Latinoamérica: ¿volver a empezar?
Los nubarrones dispersaron los placeres que habíamos probado
Por eso cuando oigo a la gente maldiciendo la oportunidad desperdiciada
Entiendo muy bien lo que quieren decir
Y no quiero que volvamos al principio.
‘Begin the Beguine’, Cole Porter, 1934
Los cuatro grandes rasgos que caracterizan al nuevo entorno internacional —lento y asimétrico crecimiento de la economía mundial, caída del precio de las commodities, normalización de la política monetaria de Estados Unidos y apreciación del dólar— tienen un impacto neto negativo sobre el crecimiento a corto plazo del país representativo de Latinoamérica. El Fondo Monetario Internacional (FMI) en sus pronósticos más recientes vaticina que la región crecerá al 1%, con lo que el crecimiento promedio del periodo 2011-2016 será del 2,6%, una tasa que supone la vuelta al promedio de 1980-2003 y que apenas supone el 40% del crecimiento del Quinquenio Prodigioso —2003-2010— en el que la combinación de vientos de cola favorables con políticas más sostenibles permitió que Latinoamérica se reposicionase en el radar de la economía global, creciera por encima de su potencial, creara empleo formal, desarrollara sus sistemas financieros, redujera la pobreza y la desigualdad, innovase en políticas sociales y atrajera 550.000 millones de dólares de inversiones directas. Por no hablar de elogios unánimes y memorables portadas de The Economist.
En Caracas, una noche de hotel de cuatro estrellas se paga con cuatro ladrillos, cuatro fajos de 100 billetes de 100 bolívares, que pesan alrededor de 400 gramos y que retrotraen al viajero a las zozobras de la Latinoamérica que creíamos haber enterrado hace treinta años. ¿2015 marca la vuelta de Latinoamérica a las andadas? A las crisis recurrentes, al crecimiento mediocre, a los ajustes procíclicos, a la inestabilidad política, a la amargura del fracaso. Al Begin the Beguine.
Aunque es obvio que el bajo crecimiento incrementa la vulnerabilidad económica, no daría rienda suelta al derrotismo. Muchas de las economías de Latinoamérica están mejor preparadas que hace 20 años para vadear este nuevo escenario. Y no todas enfrentan entornos tan complicados como los descritos. Para aprehender la heterogeneidad basta con reparar en que el 1% de crecimiento de la región se explica porque Venezuela, Argentina y Brasil —el 51% del PIB del continente— estarán este año en recesión. La otra Latinoamérica —el otro 49%— crece al 3,2%, una tasa que si bien está por debajo del crecimiento potencial de la región, no lo está en mayor medida que Europa o la mayoría de economías emergentes.
Esto no significa que los países que crecen más no enfrenten problemas. El BID en su informe El Laberinto. Cómo América Latina y el Caribe pueden navegar la economía global analiza cómo para toda Latinoamérica los shocks son reales, los espacios de respuesta fiscal y monetaria menores, la inflación y los niveles de endeudamiento públicos y privados mayores, y la productividad sigue siendo demasiado baja para garantizar con holgura la financiación de las actuales políticas públicas durante la transición al nuevo equilibrio que el continente tiene que encontrar. Pero para muchos más países de lo que se suele conceder, el horizonte no es el de una crisis homérica, sino el de seguir transitando hacia una sociedad del siglo XXI.
Desafortunadamente nada genera tanta unanimidad como un buen prejuicio y a buena parte del mundo le sigue gustando pensar en la Latinoamérica de las mariposas amarillas y de las lluvias que duran cuatro años, 11 meses y dos días. Por eso están encelados con la idea de que “la fiesta se ha acabado”, aunque en muchos países no haya habido ninguna fiesta, sino avances de los derechos humanos, mejoras institucionales, progresos en educación, en salud, en protección social, en clima de negocios, en reducción de la pobreza y de la desigualdad. ¿Se podría haber hecho más? Sí. ¿Se debería haber hecho más? También. Pero a estas alturas lo estratégicamente importante no es el lamento por las oportunidades perdidas, sino las consecuencias de las oportunidades aprovechadas. Y la más relevante es que la última década ha cambiado radicalmente las expectativas de los ciudadanos latinoamericanos.
El 66% de ciudadanos de la región forman parte de la clase media y ya no son los ciudadanos resignados a los que se les puede convencer de que el tren del desarrollo volvió a pasar delante de ellos y que la única opción es ajustarse ahora para poder esperar pacientemente a que otro superciclo de commodities los lleve al desarrollo. Esa sociedad ya no existe en el continente. Los mayores niveles de capital humano, de información y de derechos hacen —igual que en el resto del mundo— que los ciudadanos no se conformen con promesas, sino que exijan respuestas. Como anticipó Moisés Naím, el “poder” —político o empresarial— no va a permanecer en las manos de quienes no sepan cómo usarlo para ofrecer soluciones.
Quien hoy mire sin prejuicios a la región verá que ese mundo ya ha nacido. Cosas que casi siempre habían parecido tolerables, repentinamente se han hecho inaceptables para la población. De México a Chile, de Argentina a Brasil, de Venezuela a Colombia, las clases medias están impulsando una revolución ciudadana que construye nuevas agendas en torno a la corrupción, la inseguridad, la violencia de género, la calidad educativa, o los umbrales de tolerancia frente a la pobreza y la segmentación. Más que la macro, lo que ha cambiado es la sociedad y la política.
Desde la crisis de 2008, el país tipo de la región ha incrementado su gasto público en 3,7 puntos del PIB, y el 75% de ese aumento se ha concretado en salarios, transferencias y subsidios. Las necesidades de ajuste fiscal oscilan, según los escenarios, entre el 2% y el 3% del PIB. Aunque siempre difícil, el ajuste lo sabemos hacer. El riesgo es otro: si el sector público no puede dinamizar a corto plazo la economía, el gran tema será cómo combinar la revolución ciudadana con el relanzamiento del mercado y del sector privado. Si en ese encuentro prima el pragmatismo, la recuperación puede ser muy rápida. Si la ideología se impone, los costes serán elevados. Tanto que quizás Cole Porter ceda ante Gardel. A “volver con la frente marchita”. A “vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez”.
José Juan Ruiz es economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID)