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Leszek Kolakowski: La herencia de la izquierda
LA HERENCIA DE LA IZQUIERDA
(Originalmente publicado en 1994. Traducción del inglés, según publicación en “My Correct Views on Everything”, St. Augustine´s Press, 2005.)
Leszek Kolakowski
Se pueden llenar muchos estantes con libros escritos por ex-comunistas, tanto escritores como intelectuales o filósofos, como Ignazio Silone, Arthur Koestler, Boris Souvarine, Henri Lefevbre, Edgar Morin, Annie Kriegel, Pierre Daix, Dominique Desanti, o por antiguos apparatchiks y líderes como Ruth Fischer, André Marty, Charles Tillon, Milovan Djilas o Wolfgang Leonhard, para sólo nombrar a unos pocos (1). (Podemos dejar a un lado a varios espías.) Algunos de sus libros son autobiográficos, otros analíticos o históricos. Sin embargo, en todos ellos los autores han tratado de afrontar la cuestión, explicar y entender el fenómeno del comunismo, y su propio compromiso pasado con el mismo. Estos libros constituyen una parte importante de la vida política de nuestro siglo. La muy citada predicción de Ignazio Silone de que la lucha entre comunistas y ex-comunistas sería decisiva en el futuro, puede lucir una exageración, pero contiene un núcleo de verdad: los ex-comunistas sin duda alguna jugaron un papel significativo en llevar al comunismo a su ruina.
Sería difícil pensar en libros de este tipo escritos por izquierdistas –bien sea en Europa o en América. Quiero decir libros que expliquen o analicen, en términos históricos o psicológicos, los compromisos errados de los izquierdistas, sus creencias equivocadas y falsas esperanzas. Parece que esta gente saltó de una compañía-de-viaje a otra sin explicación y sin pensar en el pasado.
¿La Unión Soviética ya no luce tan bien? Tenemos la gloria de un nuevo socialismo construyéndose en China y los pensamientos inmortales del Presidente Mao. ¿Algún problema también con China? Tomemos a Cuba entonces, la gran esperanza de quienes combaten al dragón imperialista. ¿Que Fidel dejó de ser perfecto? Bueno, busquemos otra cosa. No había mucho más que encontrar, sin embargo, al menos en un tono positivo. Pol Pot y Khomeini tuvieron sus admiradores entre los intelectuales izquierdistas (la estupidez humana no tiene límites), pero ciertamente sólo unos pocos.
Así, había la búsqueda permanente de la causa noble, buena, y una vez que dicha noble causa era abandonada por cualquier razón, era inmediatamente olvidada, y una nueva causa tomaba su lugar. Por mucho tiempo hubo, por supuesto, causas negativas genuinamente buenas, pero al parecer cada vez menos: La España de Franco (tachada), el Chile de Pinochet (tachada), el apartheid en Sudáfrica (tachada). Las peores tiranías en África eran únicamente mencionadas hasta el grado que uno pudiera, no importa su inverosimilitud, echarle la culpa de su existencia a las democracias occidentales.
¿Por qué si bien los comunistas trataban tan obstinadamente de analizar el comunismo y su vinculación con él, tales análisis son tan poco usuales entre los izquierdistas? El comunismo era un asunto serio. Y los comunistas comprometidos hablaban en serio. Ellos sabían lo que buscaban; lo suyo era conseguir un real poder político a escala mundial. A menudo mentían, claro, pero usualmente eran muy lúcidos en su búsqueda. Los comunistas sentían una responsabilidad personal por una Gran Causa impersonal. Los izquierdistas, por otra parte, disfrutaban simplemente de un compromiso mental sin responsabilidad. Los líderes comunistas no parecían tener mucho respeto por sus compañeros progresistas, que eran adulados y usados, pero no tratados con seriedad, y por buenas razones. Los comunistas eran halcones; los izquierdistas, mariposas irritadas. Quizá ahí está la razón por la cual los comunistas, una vez abandonados su credo y sus partidos para transformarse en socialdemócratas o liberales (o dejaban la política para siempre), en muy raros casos, o sólo temporalmente, se unían a las filas de la izquierda.
Casi toda causa, incluso las buenas, puede dar testimonio de esta confortable irresponsabilidad de los izquierdistas. Hubo, sin duda alguna, serias razones políticas, morales, y militares por las que los Estados Unidos evacuaron sus tropas de Vietnam, y casi nadie discute hoy los horribles “errores” cometidos en dicha guerra. Pero la Gran Razón que fue invocada más sonora y sistemáticamente –la creencia de que una vez que Vietnam del Norte fuera tomada, Vietnam del Sur sería “liberada”- nunca existió. No importa cuán corrupto y obsceno pudiera haber sido el régimen sur vietnamita, uno no necesitaba ser clarividente para saber que sus sucesores comunistas traerían al pueblo vietnamita calamidades y horrores incomparablemente peores. ¿No sabían los izquierdistas de los setenta lo que significaba el estalinismo asiático? La mayoría probablemente no, pero su ignorancia no admite excusas; ellos preferían no saber. ¿Hay algún libro escrito por izquierdistas o antiguos izquierdistas donde se analice esta experiencia sin mentir? No puedo afirmar con certeza que no existe alguno, pero yo nunca me he tropezado con tal análisis. El ¨gran salto adelante” chino produjo muchos millones de cadáveres y la “gran revolución cultural” muchos más. ¿Han producido los antiguos aduladores del Gran Presidente su propia investigación de las monstruosidades que los izquierdistas pretenden no haber visto? ¿Lo han hecho los entusiastas del gran opresor de Cuba? (De nuevo, no he sabido de tal análisis, pero estoy listo para admitir mi error si estuviese equivocado.) La gente progresista, cuando era confrontada con evidencias irrefutables de que ellos apoyaban regímenes basados en la esclavitud, tortura y matanzas masivas, respondían normalmente: “¡son inventos de la CIA!” Y luego, cuando la evidencia era demasiada incluso para ellos, simplemente se olvidaban de todo el tema.
Puede recordarse el tiempo -si bien es verdad que no muy reciente, pero tampoco tan lejano- cuando, si uno afirmaba que en la Unión Soviética había campos de concentración, usted era automáticamente etiquetado como “combatiente de la guerra fría”. Y como un combatiente de la guerra fría por definición estaba equivocado, lógicamente se deducía que no había ningún campo de concentración en la Unión Soviética. Cuando la gloria de la Unión Soviética se desvaneció, nuevas luces aparecieron, y en cada escenario veíamos el mismo patrón: adore a los déspotas, luego escape y olvide.
Hubo, sin embargo, una Gran Causa que ha persistido más o menos intacta a través de las décadas pasadas en la mentalidad izquierdista: el desprecio hacia los países democráticos. Las lealtades cambiaban, pero si había algo duradero en la política izquierdista era lo siguiente: en cualquier conflicto entre una tiranía y un país democrático, la tiranía tenía razón y la democracia estaba equivocada: Los EEUU vs. la URSS, EEUU vs. Cuba, Israel vs. Siria. Incluso en el caso de Argentina bajo la dictadura militar vs. Gran Bretaña, los tiranos tenían razón. Para mostrar esto no hacía falta discutir que uno u otro régimen tiránico eran la hazaña mayor de la humanidad; simplemente sucedía que en cualquier conflicto con la democracia, el tirano siempre tenía la razón.
Tony Judt hace esta afirmación en su libro Pasado Imperfecto. Los Intelectuales Franceses 1944-1956 (University of California Press, 1992.) Su libro toca un periodo anterior a los que menciono arriba, pero los patrones básicos son los mismos. De hecho, Francia durante esos años fue la fuente principal del gauchisme que luego se extendería por el mundo democráticamente gobernado del Occidente. Mi esposa leyó este libro primero y me dijo: “mira, debemos haber leído mucho material como éste en los 1950, y no nos parecía entonces algo extraordinario; leído hoy es casi increíble.”
El núcleo del libro no son los comunistas ni los liberales, ni los conservadores, sino precisamente los gauchistes, los voceros engagés del Progreso. El propósito de Judt no es simplemente bosquejar la masa de de absurdos hace tiempo olvidados, sino entenderlos y explicarlos contra el fondo de la historia francesa antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Las reacciones francesas a los juicios-espectáculo en Europa Oriental son investigadas con atención particular. Junto con las figuras más famosas, como Jean-Paul Sartre y, del lado católico, Emmanuel Mounier, un gran número de escritores e intelectuales más o menos famosos aparecen en las páginas de este interesante reportaje.
Mientras que la Tercera República, su institucionalidad política y su burguesía fueron, nos dice Judt, atacadas en la década de los treinta, tanto por la izquierda como por la derecha y por los Maurrasistas, hubo ídolos del pasado, como Proudhon o Péguy, que eran comunes a ambos movimientos. Los horrores de la Primera Guerra Mundial estaban todavía relativamente frescos en la mente de la gente, y era muy fuerte el sentimiento de un pacifismo incondicional, mientras que la fuerza atractiva del comunismo no lo era, al menos en comparación con los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso, la Tercera República era considerada un caso irredimible y ni sus críticos izquierdistas ni los derechistas lamentaron su desaparición. “Tomar posición contra Pétain en esta etapa inicial no sólo habría requerido una considerable capacidad de previsión, sin mencionar el coraje; habría significado también un deseo de defender, aunque fuera de alguna manera modificada, los mismos valores con los que la difunta república había estado asociada.” Por un tiempo se extendió en la izquierda la esperanza (que luego luciría incomprensible) de una renovación nacional construida sobre las ruinas de la desacreditada democracia. Estas ilusiones no duraron mucho, sin embargo, y fueron pronto reemplazadas por otra ilusión, de corta vida, de una sociedad francesa unida, después de la guerra, trabajando por el progreso y la justicia social. La gloria del enorme esfuerzo de guerra de la Unión Soviética contribuyó enormemente, por supuesto, a fortalecer al comunismo francés. Para izquierdistas no comunistas, como Sartre, la “Revolución” llegó a ser un “imperativo categórico”, “un requerimiento existencial a priori”, nos dice Judt, pero ello era un eslogan vacío, sin contenido y sin un adecuado soporte analítico. La Liberación pronto trajo consigo una amarga decepción, y la Resistencia fue inevitablemente transformada en leyenda. Historias enormemente infladas sobre el reciente pasado heroico fueron naturalmente bienvenidas; nadie deseaba hablar de la masiva colaboración con los Nazis. Se necesitaron muchos años para que algunos se atrevieran a decir la verdad –una verdad conocida por todos pero convenientemente olvidada. Entonces el Anti-americanismo se ofreció como una continuación natural de la resistencia anti-Nazi, y fue calurosamente abrazada por muchos intelectuales como un lugar de seguro y confortable heroísmo.
En este punto es necesaria una digresión. Algunas personas como el autor, vivimos en Polonia durante la ocupación alemana. Más adelante leímos memorias francesas de los años de la guerra que parecían describir un mundo de cuento de hadas. Los franceses, durante la guerra, continuaron yendo a los teatros, publicaron sin inhibición libros y revistas censurados por los alemanes, y se repartieron premios literarios; las escuelas y universidades funcionaron. La vida era más pobre, sin duda alguna, pero su continuidad no fue rota.
Después de la guerra, aquellos que habían sido Petainistas por un breve tiempo estuvieron ocupados condenando, con furia santurrona, a aquellos que habían abandonado al Mariscal Pétain más tarde. (Por supuesto, hubo casos de una colaboración obviamente horrorosa; pero incluso Brasilliach, según Judt, fue a fin de cuentas sentenciado a muerte por sus opiniones repulsivas.)
Toda la vida intelectual francesa, tanto durante como después de la guerra, estaba nublada de ambigüedades. Sin duda alguna esto es verdad en muchas circunstancias políticas, pero sólo en raras ocasiones dicha ambigüedad ha sido usada para justificar decisiones políticas particulares. Merleau-Ponty, el gran analista de la ambigüedad, se las arregló para evitar las peores, y aquellos que, en medio de ambigüedades políticas preservaron su lucidez y decencia, como François Mauriac y Raymond Aron, pudieron hacerlo porque se adhirieron a la simple distinción entre el bien y el mal (en oposición a la distinción entre lo políticamente “correcto” o “incorrecto”.) Sartre hizo un gran esfuerzo para quitarle significado a esta distinción. El caso del grupo de Mounier y su ceguera auto-infligida fue quizá más alarmante por sus credenciales cristianas. Ellos declararon que no tenía sentido condenar los “excesos” del estalinismo porque la democracia tampoco es inocente, o incluso llegaron tan lejos como para aprobar los asesinatos político-judiciales en Europa Oriental, por ser costos necesarios en la senda hacia el reino de la justicia.
A diferencia de los comunistas, que simplemente negaban todo lo que se conocía sobre las monstruosidades del “socialismo-realmente-existente” (el término todavía no circulaba), los compañeros de viaje izquierdistas admitían los hechos hasta cierto punto, pero los justificaban apelando al significado histórico del estalinismo, incluyendo sus aspectos peores. Ellos aseguraban a sus lectores que el socialismo estaba creciendo, a pesar de ciertos “excesos”. Algunos calumniaron a las víctimas de los juicios-espectáculo, mientras otros reflexionaron tristemente sobre el daño que dichos juicios causaban a la reputación de los países socialistas. Pero incluso aquellos que estaban claramente molestos con esta muestra de crueldad todavía creían que no había otra opción salvo apoyar al comunismo del Este y sus puestos de avanzada en el Occidente. (El anti-semitismo, tan prominente en el último periodo del estalinismo en la Unión Soviética y en Checoslovaquia, no se mencionaba en absoluto; pero Israel era viciosamente atacado como una herramienta del Imperialismo.) Cualquier cosa que hicieran los gobernantes de los países comunistas, ellos eran de izquierda, y por tanto eran amigos. La indignación moral se reservaba para España o la Argelia colonizada, es decir, para crímenes supuestamente perpetrados por el capitalismo como tal. En el mejor de los casos, (si bien muy pocos), los Izquierdistas condenaban las atrocidades del comunismo porque desde su punto de vista ya no era comunismo, sino el viejo capitalismo, restaurado. Así, entre los intelectuales variaban las estrategias defensivas, pero siempre había una forma de defender y glorificar la “tierra de la gran mentira” (el título del libro de Ciliga), si la voluntad de creer estaba allí. El comunismo fue extraordinariamente exitoso en inculcar en los intelectuales la creencia en la necesidad de decisiones globales e indivisibles: o bien se opta por el socialismo y la justicia, en cuyo caso usted debe apoyar a la Unión Soviética incondicionalmente, o usted apoya a los capitalistas y explotadores. Hoy parece increíble que esta visión del mundo primitiva y mendaz fuera tragada tan fácilmente por tanta gente que se enorgullecía de su educación filosófica sofisticada, y de hecho se había educado en la Escuela Normal o en La Sorbona.
No tiene sentido, no obstante, lamentar la ceguera o la maldad humanas (cualquiera de las dos palabras que sea apropiada para cada caso.) La historia de los intelectuales que adularon a déspotas es larga, y era bien conocida aun antes de que apareciera el comunismo; pero el aporte comparativamente masivo que los intelectuales le dieron a la tiranía comunista requiere de una explicación más específica. Naturalmente, jugaron un papel diversos aspectos del carácter humano y varios temas culturales: odio hacia los ambientes de la burguesía, que era para la gran mayoría de la intelectualidad francesa, el suyo propio; un orgullo nacional latente, y envidia, expresada en un rabioso anti-americanismo; la creencia (no enteramente irracional) en la victoria inminente del comunismo en Europa y la necesidad de asegurarse de estar en el lado ganador; todas las formas de ceguera ideológica; el culto de la fuerza y de la violencia, tan común entre intelectuales que eran líderes políticos manqués; el deseo genuino, si bien mal orientado en su expresión práctica, de apoyar la causa de los explotados. Pero siempre queda algo por ser explicado. El izquierdismo de los cuarenta cincuenta fue un apéndice, envuelto en el lenguaje específico de la cultura francesa (y quizá expresando impulsos suicidas occidentales), del fenómeno mundial del comunismo. Y el comunismo no puede ser explicado sobre la base de las intenciones individuales. A pesar de todo lo que sepamos al respecto, todavía se requiere una explicación en términos históricos. La revolución bolchevique puede haber sido –y yo creo que lo fue- un accidente, pero el hecho de que se estableciera y comenzara a extenderse como un tejido canceroso es todavía intrigante. La antología de todas las cosas absurdas dichas por Sartre y por Mounier (ver por ejemplo, su “Comunismo, Anarquía y Personalismo”) parece no tener fin; uno las lee hoy con una mezcla de horror y entretenimiento. Judt, en los últimos capítulos de su libro, reseña muy bien la peculiar tradición intelectual francesa con el trasfondo de la grotesca fraseología izquierdista. Él es menos convincente cuando insiste en que esta tradición, acompañada o no por el marxismo, está todavía muy viva; en ese punto, él parece mostrar un cierto prejuicio anti-francés. Uno no puede culparlo por no intentar explicar todo el fenómeno del comunismo. Quizá sea todavía temprano para hacerlo.
(1) Nota del editor: Para mencionar sólo una muestra de sus obras: Koestler, Oscuridad al mediodía; Souvarine, Stalin, un estudio crítico del Bolchevismo; Kriegel, ¿Otro Comunismo? Sobre los Orígenes del Comunismo Francés, Los Comunistas Franceses, Los Grandes Procesos en los Sistemas Comunistas; Djilas, La Caída de la Nueva Clase: Una historia de la Auto-destrucción Comunista, La Nueva Clase: Un Análisis del Sistema Comunista; Memorias de un Revolucionario; Leonhard, La Revolución da de alta a sus hijos.
Traducción: Marcos Villasmil