Leonardo Padrón: El desastre
A veces uno quisiera permanecer en silencio. No emitir juicios. Esperar que las aguas del desánimo se calmen. Tener chance para recuperar el aliento luego del nuevo desastre que ha ocurrido en el país. Ya se han escrito, en apenas cuatro días, innumerables artículos, sesudos análisis, detallados reportajes sobre las razones que propiciaron que la dictadura de Nicolás Maduro se adjudicara dieciocho gobernaciones el domingo 15 de octubre, y apenas perdiera cinco. Todo se ha dicho y desmenuzado. Ya los defensores de la abstención armaron su fiesta con el “se los dije”. Ya algunos apologistas del voto los culpan a ellos. En fin, llueven argumentos. El más grave, notorio e incluso previsto es el del fraude. Un fraude que comenzó hace un año al Tibisay Lucena no convocar las elecciones en el lapso que lo exigía la Constitución. Un fraude cuyo mejor prueba y antecedente fue aquel momento cuando Maduro expresó que no volverían a llamar a elecciones a menos que estuvieran seguro de ganarlas. Y así, los pranes del voto tuvieron tiempo de armar su tinglado, aceitar su estrategia y diseñar la emboscada perfecta. Pero la única certidumbre es que seguimos juntos, todos muy juntos, hundiéndonos en el mismo lodo. Ese es el único punto de unidad que tenemos hoy los venezolanos. Esa es la tragedia: todos somos víctimas. Y por eso todos tenemos la razón. O, quizás, ninguno.
Igual nada termina de explicar cómo el peor gobierno de nuestra historia, el más eficaz a la hora de arruinar nuestra economía, el que logró convertir a Venezuela en un huracán de miseria, hambre y violencia, haya obtenido tan demoledora victoria en las elecciones regionales. La paradoja resulta inaudita, absurda, inverosímil. Por eso no me queda más que felicitar al régimen. Sin duda, han contado con una asesoría impecable. Han tenido mentes brillantes en el diseño de un sistema perverso que permite preservarlos en el poder a pesar del rechazo abismal de todo un país.
Juro que en los últimos tres años yo no me he topado con un solo ser humano que me hable de cuánto ha mejorado su calidad de vida en Venezuela. Nadie hace gala de la abundancia de medicina y comida que se derrama en los anaqueles de farmacias y supermercados. No he conseguido ni un solo vecino que me comente con entusiasmo cómo ha crecido su empresa o negocio en estos años de revolución. Nadie. Obviamente, no circulo por el pasillo de la pequeña secta que recibe los privilegios de la corrupción. Uno gira el rostro y solo se topa -en sus cuatro puntos cardinales- con un país devastado, arruinado, hondamente deprimido y en fuga. ¿Y entonces?
Yo no soy ni analista, ni político y ni siquiera me considero un intelectual. Soy, apenas, un escritor. Y el mundo lo observo desde mis ojos de escritor. Deteniéndome en las complejidades y heridas de la condición humana. Hoy, confieso, estoy arrinconado en la misma esquina donde estamos tantos. En el desconsuelo. Confieso que me llaman de programas de radio para que transmita algún mensaje de ánimo y escurro el bulto. Que hice una vehemente cruzada personal para convencer a lectores y amigos de la necesidad de no renunciar al voto como herramienta democrática de lucha y, sin duda, no sirvió de nada. Que discutí horas infinitas con mi propia pareja sobre el dilema de abstenerse o votar, porque nuestras posiciones eran contrarias, pero profundamente respetadas por el otro, como lo dictan la sensatez y la tolerancia. Confieso que no peco de ingenuo y desde hace años he entendido el talante delictivo del grupo humano que gobierna al país. Confieso que mi optimismo crónico ha ido recibiendo lesiones de magnitud. Que siempre supe que el gobierno apelaría a su torva habilidad para la trampa pero a pesar de eso pensé que había que insistir. El caso es que esta vez se superaron a sí mismos. Estrenaron nuevas argucias. Y agarraron fuera de base, una vez más, a los líderes de la oposición. Y, sí, uno se indigna cuando observa que tales líderes no se terminan de blindar con la suficiente astucia para evitar las celadas y zancadillas del régimen. Sin duda, ya es hora de cancelar el empirismo y la improvisación. No se puede seguir combatiendo con estrategias amateurs a una organización criminal que cuenta con asesores internacionales versados, durante décadas de entrenamiento, en las formas de sojuzgar a todo un pueblo. El adversario es brillante en su impudicia. No quepa ya la menor duda. Ha aprendido de sus errores y ha construido una maquinaria aviesa y sin escrúpulos para hacer del fraude un monstruo de mil cabezas. Un monstruo que hoy pareciera indestructible. Si seguimos combatiéndolo de la misma manera. Si no nos revisamos a profundidad.
Y, mientras tanto, el país se asfixia en su propio caos, pierde la respiración. El deterioro de la vida es mayúsculo. Los pronósticos de los economistas son aterradores. La hambruna se acentúa. Los asesinatos y secuestros se incrementan. La antigua tierra de gracia es hoy un charco infecto, lleno de miseria y derrota. Los que pueden escapar, escapan. Incluso a contravía de su propias posibilidades. Damos lástima en el mundo. Nos damos lástima nosotros mismos. Eliseo Alberto, en ese desgarrador y honestísimo libro sobre la revolución cubana que es “Informe contra mí mismo”, dice en una de sus páginas: “sobre Cuba se ha escrito una biblioteca de cuatrocientos tomos”. Me aterra pensar que ya sobre Venezuela se esté derramando una desmesura parecida de tinta y dolor. Que la dictadura haya ganado este domingo dieciocho gobernaciones con un despliegue pornográfico de su habilidad para el fraude tiene una sola lectura: Venezuela ha entrado en una nueva zona de desastre.
Los venezolanos estamos estremecidos ante lo ocurrido el 15 de octubre. Hemos caído de nuevo en las arenas movedizas del desaliento. Estamos de cara a nuestro mayor reto. Para salvarnos queda cada vez menos tiempo. O reaccionamos de una forma contundente y lúcida o les terminamos de regalar el país a la banda armada que hoy brinda con champaña. Ya la lucha no puede seguir siendo entre boy scouts y malandros. Toca aprender a pensar como piensa un criminal. Pero no para envilecernos. No para convertirnos en lo mismo que repudiamos. No para quedarnos sin futuro moral. Sino para entender cómo vencerlos. Sin que se nos enlode el alma.