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Laurence Debray: La moralidad en política

«Los dictadores destruyen la confianza en las instituciones: el parlamento, los medios, la justicia, la academia. La incredulidad generalizada allana el camino al populismo»

La moralidad en política

El expresidente francés Nicolas Sarkozy. | Dante Badano / PsnewZ

 

 

El pasado 7 de febrero, Nicolas Sarkozy, expresidente de la República (2007-2012), fue obligado por orden judicial a llevar un brazalete electrónico. Tras doce años de procedimientos, el Tribunal de Casación confirmó su condena por corrupción y tráfico de influencias: tres años de prisión, de los cuales uno debe cumplirse con vigilancia electrónica, y tres años de inhabilitación política. ¿En qué consiste el caso conocido como Bismuth? Durante una conversación telefónica privada con su abogado, Sarkozy sugirió la posibilidad de pedir a un magistrado que recuperara sus agendas, incautadas en el marco de otra investigación en su contra, a cambio de ofrecerle un puesto como juez en Mónaco. Cabe precisar que ese cargo, más allá de proporcionar una vida cómoda bajo el sol, ni es prestigioso ni está bien remunerado. En definitiva, el pacto de corrupción imaginado nunca se concretó, pero se considera que hubo intención de cometerlo. ¿No es esto suficiente para dudar de la probidad de quien ocupó la más alta función del Estado? ¿No deberíamos exigir ejemplaridad a nuestros representantes políticos? Incluso si eso significa pasar por alto el principio del secreto profesional que vincula a un abogado con su cliente, pues en este caso se utilizó como prueba una conversación privada, grabada sin el conocimiento de los implicados. Es curioso que sea este mismo principio el que protege el secreto de las fuentes periodísticas, una herramienta indispensable para llevar a cabo investigaciones independientes, base fundamental de cualquier sistema democrático saludable. Entonces, ¿hasta dónde puede llegar la justicia? ¿Es realmente tan independiente y, sobre todo, tan imparcial?

Pronto lo sabremos, porque por primera vez en la historia un expresidente francés se vuelve contra su propio Estado. Nicolas Sarkozy ha llevado su caso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, solicitando que le haga justicia. Su derrota en los tribunales franceses podría convertirse en la derrota de un sistema judicial que no ha sabido garantizarle sus libertades fundamentales. ¿Será la judicatura sorprendida en flagrante abuso de poder? ¿O, por el contrario, el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley –uno de los pilares de la Declaración de Derechos del Hombre– se ha aplicado también a un expresidente, lo que demostraría la buena salud democrática del país? En espera del veredicto, Sarkozy no ha solicitado ningún beneficio penitenciario, a pesar de que la ley, debido a su edad (70 años), se lo permite. «Para no dar la impresión de solicitar el menor privilegio», explicó en X. Ha decidido no hacer más apariciones públicas y probablemente perderá la gran cruz de la Legión de Honor, una distinción otorgada a los jefes de Estado, que ya le fue retirada a Pétain en 1945 tras su condena por colaboración con el enemigo.

No siento ninguna conmoción por la situación de Nicolas Sarkozy, quien no pisará la cárcel. Además, en estos momentos está siendo juzgado en otro proceso para determinar si su campaña presidencial de 2007 fue financiada por el líder libio Muamar el Gadafi, lo que podría llevarle a ser condenado por asociación ilícita. Jamás un expresidente francés había sido citado ante los tribunales por recibir financiación ilegal de una potencia extranjera, y menos aún de un dictador excéntrico. Lo que está en juego aquí no es solo el destino de Sarkozy, sino el papel de la justicia en la vida política. También está en cuestión la moralidad de los líderes que votaron en su momento la ley sobre la ejemplaridad en política, que inhabilita a cualquier cargo electo condenado por la justicia. Muchas profesiones exigen un historial penal limpio para poder ejercer. ¿No deberíamos exigir la misma probidad a los políticos?

«Un francés tiene dificultades para entender cómo un Mazón o un Sánchez pueden seguir en el poder después del desastre de la dana o cualquier otro abuso de autoridad. Como si la introspección moral no les afectara»

 

Sarkozy no es el único, aunque ostenta el récord de procedimientos judiciales. Antes que él, en 2011, Jacques Chirac fue condenado a dos años de prisión con suspensión de pena. Otros aspirantes al Elíseo han sido o están actualmente imputados: el moralizador e implacable Jean-Luc Mélenchon, el actual primer ministro François Bayrou y la probable futura presidenta Marine Le Pen. Un ministro de cada seis desde la llegada de Emmanuel Macron al poder ha estado implicado en un caso judicial. Entonces, ¿están todos corrompidos? ¿Se han vuelto demasiado habituales estas desviaciones de la política, donde el fin justifica los medios? ¿Es la política la que pervierte al hombre o son los más inmorales quienes hoy se sienten atraídos por el poder?

Todas las democracias europeas han tenido su cuota de escándalos. Es imposible hacer una lista exhaustiva. Incluso Alemania, con su imagen de rigor y honestidad, vio cómo Helmut Kohl admitía en 1999 la financiación ilegal de la CDU, o cómo Gerhard Schröder, vinculado a Gazprom, apostó por el gas ruso en detrimento de la energía nuclear, con consecuencias desastrosas para la economía del país. España tampoco se ha librado, con casos de corrupción que han afectado tanto a la derecha como a la izquierda. Lo más sorprendente es que los escándalos no siempre llevan a la dimisión: business as usual, parecen indicar los representantes políticos, cuyas faltas rara vez les pasan factura. Un francés tiene dificultades para entender cómo un Mazón o un Sánchez pueden seguir en el poder después del desastre de la dana o cualquier otro abuso de autoridad. Como si la introspección moral no les afectara. Mientras tanto, el gobierno concede la medalla de la igualdad a Zapatero y al abogado de Begoña Gómez. Afortunadamente, el ridículo no mata.

Los defectos del sistema judicial y su excesiva mediatización son bien conocidos: la violación del secreto de instrucción y la presunción de inocencia. Una investigación judicial puede transformarse rápidamente en un juicio mediático. La condena de la opinión pública, alimentada por los algoritmos de las redes sociales, suele anticiparse o contradecir los fallos judiciales, fomentando el rechazo a las élites y allanando el camino para el populismo.

Curiosamente, la noticia de la histórica condena de un expresidente francés ha sido tratada con gran discreción en la prensa nacional. ¿Es prueba del malestar que provoca la noticia? No solo está en juego la imagen y la reputación de un hombre que gobernó el país durante cinco años, sino también la de Francia. La humillación es, sobre todo, nacional. ¿Y si esto terminara socavando la democracia, al fomentar el desprestigio de nuestras instituciones? Como recuerda Yuval Noah Harari: «La democracia se basa en la confianza; la dictadura, en el terror». Los dictadores comienzan destruyendo la confianza en las instituciones: el parlamento, los medios, la justicia, el conocimiento académico. La incredulidad generalizada allana el camino para el populismo. La única manera de resistir es volver al principio de la Ilustración sobre la separación de poderes. Como afirmó Montesquieu: «Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder».

 

 

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