¿Llegó el fin del liberalismo?
La ideología que nació contra el miedo se encuentra hoy abatida ante el resurgimiento de un fascismo rejuvenecido y tecnologizado
Los liberales viven en shock. Aturdidos por el impacto de una realidad política que no asimilan. El siglo XXI está sentándoles mal. No comprenden por qué han sido golpeados tan intensamente en el rostro de la confianza que tenían en sí mismos. Sobre todo después de haber contribuido de forma decisiva a ganar las guerras mundiales que acompañaron la marcha de la libertad durante el siglo pasado.
En los últimos 30 años su importancia ha dado un giro radical. En 1989 se las prometían felices. La gente se encaramó al muro de Berlín y una primavera liberal se adueñó de la historia proclamando su fin. No ha durado mucho el verano de esta hegemonía. La historia ha vuelto con mayúsculas. Ha traído un duro invierno populista que les tiene tiritando y con la duda de si no estaremos ante el inicio de una glaciación totalitaria.
De hecho, si pudiéramos retroceder una década en el pasado, ¿alguien creería posible ver al frente de la Casa Blanca a un presidente empeñado en levantar un muro supremacista al sur de Río Grande? ¿Y qué decir del mapa político de Europa? ¿Acaso podía imaginarse tras la caída del telón de acero que los defensores de la llamada democracia iliberal gobernarían en 11 países de la Unión y representarían más de la cuarta parte del electorado del viejo continente?
Con este panorama que se prodiga en el conjunto de Occidente, los liberales afrontan una época que parece empeñada en prescindir de ellos. ¿Cuántos secundarían hoy día a Václav Havel cuando afirmaba durante la Revolución de Terciopelo que podía cambiarse el mundo esgrimiendo la verdad, el espíritu libre, la conciencia y la responsabilidad; sin armas, ni voluntad de poder o arbitrariedad? Mejor no hacer la prueba de contabilizarlos. Baste decir que se palpa en el ambiente que el desencanto y la decepción hacia los valores liberales son intensos. Algo que propulsa a quienes desde las filas populistas consideran que la democracia debe despojarse del liberalismo si quiere sobrevivir y defender eficazmente los intereses nacionales. Una crítica que fundan en la incapacidad de los liberales a la hora de manejar la excepcionalidad permanente a la que se ve sometido el mundo tras el cambio de milenio. La razón está en que no puede desarrollarse un decisionismo liberal a partir de la libertad, la lógica deliberativa, la tolerancia, la igualdad de oportunidades, el pluralismo o la defensa de un mercado no proteccionista.
Esta presunta debilidad sistémica del liberalismo frente a las urgencias decisionistas que plantea nuestro tiempo es lo que otorga al populismo una ventaja narrativa que le hace ganar espacio y progresar como un vector de cambio arcaizante y autoritario, capaz de movilizar a millones de personas bajo eslóganes neofascistas. Y así, como sucedió en el periodo de entreguerras, los liberales están en jaque y a la defensiva. Retroceden ante el malestar de multitudes radicalizadas en su rechazo hacia la democracia liberal y los valores que la hicieron posible como una esperanza de cambio y progreso para la humanidad.
Los datos parecen certificarlo. Roger Eatwell y Matthew Goodwin los analizan en Nacionalpopulismo. Por qué está triunfando y de qué forma es un reto para la democracia (Península). En sus páginas se radiografía el trasfondo moral de unas sociedades occidentales que se sienten en declive y rotas. Víctimas de un futuro lleno de pesimismo e incertidumbre que hace que anhelen grandes dosis de orden y seguridad por todos sus poros generacionales y de clase. Aquí es donde debemos poner nuestro foco si queremos detectar las causas de la crisis del pensamiento liberal y del shock que paraliza a sus defensores. Hablamos de motivos que percuten sobre el inconsciente colectivo de la democracia y que activan su psicología reptiliana al propiciar un vector populista que muta, combinado con el nacionalismo, hacia una resignificación posmoderna del fascismo.
Este revival de su antípoda más intenso y directo es lo que desconcierta a los liberales y los deja fuera de juego, sumidos en una crisis de identidad muy profunda. Sobre todo porque compromete la viabilidad misma de la democracia liberal, el principal producto de sus ideas. Contra todo pronóstico, el fascismo se abre camino, escala y gana posiciones. Renace de sus cenizas, confirmando las sospechas de que está firmemente arraigado en el corazón emocional de Occidente. No en balde, después de la brutalidad de la Segunda Guerra Mundial vuelve vigoroso, rejuvenecido, vistiendo un atuendo que lo disimula, aunque gritando el mismo discurso antiliberal de siempre.
Lo denuncia con valentía Rob Riemen, uno de los pocos filósofos liberales que quedan. En Para combatir esta era (Taurus) nos lanza una advertencia y nos pide que, más allá de los rasgos populistas, autoritarios o cesaristas que lo escondan, llamemos al fascismo por su nombre. Algo que exige su denuncia y su combate. Actitudes que el liberalismo debe afrontar después de acometer un esfuerzo de autocrítica que le haga pensar qué cosas hizo mal y, sobre todo, qué se dejó por el camino cuando venció en la Guerra Fría y todos los pueblos del mundo pos-soviético abrazaron sus ideas con ilusión.
Los populistas creen que la democracia debe despojarse del liberalismo si quiere sobrevivir
Para ello, hay que retroceder en el tiempo y comprender que el liberalismo nació como una trinchera contra el miedo. Una línea roja desde la que protegió la heterodoxia de los disidentes religiosos y el patrimonio de estos frente al todopoderoso soberano. Lo primero se hizo mediante la tolerancia, y lo segundo, con la propiedad. Algo que los liberales abordaron casi al tiempo que Hobbes edificaba el Estado moderno sobre los cimientos, precisamente, de ese miedo que el leviatán utilizaba para instaurar el gobierno del orden. De ahí que James Simpson sostenga en Permanent Revolution (revolución permanente) que la aparición del liberalismo fue básicamente una estrategia de las minorías puritanas para proteger su catecismo calvinista en medio de las guerras religiosas que sacudieron el continente europeo. Una iniciativa que pronto se hizo revolucionaria y que, de la mano de la Ilustración filosófica, desarrolló un compromiso universal con la mayoría de edad política de los hombres frente a los poderes políticos, económicos y sociales.
El liberalismo adoptó, por tanto, un compromiso institucional a favor de la razón, el gobierno limitado y el progreso humano a través de la democracia deliberativa y el reformismo social. Emprendió una lucha por los derechos que, desde las revoluciones atlánticas hasta la Declaración Universal de las Naciones Unidas de 1948, fue configurando una civilización basada en ellos. Precisamente la originalidad del liberalismo fue, como explica Helena Rosenblatt en The Lost History of Liberalism (la historia perdida del liberalismo), dotar a la persona de un blindaje de derechos inviolables frente a los dispositivos de dominación que podían proyectar sobre ella el poder y la mayoría social. De ahí que los pensadores liberales influyeran en las Constituciones e introdujeran en sus textos un sumatorio de libertades. Unas, positivas o de socialización, y otras, negativas o de preservación de la subjetividad y sus elecciones individuales. De este modo, el miedo fue contenido y marginado como un dispositivo al servicio del poder. Es más, este último tuvo que admitir que su legitimación solo podía estar en una democracia que tenía que vertebrarse dentro de una institucionalidad liberal basada en derechos.
Dos siglos y medio después de su nacimiento, el liberalismo parece estar abatido ante el resurgimiento del miedo que tan eficazmente supo desactivar en el pasado. Se abre a sus pies una crisis de fundamentación debido al tsunami de incertidumbre que lleva a las sociedades democráticas a despreciar la cultura liberal de los derechos y añorar con ansiedad un orden autoritario. Incluso son cada vez más los que desearían encerrarse dentro de un búnker reaccionario donde refugiarse de la inseguridad que les asedia emocionalmente. La democracia misma parece inclinada a desplazar su eje de legitimación del liberalismo al populismo. Un fenómeno sin aparente explicación porque quizá no hemos sabido detectar adecuadamente el origen de los seísmos que nos desestabilizan y que transforman el pensamiento liberal en papel mojado.
Hemos buscado explicaciones en el pasado cuando tendríamos que hacerlo en el futuro. En causas que tienen que ver directamente con él. Habría que empezar a asumir que la revolución digital está removiendo los cimientos de la arquitectura analógica del mundo debido al desarrollo de un capitalismo cognitivo sin regulación, en manos de monopolios intocables, profundamente desigual y que sustituye la libertad humana por algoritmos. Una revolución que inquieta sin ruido, porque se lleva a cabo desprovista de controles democráticos o debates públicos. Pero un cambio profundo de paradigmas que está liberando malestares que tienen un común denominador: una ansiedad no explícita que, sin embargo, percute sobre la piel de mamífero que recubre la experiencia colectiva e individual de la democracia y libera dislocaciones como la mencionada reaparición del fascismo.
Y es aquí donde el liberalismo capitula ante un miedo resignificado tecnológicamente. Un miedo que no se dibuja con precisión, pero que localiza su mirada en un futuro sin trabajo, que habitan cíborgs y que gobierna una inteligencia artificial que neutralizará la espontaneidad de la acción humana. Quizá es aquí donde tendríamos que identificar las causas más secretas del colapso liberal: en que la idea de progreso puede dejar de ser un aliado de la libertad para convertirse en la alfombra narrativa que nos lleve hacia una distopía totalitaria por aclamación.
José María Lassalle es exsecretario de Estado de Cultura y Agenda Digital y autor de ‘Ciberleviatán, el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’ (Arpa).