Leila Guerriero: Los tres
Los militares colombianos patrullan junto al río Mira, cerca de la frontera con Ecuador. AFP / R. ARBOLEDA
Acabo de eliminar del corazón marchito de mi teléfono móvil un vídeo que un colega ecuatoriano me pidió que grabara para sumarlo a una campaña en reclamo por la liberación de Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra, dos periodistas y un chófer del diario El Comercio, de Quito, secuestrados en la frontera entre Ecuador y Colombia el 26 de marzo y asesinados el 13 de abril por un grupo disidente de las FARC. No llegué a enviarlo por cuestiones técnicas absurdas. Lo grabé mirando una foto de los tres, tomada cuando aún estaban en cautiverio, en la que se los ve amarrados por cadenas y con candados al cuello. No sé cómo se salva una vida. Sé que no se salva con vídeos no enviados como el mío. Sé que no se salva con una catarata de repudios y condolencias y columnas como esta. Sé que no se salva con el presidente colombiano calificando el hecho de “crimen atroz”. Sé que no se salva con representantes de Naciones Unidas declarando que estos “actos de lesa humanidad son inaceptables”. Aunque sean bienvenidos, no se salva con los previsibles “enérgicos rechazos”, con los obvios “repudios a la violencia”. A mediados de 2017, el periodista argentino Martín Caparrós escribió una crónica, La guerra desarmada, después de pasar un tiempo en un campamento de normalización de las FARC. Terminaba así: “Hay, ahora, siete mil soldados menos; hay, ahora, siete mil exsoldados que no saben qué va a ser de sus vidas: que ni siquiera están seguros de que su guerra se haya terminado. Hay, alrededor, millones y millones que lo esperan. Hay, también, los que querrían que no. La paz, a veces, es una guerra más confusa”. El estallido de esa inflamable confusión (que todos, y más aún quienes nos gobiernan, debimos advertir) se encarnó en los periodistas y el chófer asesinados. Sospecho que no será el único ni el último. Sólo por ahora es el peor.