Retrato fotográfico de Arthur Schopenhauer por Johann Schäfer, 1859. | Wikimedia Commons
El gran tratado clásico sobre el arte de la política es El príncipe de Maquiavelo, muchas veces malinterpretado y que ha dado lugar al término maquiavélico, que no es precisamente un piropo. Varios siglos después, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) escribió un opúsculo que hoy conocemos con el título de El arte de tener razón y que contiene treinta y ocho estratagemas para salir victorioso de un debate utilizando todo tipo de tretas y argucias. No es, como El príncipe, una obra sobre el arte de la política, sino directamente un manual sobre las malas artes de la manipulación y vapuleo del contrincante en un debate.
Existen varias ediciones de este texto en castellano, pero ahora acaba de aparecer una muy cuidada, con introducción, notas y traducción del filósofo y traductor Luis Fernando Moreno Claros, editada por Acantilado, la misma editorial en la que este especialista ya ha publicado otros dos libros imprescindibles sobre Schopenhauer: su Correspondencia escogida y el volumen de testimonios sobre su figura Conversaciones con Arthur Schopenhauer. Dado que acabamos de dejar atrás unas elecciones y estamos ya a punto de meternos de lleno en otras, acaso El arte de tener razón sea una lectura recomendable para candidatos en campaña, aunque algunos tal vez vayan ya tan sobrados de ardides que ni siquiera necesiten de sus lecciones. Y no miro a nadie.
Como la obra de Maquiavelo, también esta se presta a lecturas erróneas. No es que Schopenhauer fuera un aspirante a spin doctor o asesor político de cabecera avant la lettre; en realidad escribió este texto para denunciar la estupidez y mezquindad humanas. No olvidemos que el filósofo era un pesimista declarado, además de un legendario cascarrabias (en una ocasión la emprendió a bastonazos con una vecina que hablaba a gritos ante su puerta y acabó juzgado y condenado por ello).
Arthur Schopenhauer representó la reacción a la filosofía de los seguidores de Kant –Hegel, Fichte y Schelling- que en su empeño de profundidad derivaron en aridez, con obras que sólo unos pocos iniciados eran capaces de descodificar. De los tres, le tenía especial tirria a Hegel, hasta el punto de que cuando fue contratado para dar clases en la Universidad de Berlín insistió en programar su curso en el mismo horario que el del entonces prestigiosísimo Hegel para boicotearlo. Sin embargo, el resultado fue el contrario al esperado: su archienemigo acaparó a todos los alumnos y él tuvo que cancelar sus clases porque tenía el aula vacía. Pese a este fiasco, acabó logrando el ansiado prestigio con sus dos grandes obras de madurez –El mundo como voluntad de representación y Parerga y paralipómena– que lo acabaron convirtiendo en el pensador más célebre e influyente de su tiempo. Y por cierto, fue además un gran admirador de Baltasar Gracián y en esos años de madurez tradujo al alemán su Oráculo manual y arte de prudencia.
Schopenhauer escribió El arte de tener razón en los años finales de su vida, cuando estaba enfrascado en los dos tomos de Parargea y Paralipómena (el primero de los cuales contiene los famosos «Aforismos sobre el arte de saber vivir»). De hecho, el tratado del que estamos hablando debería haber formado parte de esa obra magna, pero al final su autor no se atrevió a incluirlo y guardó el manuscrito sin título en un cajón. Fue su albacea testamentario, Julius Frauenstädt, quien lo rescató cuatro años después del fallecimiento del filósofo, le puso título y lo publicó en 1864.
Ha pasado más de siglo y medio desde que el librito vio la luz y sorprende la vigencia de sus estrategias para tumbar dialécticamente al contrincante, recurriendo a la inteligencia o a los golpes bajos según como vaya la cosa. El objetivo es tener razón -o más bien aparentar tenerla- a toda costa, cueste lo que cueste. Según como se desarrolle el debate, este puede parecerse o bien a una partida de ajedrez, en la que lo importante es anticipar los movimientos del contrario, o bien a un combate de boxeo cuya meta es noquear al rival con un fulminante uppercut.
A continuación apunto, a modo de decálogo, diez de las estrategias más jugosas y sibilinas:
1.- Cuando se quiere llegar a una conclusión, no hay que dejar que esta se prevea, sino procurar que el adversario admita las premisas una a una y dispersas, sin que se de cuenta de ello en el transcurso del diálogo; de lo contrario impedirá con todos los medios a su alcance nuestra conclusión.
2.- Pueden usarse premisas falsas para demostrar la propia tesis cuando el adversario no admita las verdaderas, o bien porque no reconozca su verdad, o bien porque ve que de ellas se seguiría como conclusión inmediata nuestra tesis.
3.- Preguntar mucho de una vez y sobre muchas cosas para ocultar lo que en realidad queremos que admita el adversario y, además, extraer rápidamente de lo admitido la propia argumentación, pues quienes son lentos en comprender no pueden seguirla con precisión y pasarán por alto los errores o lagunas.
4.- Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella, no estará en condiciones apropiadas de juzgar rectamente, ni de aprovechar las propias ventajas.
5.- Si notamos que el adversario inicia una argumentación con la que va a derrotarnos, no debemos consentir que prosiga; hay que impedirle a toda costa que concluya, interrumpiéndolo o desviando a tiempo la trayectoria de la discusión.
6.- Un golpe brillante es el que se conoce como retorsio argumenti (dar la vuelta al argumento); es decir cuando el argumento que el adversario quiere utilizar para su defensa puede ser utilizado mejor en su contra.
7.- La contradicción y la discordia motivan la exageración de la tesis. Contradiciendo al adversario, podemos inducirlo a que lleve más allá de sus límites una afirmación que dentro de ellos hubiera podido ser verdadera.
8.- Si inesperadamente el adversario se muestra irritado ante un argumento, debe utilizarse tal argumento con insistencia; no solo porque sea el más indicado para irritarle, sino porque es de suponer que se tocó la parte más débil de su razonamiento.
9.- Esta estrategia está especialmente indicada para cuando discuten personas doctas ante un auditorio que no lo es. Si no se dispone de ningún argumento, se opta por uno ad auditores (dirigido al auditorio), esto es, se arguye una observación inválida, cuya invalidez solo reconoce el experto. Si bien el adversario lo es, no así el auditorio; a sus ojos nuestro adversario pasará por derrotado. Y aún más rotundamente si la observación que se hizo pone en ridículo de algún modo su afirmación. La gente está enseguida dispuesta a la risa, y se obtiene el apoyo de los que ríen.
10.- Cuando advertimos que el adversario es superior y llevamos las de perder, procederemos de manera ofensiva, grosera y ultrajante; es decir pasamos del tema de discusión (puesto que ahí ya hemos perdido la partida) a la persona del adversario, a la que atacamos de cualquier manera.
Esta edición de El arte de tener razón es de pequeño tamaño -forma parte de la exquisita colección Cuadernos Acantilado- y por lo tanto cabe sin problemas en el bolsillo de la americana de cualquier presidenciable; es ideal para llevar siempre a mano durante la campaña. Eso sí, cuando a los candidatos se les haga esa manida pregunta de qué libro tienen en la mesilla de noche, dudo que confiesen que son ávidos lectores de Schopenhauer.
Mauricio Bach: Nacido en Barcelona en 1965, ha hecho de todo en el mundo cultural: ha sido editor, director editorial, colaborador en prensa escrita (en periódicos y revistas de papel y digitales) y profesor de escritura creativa; ha impartido cursos sobre cine, literatura y arte; ha ejercido de traductor, y ha publicado algunos libros, entre ellos varios sobre cine.