer las capacidades del Estado para reprimir, disuadir o prevenir socialmente el delito. La seguridad es cara, pero se paga sola. Colombia parecía un Estado fallido, ahora tiene casi 500.000 hombres en su fuerza pública; ha invertido hasta el 6% de su PIB en seguridad; cobró impuestos especiales a los ricos, impulsó campañas cívicas entre los ciudadanos y colocó los derechos humanos y la protección de los colombianos en el centro de la doctrina de seguridad. El resultado es que bajaron dramáticamente todos los delitos, cuadruplicó su PIB, quintuplicó el turismo y recuperó su marca país que era sinónimo de violencia, secuestro y narcotráfico. Sin duda no ha llegado al cielo, pero ya salió del infierno.
Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.