Héctor E. Schamis: Legitimidad democrática
El voto y el después en América Latina
Nos reunimos en la Ciudad de México para conversar sobre legitimidad democrática. Convocados por el INE, Instituto Nacional Electoral, el evento congregó a académicos, periodistas, administradores electorales, políticos y diplomáticos de la región. Tuvo como propósito explorar cómo se vota y sus efectos en la legitimidad del sistema político. Y también la forma en que dicha legitimidad se reproduce y fortalece después de la elección.
O lo contrario. Es que aunque se vote bastante bien, en muchos países existen déficits posteriores a la elección que erosionan la legitimidad del gobierno entrante en el corto plazo y del sistema, en el largo. Aquí van tres de ellos.
En la mayoría de los países la autoridad electoral es competente y neutral. El padrón es universal. Por lo general la participación es alta, lo cual le da substancia y significación al sufragio. Los votos a su vez se cuentan bien. El ganador gana, es decir, el resultado oficial es veraz. Y en casi todos los casos la observación electoral otorga un certificado de calidad adicional.
Son buenas noticias, pero allí comienzan algunos problemas. El primero tiene lugar la misma noche de la elección. Es práctica corriente entre los candidatos latinoamericanos declararse vencedor antes de tiempo, especialmente cuando la diferencia es estrecha. Constituye una receta para la incertidumbre, sino para una crisis política mayúscula. Recuérdese la elección de abril y febrero pasados en Ecuador, por citar un ejemplo.
Pero ello no solo ocurre por la aritmética. También porque los políticos latinoamericanos son malos perdedores. Todos se declaran vencedores—de forma casi automática—debido a que no existe una arraigada norma de cooperación entre ellos. Se refuerza una dinámica perversa, la que se deriva de la convicción que el poder es hoy o nunca, lo cual es propicio para oposiciones desleales.
La democracia y la competencia electoral se han estabilizado, pero falta incorporar el ritual de la admisión de la derrota; “the concession”, como en Estados Unidos. Se ignora que perder con grandeza es una inversión política, y que liderazgo sin responsabilidad es solo demagogia.
De este modo, el empate electoral es causal de inestabilidad. Es desafortunado además porque los sistemas políticos van en esa dirección. Con partidos fragmentados, la diferencia estrecha será la norma. Ya no existen mayorías permanentes, si acaso existe la mayoría. No es cierto que llegar al poder sea hoy o nunca. Construir política en serio es precisamente administrar dicha inter-temporalidad, o sea, cooperar. Es un verbo de escasa conjugación.
Si los empates introducen incertidumbre, las victorias masivas tienen efectos peores. El ganador puede creer que ha sido plebiscitado y que, en consecuencia, la sociedad le ha entregado un cheque en blanco. Lo cual le hace pensar que es necesario que se quede más tiempo del estipulado al postularse. De un período a dos, de dos a tres y de tres a la eternidad, el mesianismo hace su entrada en escena. Ha sucedido.
Menem o Chávez, Uribe o Correa, Morales u Ortega, y es solo una muestra, lo común a ellos no es la ideología. Es el haber reducido la constitución a un traje a la medida. Llegar al poder con reglas que luego se modifican desde el poder—para además ser el beneficiario directo—vulnera la confianza de la sociedad y erosiona la legitimidad. La democracia es básicamente un conjunto de reglas de juego. No puede haber juego si dichas reglas no son neutrales. Ni tampoco puede haber democracia sin alternancia, especialmente en el presidencialismo.
El tercer problema del después en realidad es del antes: el financiamiento de las campañas. Acaba de divulgarse que Maduro recibió 35 millones de dólares de Odebrecht previo a la elección que lo llevó a la presidencia en 2013. La noticia no sorprende, ya nada causa estupor. Maduro no es el primero ni será el último. Lo singular es que Maduro es el único acusado por Odebrecht que está en ejercicio del poder. Los otros son expresidentes.
La corrupción, entonces, ha causado crisis importantes: de confianza social, de legitimidad democrática. Pero al mismo tiempo ha generado externalidades positivas: la indignación de la sociedad. Un cierto civismo ha germinado en la demanda por probidad administrativa, aún si erosionando la credibilidad del sistema democrático en el corto plazo.
En el largo plazo, sin embargo, la gente en las calles, la indignación y la protesta pueden ser una inversión democrática. La democracia no resiste cuando la protesta social ocupa la calle todo el tiempo, pero la política se vacía de contenido cuando la sociedad jamás protesta. La apatía, la desafección y la anomia también minan la legitimidad.
“El conteo de los votos es la ceremonia final de un largo proceso”, decía Gramsci, en referencia al proceso histórico de construcción de hegemonía, de constitución del bloque en el poder, en su propia terminología. Pero también es la ceremonia final del largo camino de forjar instituciones, transparencia y legitimidad. La democracia es una criatura delicada.