Leandro Area P.: Nada se pierda, todo se transforme.
Claro que todo fluye, que todo se transforma, y quién lo niega. Cómo he de llevarle la contraria a tan citada y en apariencia irrebatible, irrefutable y contundente aseveración, casi que tendencia filosófica, religión, dogma, según la cual: “Nada se pierde, todo se transforma”, acuñada por el químico francés Lavoisier, hace más de dos siglos. Aunque sea dicho de paso, a pesar de su popularidad y para mi humilde gusto, siento que hay demasiado endiosamiento de las causas u origen y falta en ella la presencia indispensable de la volátil, pero imprescindible voluntad humana en todos estos asuntos del devenir. Si no entonces para qué la libertad, dónde la fortuna, para cuándo la casualidad, de quién la responsabilidad.
Así que insensato yo y aquí entre nos, intentaré mejorarla a mi gusto reescribiéndola de esta manera: “que nada se pierda, que todo se transforme”, casi que al estilo de “pienso, luego existo” de otro francés, Descartes.
Porque es que el estado mental que imponen las pandemias, que son varias, nos acorrala y en ello nos sentimos maniatados y más aún por fuerzas exteriores, invasivas e invisibles que nadie, ni siquiera la ciencia y los gobiernos, mitos que también se tambalean, fueron capaces de prevenir y menos de controlar a su debido tiempo.
Ahora y además de genes, condiciones económicas, educación, y tantas otras variables, estamos tan atrapados por el extraterrestre personaje, tesis perdona vida del gobierno de China, que hasta el simple hecho de salir de nuestras casas resulta una aventura de tal peligrosidad que corremos el riesgo de contraer el bendito virus e infectar a propios y a otros con las terribles consecuencias del caso.
En estas que pasamos hoy el sentido de la vida se ha trastocado drástica y cínicamente y la brújula interna de la orientación nos guía hacia el horizonte del ensimismamiento, auto protector él, prevenido, agresivo, en suma, egoísta. Me acordé para bien de Anna Freud, la hija del otro Freud, y su libro “El yo y los mecanismos de defensa”. También me acordé, qué suerte, de Lucien Freud, extraordinario pintor que recomiendo, nieto del viejo inventor del Psicoanálisis. ¡Qué familia!
Aquellos carteles, ¿se dice así?, que nos prevenían » No pase perro bravo «, “Ojo, no estacione, aquí se pinchan cauchos”, “Por su seguridad usted está siendo grabado”, “Peligro, alto voltaje”, parecen juegos de marionetas infantiles, chiste, cuando los comparamos con los agresivos semáforos que impone la vida apabullante de hoy.
Toda esta nueva situación aquí nombrada, que muestra y multiplica las crisis acumuladas durante tanto tiempo en tantos sectores de la existencia, ha impuesto su rutina de máquina invasiva y destructora que, segundo a segundo, cumple con el manual impuesto por la dictadura de la repetición en la cual, detalle tras detalle, subimos y bajamos la cuesta del desasosiego, interminablemente, cual Sísifo encorvado.
Esta robotización de nuestro comportamiento, que no es nueva, adquiere hoy signos abrumadores puesto que tiempo y espacio, esas dos columnas vertebrales de la vida, se encuentran constreñidos a las circunstancias que las condiciones, de la que nos escondemos y huimos, imponen y frente a las cuales buscamos refugio y compañía no siempre seguros.
En estos escenarios la humanidad y todo aquello que nos rodea han cambiado de lugar mientras nosotros nos gastamos estrujados en el redil de las adversidades. Abrumados por tantos enemigos vemos al mundo empequeñecerse y a la geografía de nuestros apetitos languidecer mientras echamos mano al pasatiempo supletorio de nuestras ambiciones que es el del universo tecnológico de las redes sociales que representa casi que el único recurso que tenemos mano, al menos, para solventar nuestra pequeñez y extrañamiento.
Y aparte y en estas y cómo no, desde esta orilla recurro balsero del espíritu a viejas consejas que me indican que no quedan en estos casos sino la imaginación, la conciencia y el esfuerzo para soportar y superar la inmovilidad y la sumisión a la que estamos subyugados y de la que tantos sacan provecho.
Así pues, debo y quiero recurrir y tal recurro a la catedral salvadora de nuestros infortunios que es ese Don Quijote de la Mancha, quien dice a Sancho Panza lo siguiente: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; por que no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”.
Aspiro finalmente aprender y enseñar a que nada se pierda, que todo se transforme con nuestra intervención consciente en sabiduría para la búsqueda del bien que siempre ha de ser repartido, compasivo y vigilante. ¿Qué más pedir, ofrecer o recibir de un ser humano?