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Lenin y sus crímenes se resisten a pasar a la historia 100 años después

El centenario del revolucionario ruso, que murió el 21 de enero de 1924, coincide con la publicación de varios libros sobre una figura fundamental en la Historia del siglo XX

Después de sufrir la tercera de las embolias que le dejaron sin habla ni movilidad, Lenin se convirtió en algo así como una silueta de sí mismo, un muñeco inexpresivo que Joseph Stalin, haciendo las veces de Joseph Luis Moreno, se encargaba de agitar y dirigir a conveniencia política. Cuando murió del todo el 21 de enero de 1924, faltó el alma pero no la carne. Convertido el revolucionario ruso en la momia de la Plaza Roja, le fue todavía más fácil a Stalin y sus sucesores manipular su figura, su historia y hasta sus discursos. Pasados cien años, el mito ha suplantado por completo al hombre.

Vladímir Ilích Uliánov no es que se resista a morir, sino a vivir como quien no fue. Su figura flota hoy más cerca de la mitología, de las pasiones ideológicas y de la propaganda que de la historia, un lugar a donde ningún biógrafo ha conseguido acotarlo. «Lenin no fue un gran genio, como decía la propaganda comunista, sino solo un hábil polémico, demagogo y con una gran intuición para aprovechar el momento político. Pero tampoco fue un gran monstruo, como le han achacado tantas veces, sino alguien sin escrúpulos morales, que supo utilizar y manipular la época que le había tocado», explica José M. Faraldo, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense y autor de ‘Lenin’, una biografía editada por Catarata que saldrá a la venta el mes que viene.

Resolutivo para unos, asesino para otros; libertador o dictador; intelectual o fanático; genio o farsante… Stefan Zweig lo calificó de «hombrecito». Los adjetivos sobre el líder ruso tienden siempre a la hipérbole y a ir de extremo en extremo según a quién se le pregunte y de qué fase de su vida se trateEl primer Lenin procedía de una buena familia, amante del deporte y de las excursiones y caminatas, frugal y austero, un pequeño burgués que se radicalizó inesperadamente en la Rusia de los zares, tan grande como sus desigualdades, a la raíz de la ejecución de su hermano, cuando él tenía diecisiete años. El resto es historia. «Resulta increíble pensar que un abogado y periodista de provincias, europeo vagabundo, socialista transnacional, exiliado político y líder ocasional de una secta política casi insignificante, llegara a convertirse en el fundador del primer Estado socialista de la historia», apostilla Faraldo.

Desde su adolescencia, Lenin se dedicó en cuerpo y alma a socavar la monarquía rusa y el poder de la burguesía. Esto le aseguró cárcel, marginación y más resentimiento, germen de su obsesión personal contra cada uno de los miembros Romanov. Tanta como para que, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, la Alemania del Káiser considerara que la mayor bomba de destrucción masiva contra sus rivales rusos era enviar en tren de vuelta a Lenin, exiliado por Europa occidental tras pasar unos años en Siberia. El plan funcionó a la mil maravillas para los intereses inmediatos de las Potencias Centrales, aunque a largo plazo fue catastrófico para todas las monarquías, incluida la alemana.

 

                La momia embalsamada de Lenin en la Plaza Roja de Moscú REUTERS

 

Ni Lenin ni los bolcheviques jugaron un papel protagonista en la Revolución de febrero que derribó al Zar e instauró un principio de democracia republicana y parlamentaria, pero sí en los acontecimientos posteriores que arrollaron a esa naciente democracia, arrastraron al país a una extremadamente sangrienta guerra civil y establecieron una dictadura de partido único. «Esto fue posible porque Lenin fue capaz de construir un programa muy demagógico, extremadamente básico y sencillo, que tomaba ideas de todos lados para expresarlas sin dudar, en un momento complejo en el que sus contrincantes no sabían qué hacer», señala este experto en Europa central y oriental.

Lenin solo estuvo en el poder de noviembre de 1917 a noviembre de 1922, suficiente como para arruinar económicamente un país donde el 85 por ciento eran campesinos y levantar una gran industria era un sueño imposible de los marxistas. En ese breve período fue responsable de muchos crímenes, entre ellos el de toda la Familia Real, incluyendo niños y ancianos, pero la mayoría no se conocieron hasta que se abrieron los archivos soviéticos en 1991. Lo que quedó en el imaginario es la visión de un mesías de la justicia popular, ‘la voz del pueblo’, una conquista que, según Faraldo, sirve hoy de inspiración tanto al movimiento comunista como a la ultraderecha populista. «Ese fue su gran y triste legado: daban igual las ideas concretas, lo importante era cómo se canalizaban y se conseguía conquistar el poder. Hay más leninismo hoy en día en Trump que en muchos partidos comunistas», recuerda. No en vano, su libro ‘¿Qué hacer?‘, un manual no de resistencia sino de guerra contra el sistema, es lectura obligada entre grupos de ultraderecha y ultraizquierda que aspiran a cambiarlo todo. Eso sin mencionar su otro gran legado vivo: el Partido Comunista Chino, que es una organización completamente leninista en su concepción política y en su idea del mundo.

Blindado ante la historia

Lenin, el revolucionario, el mito, conserva todavía cierto aura de benefactor de la humanidad que le protege frente a las comparaciones con otros camaradas. Algunas corrientes ideológicas que no tienen problema en aceptar que Stalin y otros grandes depredadores comunistas tienen las manos manchadas de sangre siguen resistiéndose a considerar a Lenin un tirano o un asesino de su calibre. «No sé si Lenin goza ya de algún predicamento más allá del movimiento comunista. Sí es cierto que perdura esa diferenciación entre un Lenin al que se atribuye ser la quintaesencia de un bolchevismo virtuoso desvirtuado por el estalinismo. En realidad, esa artificiosa disociación la consagró la propia URSS en tiempos de Nikita Kruschev, cuando este trató de legitimar su caudillaje con un programa de ‘desestalinización’ que pretendía el retorno al proyecto original de Lenin», explica el historiador Roberto Villa.

Si Stalin es la desviación, Lenin representa la pureza, lo inmaculado. Recuerda, sin embargo, este profesor de la Universidad Rey Juan Carlos especializado en crisis, quiebras y transiciones de las democracias, que hace mucho tiempo que la historiografía ha demostrado que Lenin fue «el verdadero padre del Partido-Estado, de las ejecuciones y el terror masivos y del sistema de campos de concentración, con el indisimulado propósito de exterminar a sectores enteros de la sociedad rusa. No es que solo inspirara el terror revolucionario: es que fue el primero en erigirlo en institución del nuevo Estado». El francés Stéphane Courtois no dudó en catalogarlo como inventor del totalitarismo y faro oscuro para el resto de dictadores del siglo XX, en su biografía de Lenin, editada en España por la Esfera de los Libros.

Regímenes totalitaristas en los que la concentración de todo el poder se dirigían no sólo a controlar la sociedad, sino a regenerarla para crear un «hombre nuevo» por medio de un terror catártico. «La función del terror no era solo exterminar a quienes se opusieran activamente al proyecto bolchevique, sino que su fin fundamental era extirpar sectores enteros de la sociedad rusa, cuya supervivencia Lenin consideraba infecciosa, agentes contaminantes que impedirían alumbrar el paraíso socialista», expresa Villa, para quien la comparación con el terror de Hitler es evidente, pero que considera más forzado hacerlo con el fascismo italiano, más retórico que práctico.

La gran justificación de la propaganda comunista para defender sus acciones es que en su cabeza estaba haciendo lo correcto y creía que la violencia de hoy sería la paz de mañana. «Sus intenciones eran, por supuesto, conseguir lo mejor para su pueblo, algo que repitió machaconamente desde el principio de su carrera. Pero eso no es relevante: el cinismo que ejerció siempre en la política, el desprecio y la violencia con que trató a los seres humanos concretos, la intolerancia y la falta de aprecio por las libertades cívicas, van más allá de las intenciones que alegara tener», concluye Faraldo, para quien el líder bolchevique era «una persona fría y falta de empatía, que no reparaba en los medios empleados para conseguir sus fines».

 

 

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