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Lila Morillo y el cambio político en Venezuela

Agotada apreciación. Los analistas que pueblan el circuito digital suelen inculpar a los partidos políticos de lo ocurrido a finales del siglo pasado en Venezuela, librando de toda responsabilidad a individualidades y grupos que, además, pasando ahora por debajo de la mesa, igualmente propiciaron lo que terminó siendo el socialismo del siglo XXI. Por supuesto que la contribución de las otroras élites políticas fue tan fundamental como el modelo rentista que también nos explicó, pero es necesario detenerse en la reaparición del multipartidismo, el fenómeno de la descentralización y la pugna que alguien llamará generacional, para convencernos de la mala puntería que se tuvo al disparar interesadamente sobre los acontecimientos de entonces.

Porque es el presente el que debe ocuparnos, advirtamos la absurda supervivencia del prejuicio antipartidista que todo lo explica, todo lo puede, todo lo moraliza dada la insoportable pureza de los críticos. Es solo aparente el vacío de un ideario, de un imaginario, de una ilusión de libertad y democracia, por lo demás, crecida, generalizada y sostenida la conciencia de un momento histórico que espera por la adecuada versión y modelaje de los que tienen suficiente tiempo o lo emplean por completo a los asuntos del poder, a los aspirantes y especialistas del bien común en la materia.

Tenemos a la mano un viejo ensayo de Omar Astorga de título decidor: El mito de la legitimación. Ensayos sobre política y cultura en la Venezuela contemporánea: 1945-1964 (Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico/Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1985), extendido sobre el problema de la comprensión de la política y el problema cultural de la comprensión. Demostrando la vigencia de sus reflexiones, el autor permite interrogarnos en torno a la poderosa y decisiva influencia que ejerció Rómulo Betancourt a través de su Venezuela, política y petróleo (1956), por ejemplo, al interpretar novedosamente al país, planteando y realizando un programa que concitó el consenso necesario. Valga añadir, quizá extrañando al dirigente político de la modernidad que alguna vez ostentamos, que el contexto fue el de un liderazgo competitivo y capaz de reflexionar y debatir, publicando aunque fuere el folleto de un discurso parlamentario o edilicio.

Principiando la actual centuria, todavía se hacían sentir los ídolos del espectáculo televisivo que orientaban —incluso— políticamente a nuestros hogares, pero —menos de una década después— olvidaron algunas tentaciones y afanes, yéndose al exilio en reclamo de una vocación y un oficio inconfundibles. Décadas muy atrás hubo artistas de una sólida e incuestionable popularidad que aportaron con la realización plena de sus varios talentos al cambio político en Venezuela, que le dio expresión a las transformaciones sociales y económicas que alcanzaron una dimensión histórica.

A modo de ilustración, emblema por excelencia del país que emergió al caer la dictadura de Pérez Jiménez, Lila Morillo gozó de una inimaginable familiaridad con todo aquel que fuese o no zuliano, gustara o no de sus actuaciones como cantante y actriz, le interesara o no cada vicisitud doméstica que aún levanta polémica. Cierto que ella respaldó y promovió incansablemente determinadas candidaturas presidenciales, sintió la tentación del activismo político-partidista, pero —capitalizada una popularidad tan pacientemente construida— tuvo que elegir entre su carrera artística de un éxito garantizado y la carrera política que nunca hallará una póliza de seguro frente a los peligros y fracasos.  Y, valga el detalle, porque también su vasta audiencia supo distinguir muy bien entre la actividad recreativa y la política.

La admirada zuliana perseveró en su vocación y talento natural que no arriesgó para pensar y hacer la política requerida de un exclusivo desempeño, muy frecuentemente nada rentable a pesar de los estereotipos. Lila hizo su trabajo y, haciéndolo, sin abandono de sus deberes cívicos, contribuyó a edificar y sostener nuestra pacífica convivencia ciudadana, facilitando una lección preventiva que merece todo atorrante que sueña con un protagonismo desbordado en las horas tan particulares que transitamos.

Hay leyes tan universales como la de gravitación con sus equivalentes en el campo cívico que, mereciendo la vanidad del latinazo, se resume a principios como zapatero a su zapato (ne sutor ultra crepidam) y no se puede asar o cocinar dos conejos al mismo tiempo (non licet duos lepores simul capere).  Al parecer, de esto supo Ronald Reagan.

 

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